La gente que abarrotaba los jardines del Palacio Real de Pedralbes estaba allí por simpatía, para demostrar su amor por un personaje querido y admirado en la ciudad.
En Estados Unidos a Woody Allen
ya lo han echado a la hoguera y han prendido la pira sin esperar
resultados judiciales.
Hasta la poderosa Amazon se ha cebado con el cineasta.
Por aquí, en cambio, los juicios mediáticos paralelos y las habituales difamaciones en redes sociales han intentado hacer su trabajo con maléfica precisión, pero no parecen haber conseguido gran cosa.
Como mínimo no en Barcelona.
Hasta la poderosa Amazon se ha cebado con el cineasta.
Por aquí, en cambio, los juicios mediáticos paralelos y las habituales difamaciones en redes sociales han intentado hacer su trabajo con maléfica precisión, pero no parecen haber conseguido gran cosa.
Como mínimo no en Barcelona.
Woody
Allen fue el primero en agotar las entradas del festival Jardins de
Pedralbes y se pusieron a la venta en un momento de ebullición mediática
a su alrededor.
Las más de tres mil personas que ayer asistieron a su
actuación no parecieron en ningún momento arrastradas por el morbo de
ver al monstruo depredador en vivo, ni mucho menos.
La gente que
abarrotaba los jardines del Palacio Real de Pedralbes estaba allí por
simpatía, para demostrar su amor por un personaje querido y admirado en
la ciudad.
Y lo hizo calurosamente aunque en el aspecto musical, y
siendo generosos, la cosa no pasara de mediocre.
A la entrada de los jardines muchos se hicieron la
foto de rigor con su enorme figurón de cartón a tamaño natural; una
empleada del festival te podía hacer la foto con tu propio móvil para
que no fuera necesario recurrir a selfies excesivamente forzados.
Es sabido que el público no va a un concierto de Woody
Allen por la música.
Mientras paseaban por el sumamente agradable
entorno de los jardines, con sus bares, tumbonas, estanques animados por
el croar de alguna rana y un par de escenarios alternativos, muchos se
preguntaban qué iba a tocar el cineasta asustados por el programa de
mano en el que se especificaba que "volvía a Barcelona sin un repertorio
predeterminado".
No, lo importante no es lo que vaya a tocar, ni
siquiera cómo lo toque, lo importante es que esté allí, verle en carne y
hueso y, sin duda, después poder explicarlo a las amistades que se
quedaron sin entrada.
Y Woody Allen volvió a escenificar su papel.
El de
clarinetista aficionado, él siempre se ha tildado a sí mismo de
aficionado, pasando el rato en algún tugurio de Nueva Orleans antes de
que la marina estadounidense cerrara el barrio de Storyville, donde
estaban los garitos, y expulsara de la ciudad a putas y músicos de jazz.
Y hace muy bien su papel de aficionado: en ningún momento da muestras
de saber tocar el clarinete, ni se esfuerza por conseguir sacarle algún
sonido que no sea molesto para el oído y desentone con el resto de la
banda.
Rodeado del solvente sexteto de su amigo Eddy Davis,
Allen recorrió viejos estándares de dixieland.
Música sencilla y
efervescente que hasta consiguió que el público marcara el ritmo con sus
pies contra las gradas.
Davis hasta cantó alguna entrañable
cancioncilla mientras Allen parecía dormitar en su silla.
Lo parecía ,
pero no estaba dormido, llegado el momento saltaba como un resorte y se
incorporaba a la banda y hasta tomaba con total naturalidad algún solo.
Setenta y cinco minutos exactos, despedida y, tras la insistencia del
público que no había tenido suficiente, regreso para la obligatoria
tanda de bises.
Misión cumplida. Ahora Allen ya puede seguir buscando
localizaciones para rodar su siguiente película en España.
Aquí, vista
la reacción del público, no va a tener el menor problema.
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