Meghan y Enrique hay que rebautizarlos los duques 'cool'. Humanizan a Isabel II.
Estoy encantado con el nombre seleccionado para el hijo de los duques de Sussex: Archie Harrison Mountbatten-Windsor. Definitivamente, a Meghan y Enrique hay que rebautizarlos los duques cool.
Parecen hacerlo todo bien.
Han traído al mundo a un niño que perfora el blindaje genético de la familia real inglesa.
Humanizan a la bisabuela, Isabel II, y a su marido, sonriendo como si por primera vez hubiera algo mejor que sus caballos ganando apuestas.
También le han dado al Reino Unido la primera buena noticia en tres años de interminable Brexit.
Y, además, bautizan al hijo que muchos esperaban que fuera biracial, con el nombre más pelirrojo del mundo: Archie.
Me encanta Archie.
Así se llama mi personaje de tebeo favorito, un pecoso pelirrojo que, en mi opinión, fingía estar enamorado de la insulsa y archigringa Betty cuando lo que le gustaba era la caña que le daba la archipija y malísima Verónica.
Pero ese no fue mi primer Archie.
Ese sitio lo ocupa Cary Grant, cuyo verdadero nombre era Archibald.
Nacido inglés y pobre, se hizo equilibrista en el circo y así llegó a Nueva York, donde empezó su carrera hacia ser el epítome del estilo masculino trabajando como “acompañante” de señoras maduras.
Encima, el duque de Sussex ha querido ponerle de primer apellido Mountbatten, un homenaje al duque de Edimburgo, que se ha pasado toda su vida lamentando que los hijos que tuvo con la reina, no llevaran su apellido.
Churchill exigió que se llamaran Windsor, porque un apellido alemán no podía identificar a la familia real después de padecer la Segunda Guerra Mundial.
Esto lo sé gracias a The Crown, la ficción que ahora recibe el espaldarazo promocional del renovador nacimiento de Archie.
Tengo la renovada sensación de que surfeamos en una ola de buen rollo.
Archie es una archibuena noticia. Aunque siguen existiendo incertidumbres.
Como el tonteo entre Colate e Isabel Pantoja en el Caribe que podría reventar los índices de audiencia, aunque no está tan claro que llegue entero a Cantora, ese Buckingham rural poblado por fantasmas, canciones y maldiciones de dulces niñeras.
Todo lo demás transcurre en un clima entre divertido y sobresaltado.
En mi opinión se debe a que pasó la hipertensión de las elecciones generales y ahora los políticos están en plena ronda de contactos. Ese inflado buenrollismo, me inquieta.
Pero también me divierte.
Por eso creí entender perfectamente el discurso estético presentado este primer lunes de mayo en la archicélebre Gala del Met.
Para mí no fue solo un desfile o una ronda de contactos. Fue un reseteo ideológico.
Del tamaño de una nueva batalla de superhéroes.
Gracias a Vogue España, pude asistir al pase de prensa de la exposición Camp en el Instituto del Traje del Museo Metropolitano. Esa exposición es el objetivo, o pretexto, de la gala y este año reivindica un término abstracto que Susan Sontag, en su ensayo Notas sobre el Camp, consiguió concretar y transmitir a una generación de gente ansiosa y archirara con una premisa: para ser quien realmente quieres ser tienes que aprender a disfrazarte. Mezclar mal gusto con buen gusto.
Y saber agregarle cierta exageración. Ser camp no va de ir a un camping, aunque puede ser igual de arriesgado.
Y eso intentaron expresar en su ronda de contactos las celebrities de la era Instagram, unas más acertadas, que seguramente recurrieron al audiolibro de Sontag, como Lady Gaga.
Y otras que no entendieron mucho, como Jennifer Lopez que se puso más Las Vegas que nunca y perdió en la ruleta del camp.
Mientras deliberabas qué te gustaba o qué te disgustaba, te entretenías.
Ese es el desafío del camp.
Se extingue lo convencional y se afianza el espectáculo porque es un reto a lo aburrido, a lo políticamente correcto.
Por eso, viene bien ese banquete de espectáculo y de sinsentido. Como me dijo Reinaldo Herrera esa misma noche:
“Estamos viviendo una era de populismo, ¿no?”. “Y de pantallas, para que todo pueda reflejarse”, respondí.
Esa saturación puede generar confusión.
A río revuelto ganancia de pescadores. Por eso esta ronda de contactos de mayo será difícil de olvidar.
Solo me apena que una mujer elegante, como Pitita Ridruejo, que vio a la Virgen María y a Andy Warhol, por separado, en el salón de su casa en Madrid, nos haya dejado y se quedara sin ver este festival.
Quiero entenderlo como una señal de que los archidivinos se marchan cuando llega uno nuevo.
Parecen hacerlo todo bien.
Han traído al mundo a un niño que perfora el blindaje genético de la familia real inglesa.
Humanizan a la bisabuela, Isabel II, y a su marido, sonriendo como si por primera vez hubiera algo mejor que sus caballos ganando apuestas.
También le han dado al Reino Unido la primera buena noticia en tres años de interminable Brexit.
Y, además, bautizan al hijo que muchos esperaban que fuera biracial, con el nombre más pelirrojo del mundo: Archie.
Me encanta Archie.
Así se llama mi personaje de tebeo favorito, un pecoso pelirrojo que, en mi opinión, fingía estar enamorado de la insulsa y archigringa Betty cuando lo que le gustaba era la caña que le daba la archipija y malísima Verónica.
Pero ese no fue mi primer Archie.
Ese sitio lo ocupa Cary Grant, cuyo verdadero nombre era Archibald.
Nacido inglés y pobre, se hizo equilibrista en el circo y así llegó a Nueva York, donde empezó su carrera hacia ser el epítome del estilo masculino trabajando como “acompañante” de señoras maduras.
Encima, el duque de Sussex ha querido ponerle de primer apellido Mountbatten, un homenaje al duque de Edimburgo, que se ha pasado toda su vida lamentando que los hijos que tuvo con la reina, no llevaran su apellido.
Churchill exigió que se llamaran Windsor, porque un apellido alemán no podía identificar a la familia real después de padecer la Segunda Guerra Mundial.
Esto lo sé gracias a The Crown, la ficción que ahora recibe el espaldarazo promocional del renovador nacimiento de Archie.
Tengo la renovada sensación de que surfeamos en una ola de buen rollo.
Archie es una archibuena noticia. Aunque siguen existiendo incertidumbres.
Como el tonteo entre Colate e Isabel Pantoja en el Caribe que podría reventar los índices de audiencia, aunque no está tan claro que llegue entero a Cantora, ese Buckingham rural poblado por fantasmas, canciones y maldiciones de dulces niñeras.
Todo lo demás transcurre en un clima entre divertido y sobresaltado.
En mi opinión se debe a que pasó la hipertensión de las elecciones generales y ahora los políticos están en plena ronda de contactos. Ese inflado buenrollismo, me inquieta.
Pero también me divierte.
Por eso creí entender perfectamente el discurso estético presentado este primer lunes de mayo en la archicélebre Gala del Met.
Para mí no fue solo un desfile o una ronda de contactos. Fue un reseteo ideológico.
Del tamaño de una nueva batalla de superhéroes.
Gracias a Vogue España, pude asistir al pase de prensa de la exposición Camp en el Instituto del Traje del Museo Metropolitano. Esa exposición es el objetivo, o pretexto, de la gala y este año reivindica un término abstracto que Susan Sontag, en su ensayo Notas sobre el Camp, consiguió concretar y transmitir a una generación de gente ansiosa y archirara con una premisa: para ser quien realmente quieres ser tienes que aprender a disfrazarte. Mezclar mal gusto con buen gusto.
Y saber agregarle cierta exageración. Ser camp no va de ir a un camping, aunque puede ser igual de arriesgado.
Y eso intentaron expresar en su ronda de contactos las celebrities de la era Instagram, unas más acertadas, que seguramente recurrieron al audiolibro de Sontag, como Lady Gaga.
Y otras que no entendieron mucho, como Jennifer Lopez que se puso más Las Vegas que nunca y perdió en la ruleta del camp.
Mientras deliberabas qué te gustaba o qué te disgustaba, te entretenías.
Ese es el desafío del camp.
Se extingue lo convencional y se afianza el espectáculo porque es un reto a lo aburrido, a lo políticamente correcto.
Por eso, viene bien ese banquete de espectáculo y de sinsentido. Como me dijo Reinaldo Herrera esa misma noche:
“Estamos viviendo una era de populismo, ¿no?”. “Y de pantallas, para que todo pueda reflejarse”, respondí.
Esa saturación puede generar confusión.
A río revuelto ganancia de pescadores. Por eso esta ronda de contactos de mayo será difícil de olvidar.
Solo me apena que una mujer elegante, como Pitita Ridruejo, que vio a la Virgen María y a Andy Warhol, por separado, en el salón de su casa en Madrid, nos haya dejado y se quedara sin ver este festival.
Quiero entenderlo como una señal de que los archidivinos se marchan cuando llega uno nuevo.
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