La carrera musical de Camilo Sesto, entre 'Melina' y 'Mola mazo'.
Fue el gran cambio de guardia. Durante los años sesenta, en España se
impusieron los conjuntos.
Más o menos autosuficientes, obligaron a que la industria renunciara a muchos de sus hábitos: de repente, se quejaban los veteranos, “mandaban los mocosos”.
La venganza llegó a finales de los sesenta, principios de los setenta: las discográficas recuperaron el timón.
Inventaron el concepto de la canción del verano pachanguera y, sobre todo, apostaron por los baladistas, sobre los que controlaban su repertorio, las producciones, los lanzamientos.
Hablamos de Juan Pardo (¡y Junior!), Nino Bravo, Juan Bau, Lorenzo Santamaría, Daniel Velázquez. Pablo Abraira, Julián Granados, Juan Camacho, Miguel Gallardo. Curiosamente, tenían callo: se habían pateado todo tipo de escenarios cuando ejercían de vocalistas de grupos.
Gente avispada que cambió las indumentarias a lo Carnaby Street por los trajes de pata de elefante, con corbatones (podía ser peor: también se pusieron de moda los petos).
Colocaron a su servicio una infraestructura de muy profesionales compositores y músicos de estudio que, durante el reino de los conjuntos, habían basculado hacia el casposo mundo de los festivales y que volvían a ser requeridos para grabar y actuar.
Camilo Sesto
se situaba muy por encima de casi todos sus coetáneos en términos de
recursos vocales; además, había pegada en sus fondos instrumentales.
Componía mucho de su repertorio, con títulos como Melina o Fresa salvaje que sugerían un oído atento a la actualidad política y cultural.
Camilo también recurrió a la inspiración del incansable Juan Pardo y, para Amor… amar o Mi verdad, a las letras de Lucía Bosé
. Se agradecían tales ayudas ya que el departamento de mercadotecnia del sello Ariola le exigía editar un par de álbumes por año.
Precisamente de la mano de Juan Pardo conoció las eficaces cadenas de montaje de los estudios británicos, ya habituadas a trabajar para artistas continentales.
A los arreglos de Juan Carlos Calderón o Alejandro Monroy, se sumaron las orquestaciones de Zack Laurence, Johnny Arthey, Brian Bennett, Kenny Woodman o Tom Parker.
En 1975, rompió la rutina financiando y patrocinando el montaje del Jesucristo Superstar madrileño.
Su expresividad, bien demostrada en los discos anteriores, le permitió superar el reto del moderno teatro musical.
Pudo suponer una ruptura estética pero Camilo prefirió volver al territorio ya conquistado, a una América hispana que entraba en la luctuosa era de las dictaduras militares.
No chocó con Pinochet y compañía pero se planteó que era hora de ampliar mercados.
Un paso en falso fue Look in the Eye (1977), donde traducía al inglés varios de sus éxitos, con producción de Fernando Árbex.
Lo volvió a intentar instalándose en Los Ángeles a principios de los ochenta.
Camilo (1982) contenía esencialmente material de autores estadounidenses, incluyendo un melancólico dueto con Judy Collins.
El disco tenía nivel pero su impacto fue mínimo: resultó más rentable el Método Julio Iglesias, que pasaba por convertirse en una presencia constante en el circuito anglo, al borde de la parodia del latin lover pero siempre con una actitud risueña.
Camilo mantuvo su impulso durante los años siguientes, aunque parecía funcionar en piloto automático: aceptaba premios cutres, se presentaba en actos benéficos de la alta sociedad, produjo a cantantes femeninas, cumplía con la prensa del corazón.
Si había detrás un proyecto artístico personal, lo escondió a la hora de escribir su autobiografía.
A finales de los ochenta, con su instalación en un chalet de Torrelodones, bajó su productividad.
Se fue convirtiendo, no hay otra manera de describirlo, en una presencia fantasmal, dando lugar a fantásticos rumores.
Su Mola mazo, en 2002, fue un chispazo a lo Fangoria que no tuvo continuidad.
Cierto que cumplía con sus obligaciones promocionales cuando se publicaban recopilaciones pero, en las conversaciones con la prensa, se hacía evidente que no entendía el mundo musical contemporáneo ni sus verdaderos méritos en una época particularmente dorada del pop romántico español.
Más o menos autosuficientes, obligaron a que la industria renunciara a muchos de sus hábitos: de repente, se quejaban los veteranos, “mandaban los mocosos”.
La venganza llegó a finales de los sesenta, principios de los setenta: las discográficas recuperaron el timón.
Inventaron el concepto de la canción del verano pachanguera y, sobre todo, apostaron por los baladistas, sobre los que controlaban su repertorio, las producciones, los lanzamientos.
Hablamos de Juan Pardo (¡y Junior!), Nino Bravo, Juan Bau, Lorenzo Santamaría, Daniel Velázquez. Pablo Abraira, Julián Granados, Juan Camacho, Miguel Gallardo. Curiosamente, tenían callo: se habían pateado todo tipo de escenarios cuando ejercían de vocalistas de grupos.
Gente avispada que cambió las indumentarias a lo Carnaby Street por los trajes de pata de elefante, con corbatones (podía ser peor: también se pusieron de moda los petos).
Colocaron a su servicio una infraestructura de muy profesionales compositores y músicos de estudio que, durante el reino de los conjuntos, habían basculado hacia el casposo mundo de los festivales y que volvían a ser requeridos para grabar y actuar.
Componía mucho de su repertorio, con títulos como Melina o Fresa salvaje que sugerían un oído atento a la actualidad política y cultural.
Camilo también recurrió a la inspiración del incansable Juan Pardo y, para Amor… amar o Mi verdad, a las letras de Lucía Bosé
. Se agradecían tales ayudas ya que el departamento de mercadotecnia del sello Ariola le exigía editar un par de álbumes por año.
Precisamente de la mano de Juan Pardo conoció las eficaces cadenas de montaje de los estudios británicos, ya habituadas a trabajar para artistas continentales.
A los arreglos de Juan Carlos Calderón o Alejandro Monroy, se sumaron las orquestaciones de Zack Laurence, Johnny Arthey, Brian Bennett, Kenny Woodman o Tom Parker.
En 1975, rompió la rutina financiando y patrocinando el montaje del Jesucristo Superstar madrileño.
Su expresividad, bien demostrada en los discos anteriores, le permitió superar el reto del moderno teatro musical.
Pudo suponer una ruptura estética pero Camilo prefirió volver al territorio ya conquistado, a una América hispana que entraba en la luctuosa era de las dictaduras militares.
No chocó con Pinochet y compañía pero se planteó que era hora de ampliar mercados.
Un paso en falso fue Look in the Eye (1977), donde traducía al inglés varios de sus éxitos, con producción de Fernando Árbex.
Lo volvió a intentar instalándose en Los Ángeles a principios de los ochenta.
Camilo (1982) contenía esencialmente material de autores estadounidenses, incluyendo un melancólico dueto con Judy Collins.
El disco tenía nivel pero su impacto fue mínimo: resultó más rentable el Método Julio Iglesias, que pasaba por convertirse en una presencia constante en el circuito anglo, al borde de la parodia del latin lover pero siempre con una actitud risueña.
Camilo mantuvo su impulso durante los años siguientes, aunque parecía funcionar en piloto automático: aceptaba premios cutres, se presentaba en actos benéficos de la alta sociedad, produjo a cantantes femeninas, cumplía con la prensa del corazón.
Si había detrás un proyecto artístico personal, lo escondió a la hora de escribir su autobiografía.
A finales de los ochenta, con su instalación en un chalet de Torrelodones, bajó su productividad.
Se fue convirtiendo, no hay otra manera de describirlo, en una presencia fantasmal, dando lugar a fantásticos rumores.
Su Mola mazo, en 2002, fue un chispazo a lo Fangoria que no tuvo continuidad.
Cierto que cumplía con sus obligaciones promocionales cuando se publicaban recopilaciones pero, en las conversaciones con la prensa, se hacía evidente que no entendía el mundo musical contemporáneo ni sus verdaderos méritos en una época particularmente dorada del pop romántico español.
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