Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

11 may 2019

“Soy Madrid porque nací en Cádiz”: Lee íntegro el pregón de Elvira Lindo en las fiestas de San Isidro 2019

La escritora gaditana anunciará este año al público el comienzo de los festejos por el patrón de Madrid.

Ambiente en la pradera de San Isidro, en las fiestas de 2018.
Ambiente en la pradera de San Isidro, en las fiestas de 2018.
La escritora gaditana Elvira Lindo, de 57 años, es la persona elegida por el Ayuntamiento de Madrid para leer el pregón de las fiestas de San Isidro de 2019. 
Lindo se afincó en Madrid junto a su familia cuando tenía 12 años. Desde entonces, ha desarrollado en la capital la mayor parte de su trabajo, donde estudió Periodismo en la Universidad Complutense. Se pateó las calles madrileñas en 1981, momento en el que empezó a trabajar en Radio Nacional de España (RNE). 
En 1998 ingresó como redactora en la plantilla de EL PAÍS, en la sección de local.
 Es autora de más de 15 libros, entre ellos, Manolito gafotas, que le catapultó en 1994.


Ambiente en la pradera de San Isidro, en las fiestas de 2018.
Ambiente en la pradera de San Isidro, en las fiestas de 2018.
La escritora gaditana Elvira Lindo, de 57 años, es la persona elegida por el Ayuntamiento de Madrid para leer el pregón de las fiestas de San Isidro de 2019.

Lea a continuación el discurso:
No busco Madrid porque Madrid va siempre conmigo. Soy su esencia, soy Madrid. 
Soy Madrid porque, como decía Galdós, el madrileño, la madrileña, es fruto de andaluz y aragonesa, o viceversa, y con eso quería decir que Madrid asume sin trauma que sus ciudadanos hayamos nacido en cualquier lugar de España o del mundo.
 Soy Madrid porque nací en Cádiz.
Soy Madrid porque jamás vi a mis padres perdidos o desarraigados, jamás acomplejados por llegar de fuera. Ellos, de inmediato, fueron madrileños.
 Lo eran porque la mayoría de nuestros vecinos venían de Extremadura, de Andalucía, de Castilla, de Aragón, ¿quién habría entonces de sentirse pueblerino o provinciano? 
Los abuelos y las abuelas de mi barrio atestiguaban con su presencia que casi todo el mundo tenía un pueblo esperando para los días de verano, y eso de tener un pueblo te daba una categoría, pero tras un año de vivir en esta ciudad, Madrid te había puesto el sello y ya no había forma de eludir su influjo.
Y no es que te hubieras hecho de Madrid, es que ya eras Madrid, y te movías por los descampados y jugabas en los parques pelados de árboles con el mismo orgullo que si se tratara de un territorio histórico, adoptabas el acento del barrio imitando a los otros niños y cuando volvías al pueblo por vacaciones te dabas cuenta de que eras madrileña porque así te nombraban: “la de Madrid”.
Soy Madrid desde que llegara en 1973 a un piso del barrio de Moratalaz.
 Al piso que compraron mis padres con el dinero que les tocó en la lotería del Niño justo cuando yo nací.
 Desde la terraza de ese piso pagado con un dinero caído del cielo se contemplaba la ciudad como desde una atalaya.
 Mi padre enseñaba aquel tesoro nuestro a las visitas. Era, decía, como si nos hubiera tocado de nuevo la lotería.
Salía a la terraza y
Una mujer sostiene un parasol vestida de chulapa junto a otras compañeras.
Una mujer sostiene un parasol vestida de chulapa junto a otras compañeras.
alzaba los dos brazos señalando aquella vista espléndida, que debía con toda justicia añadirse a nuestra enciclopedia de las Siete Maravillas del Mundo:
 ¡Madrid, Madrid! Y sí, ahí estaba, más allá de los descampados que recorrían la carretera de Valencia se intuía tras la bruma una vida urbana incesante, que poco tenía que ver con la monotonía de nuestro barrio solo alterada por los juegos de los niños.

Pero yo, en aquellos años de niñez, nunca echaba de menos aquel Madrid histórico y central. 
Me gustaba que me pasearan por allí como a la niña a la que llevan al parque de atracciones, pero luego disfrutaba de un placer muy íntimo al volver a la seguridad de mi barrio, que yo sentía como un pueblo en el que podía perderme sin sentirme perdida.
 Un barrio es, para un niño, el centro del mundo.
Para mí lo era: yo tenía mi colegio, al cual los chiquillos como una bandada de pájaros; la panadería, a la que nos lanzábamos en tromba a la salida; la biblioteca pública, que hizo tantos niños lectores y el mítico cine Moratalaz, al que acudíamos los niños del barrio en aluvión los viernes por la tarde, a la sesión doble infantil, sin madres que nos protegieran ni maestras que nos pastorearan.
Y, por supuesto, el polideportivo, donde pasábamos gran parte del verano, torrándonos, porque no había ni un árbol, y sorteando dignamente a los macarras que celebraban con escándalo y burricie el paso de las chicas camino del agua.
Unos niños vestidos de chulapos juegan en la pradera de San Isidro el 15 de mayo de 1997.
Unos niños vestidos de chulapos juegan en la pradera de San Isidro el 15 de mayo de 1997.
Tuvimos la suerte de gozar de una libertad que ahora parece de otro siglo. 
Es de otro siglo. Hablo de mi infancia y de mi barrio porque ese fue mi bautismo como madrileña, y la mirada que tengo sobre esta ciudad estuvo y estará siempre condicionada por ese inicio periférico. 
Incluso en la concepción que tengo de la belleza aún persiste hoy aquella visión mía infantil del barrio, en la que no cabía distinguir entre lo bonito y lo feo, porque por encima estaba lo habitable, lo reconocible como territorio propio, lo familiar, lo seguro.
 Y este cielo de Madrid que todo lo iluminaba y lo embellecía.

Ambiente en la pradera de San Isidro, en 2018. 
Ambiente en la pradera de San Isidro, en 2018.

Madrid, el Madrid que paseamos cada uno por las aceras, tiene una manera de ir por la calle.

 Los madrileños somos dueños del asfalto, como si estuviéramos demostrando en nuestro andar decidido y soberano aquellos versos de Gloria, la de Lavapiés, Gloria Fuertes, cuando decían, “Madrid es mi asfalto”, que es como otros hablan de su tierra, pero de manera más canallesca y cimarrona.

 Madrid, los muchos Madriles que cada uno representa, sabe ir por la calle con mucho arte y no ha perdido esa capacidad mundana, popular y callejera con la que brujuleaban de un lugar a otro los personajes de Galdós o los de Valle Inclán. “Cada cual lleva consigo su novela”, decía Galdós. “Cada uno, diría yo, lleva consigo su Madrid”. 

Conocí a Tierno Galván y luego cubrí su entierro con palabras de enorme sentimentalidad y mala poesía. 
Salí a captar el sonido de la calle la noche de la primera victoria socialista del 82 y también participé con alegre determinación sindicalista en la huelga general del 88.
 Entrevisté a esos personajes de la Movida que tocaron la gloria que luego en su mayoría se quedarían en nada. 
Pero yo no era una moderna, yo era la chica de un barrio de Madrid con el pelo teñido de rojo o de negro chinesco, con los
labios pintados casi de morado, que después de zascandilear por el centro, tomaba el autobús y me volvía a casa. 
El autobús o un taxi, porque en los tiempos de tantas seductoras y peligrosas dependencias, mi vicio se centraba en el taxi y el vermú.
Los camareros del bar Murillo, situado frente a la radio, en la calle Huertas, me ponían el vermut en la barra según me veían salir de trabajar.
 Eso no lo puede decir mucha gente con 21 años. Yo era alguien en esta ciudad antes de que el público me conociera.
 Y me afanaba para llegar a ser la chica más zascandila y sabelotodo de la Villa.
A mí me venía bien todo.
 Mi estilo consistía en no tener un estilo definido, como así es Madrid, en no entender de generaciones.
 Detesto las separaciones generacionales. A Madrid se la conoce frecuentando a viejos y a niños. ¿Os podéis imaginar lo que yo he aprendido de Madrid escuchando a Fernán Gómez, a Haro Tecglen, a Paco Valladares, a María Dolores Pradera, Mingote, Carmen Martín Gaite, María Asquerino, Jaime de Armiñán, Elena Santonja, Josefina Aldecoa o Gila? 

Andaba mucho. A veces me volvía a mi barrio andando para concentrarme en alguna fantasía, en algún amor no correspondido o en la idea de ser escritora que, finalmente, se quedaba en eso, en un proyecto, porque tenía demasiada ansiedad vital para concentrarme delante de una página en blanco.
 Pero mientras andaba, ay, todo me parecía posible. 
Se me quedó la costumbre infantil, bastante temeraria, de cruzar descampados para acortar el camino, porque en aquel entonces yo no concebía el peligro, era inocente, poco dada a pensar en las consecuencias, por eso entiendo tanto a las chicas que quieren andar solas.
Soy Madrid porque nací en Cádiz, porque mis padres me trajeron aquí a los 12 años, soy Madrid porque soy una Isidra, porque soy de barrio, porque llevo en mí el acento de la calle y me sale cuando estoy alegre o cuando me indigno. 
Soy Madrid porque soy callejera, chula, respondona, reivindicativa, quedona, zascandila, soy Madrid porque Madrid es así y ojalá que jamás deje de serlo.

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