Seymour Hersh admite en sus memorias que erró al no exponer las palizas del presidente a su mujer.
Tom Wicker, el magnífico reportero, redactor y columnista del Times,
acercó una silla a mi escritorio de aquella ruidosa sala de redacción y
me preguntó si podía dedicarle un minuto.
Yo le dije que por supuesto.
Se acercó más a mí y me dijo que la noticia sobre la manera de expresarse de Nixon, así como los desmentidos desproporcionados de la Casa Blanca y los ataques al periódico y a mi persona decían mucho del estado mental irracional de Nixon y le habían hecho recordar una noticia que no llegó a escribir.
A él lo habían nombrado director de la delegación de Washington en 1964 mientras, además, cubría la información de la Casa Blanca. En un determinado momento, a finales de 1965, cuando la guerra de Vietnam estaba, ya entonces, estancada, presentó para su publicación un artículo con un análisis duro sobre la guerra y sus peligros un día o dos antes de que sus colegas del grupo de periodistas de la Casa Blanca y él se desplazaran en avión al rancho de Johnson para pasar un largo fin de semana con el presidente.
A media mañana del sábado se dio una rutinaria rueda de prensa y a los periodistas se les informó de que ese día no había actos oficiales programados para Johnson.
En un momento dado, este, conduciendo un Lincoln descapotable blanco, como hacía a menudo, se acercó al corrillo de periodistas a toda velocidad, frenó en seco, abrió la puerta del copiloto (todas las miradas estaban clavadas en él), gritó: “¡Wicker!” y le hizo una seña para que se montara.
Tom subió al coche y los dos se alejaron por una carretera polvorienta.
Ninguno de los dos decía nada.
Al cabo de un rato, Johnson frenó de nuevo y se detuvo junto a unos árboles.
Dejó el motor al ralentí, se bajó, dio unos pasos hacia los árboles, se detuvo, se bajó los pantalones y defecó allí mismo, a plena vista. El presidente se limpió con unas hojas, se subió los pantalones, se montó en el coche, dio media vuelta y regresó a toda velocidad junto al corro de periodistas.
Una vez allí, tras otro brusco frenazo, Tom se bajó del coche.
Todo ello tuvo lugar sin que mediara una sola palabra.
Me sorprendió la indignación que generé en algunas de mis colegas,
que me hicieron notar que las agresiones se consideran delito en muchas
jurisdicciones y no entendían que no hubiera optado por denunciar un
delito.
“¿Y si hubiera cometido otro delito?”, me preguntaron. “¿Y si hubiera atracado un banco?”.
Lo único que pude responder fue que en aquella época, en mi ignorancia, no veía el incidente como un delito.
Mi respuesta no resultó satisfactoria.
Entonces no comprendía, como sí comprendían las mujeres que me cuestionaban, que lo que Nixon había cometido era un acto delictivo.
Yo debería haber informado de lo que sabía en su momento o, si al hacerlo hubiera comprometido a mi fuente, haberme asegurado de que lo hiciera otra persona.
Yo le dije que por supuesto.
Se acercó más a mí y me dijo que la noticia sobre la manera de expresarse de Nixon, así como los desmentidos desproporcionados de la Casa Blanca y los ataques al periódico y a mi persona decían mucho del estado mental irracional de Nixon y le habían hecho recordar una noticia que no llegó a escribir.
A él lo habían nombrado director de la delegación de Washington en 1964 mientras, además, cubría la información de la Casa Blanca. En un determinado momento, a finales de 1965, cuando la guerra de Vietnam estaba, ya entonces, estancada, presentó para su publicación un artículo con un análisis duro sobre la guerra y sus peligros un día o dos antes de que sus colegas del grupo de periodistas de la Casa Blanca y él se desplazaran en avión al rancho de Johnson para pasar un largo fin de semana con el presidente.
A media mañana del sábado se dio una rutinaria rueda de prensa y a los periodistas se les informó de que ese día no había actos oficiales programados para Johnson.
En un momento dado, este, conduciendo un Lincoln descapotable blanco, como hacía a menudo, se acercó al corrillo de periodistas a toda velocidad, frenó en seco, abrió la puerta del copiloto (todas las miradas estaban clavadas en él), gritó: “¡Wicker!” y le hizo una seña para que se montara.
Tom subió al coche y los dos se alejaron por una carretera polvorienta.
Ninguno de los dos decía nada.
Al cabo de un rato, Johnson frenó de nuevo y se detuvo junto a unos árboles.
Dejó el motor al ralentí, se bajó, dio unos pasos hacia los árboles, se detuvo, se bajó los pantalones y defecó allí mismo, a plena vista. El presidente se limpió con unas hojas, se subió los pantalones, se montó en el coche, dio media vuelta y regresó a toda velocidad junto al corro de periodistas.
Una vez allí, tras otro brusco frenazo, Tom se bajó del coche.
Todo ello tuvo lugar sin que mediara una sola palabra.
Yo viviría mi propio momento Wicker, pero sin las lamentaciones, después de que Nixon abandonara la Casa Blanca con deshonra
el 9 de agosto de 1974 para regresar a su residencia de San Clemente,
California, en primera línea de mar.
Unas semanas después me llamó
alguien relacionado con un hospital cercano en California y me dijo que
la esposa de Nixon, Pat, había sido atendida en urgencias pocos días
después de la salida del presidente de Washington.
Según contó a los
médicos, su marido la había golpeado.
Puedo decir que la persona que me
hablaba manejaba una información muy precisa sobre el alcance de las
lesiones y sobre la indignación del facultativo de guardia que la trató.
Yo no tenía ni idea de qué hacer con aquella información, si es que
debía hacer algo, pero me mantuve fiel a la vieja máxima del City News
Bureau:
“Si tu madre te dice que te quiere, contrástalo”.
Yo, a mediados
de 1974, ya había llegado a conocer bastante bien a John Ehrlichman,
así que le llamé y le expliqué, facilitándole más datos de los que
incluyo aquí, lo que le había ocurrido a Pat Nixon en San Clemente.
Ehrlichman me asombró respondiéndome que tenía conocimiento de dos
incidentes previos en los que Nixon había agredido a su mujer.
La primera vez fue 10 días después de perder las elecciones a
gobernador de California en 1962, momento en que declaró amargamente
ante la prensa que aquella era su última contienda electoral y que
“Nixon ya no se dejaría apalear más”.
Una segunda agresión tuvo lugar
durante los años de Nixon en la Casa Blanca.
Yo no publiqué la noticia en su momento y no recuerdo haber hablado de
ella con los redactores de la delegación de Washington. Sí pensé en
convertir lo que sabía en una nota al pie de un libro posterior sobre
Kissinger, pero finalmente decidí no hacerlo. Abordé el hecho una vez
más durante una charla que tuvo lugar en 1998 con colegas periodistas en
la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard.
El tema que se
trataba era el del solapamiento de vida privada y vida pública, y yo
expliqué que habría publicado lo de las agresiones si hubieran sido un
ejemplo de por qué su vida personal afectaba a sus políticas, pero no
había prueba del vínculo.
Añadí que no se trataba de un caso en el que
Nixon hubiera ido en busca de su mujer con intención de golpearla y, al
no encontrarla, hubiera decidido bombardear Camboya.
“¿Y si hubiera cometido otro delito?”, me preguntaron. “¿Y si hubiera atracado un banco?”.
Lo único que pude responder fue que en aquella época, en mi ignorancia, no veía el incidente como un delito.
Mi respuesta no resultó satisfactoria.
Entonces no comprendía, como sí comprendían las mujeres que me cuestionaban, que lo que Nixon había cometido era un acto delictivo.
Yo debería haber informado de lo que sabía en su momento o, si al hacerlo hubiera comprometido a mi fuente, haberme asegurado de que lo hiciera otra persona.
Seymour M. Hersh es un periodista de investigación
estadounidense cuyos trabajos ayudaron a destapar desde la masacre de My
Lai en Vietnam hasta las torturas en la prisión de Abu Ghraib en Irak.
Este extracto pertenece a sus memorias ‘Reportero’, que publica la
editorial Península el 18 de junio. Traducción de Juanjo Estrella.
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