Las 'flâneuses' quisieron reivindicar los mismos derechos que el hombre, que tiene derecho a la ciudad sin ser molestado, a tomar la palabra en público.
Leo el ensayo de Anna Maria Iglesia La revolución de las flâneuses
mientras viajo por Italia.
En Italia no hace falta buscar mucho para encontrar rincones hermosos: la belleza en este país es una constante.
Cada paseo por una ciudad regala momentos conmovedores en los que la realidad se suspende por unos segundos y nada me perturba, como si un foco iluminara el objeto de belleza y todo lo demás desapareciera.
Leo el ensayo de Iglesia de trayecto en trayecto y contrasto mi realidad con lo que ella cuenta magistralmente en sus páginas.
En ellas me encuentro con mujeres que quieren viajar y a las que no se lo permiten, que quieren pasear solas por la ciudad sin compañía masculina o sin deberes y tampoco pueden, mujeres que al ocupar la calle son tratadas como prostitutas,
algunas lo son porque no tienen más remedio, me encuentro también con mujeres que quieren ocupar la tribuna pública, política, pero que acaban disfrazándose de hombres para poder hacerlo, mujeres que se atreven y pagan un alto precio por ello.
Son Marie Bashkirtseff, Emilia Pardo Bazán, Flora Tristán, Luisa Carnés, Clara Campoamor, Las Sinsombrero y un largo etcétera.
Ellas quisieron reivindicar los mismos derechos que el flâneur: el hombre que tiene derecho a la ciudad, a transitar por ella sin ser molestado, a observar sin ser visto ni cuestionado, y también, a tomar la palabra en público. La flâneuse es la mujer que lucha por todo ello y no siempre lo consigue.
Yo
he viajado y viajo sola, y sola paseo a veces por la ciudad, tomo la
palabra en público e incomodo con ella, no tengo necesidad de esconderme
detrás de un disfraz masculino para ocupar el espacio que me
corresponde.
En Italia no hace falta buscar mucho para encontrar rincones hermosos: la belleza en este país es una constante.
Cada paseo por una ciudad regala momentos conmovedores en los que la realidad se suspende por unos segundos y nada me perturba, como si un foco iluminara el objeto de belleza y todo lo demás desapareciera.
Leo el ensayo de Iglesia de trayecto en trayecto y contrasto mi realidad con lo que ella cuenta magistralmente en sus páginas.
En ellas me encuentro con mujeres que quieren viajar y a las que no se lo permiten, que quieren pasear solas por la ciudad sin compañía masculina o sin deberes y tampoco pueden, mujeres que al ocupar la calle son tratadas como prostitutas,
algunas lo son porque no tienen más remedio, me encuentro también con mujeres que quieren ocupar la tribuna pública, política, pero que acaban disfrazándose de hombres para poder hacerlo, mujeres que se atreven y pagan un alto precio por ello.
Son Marie Bashkirtseff, Emilia Pardo Bazán, Flora Tristán, Luisa Carnés, Clara Campoamor, Las Sinsombrero y un largo etcétera.
Ellas quisieron reivindicar los mismos derechos que el flâneur: el hombre que tiene derecho a la ciudad, a transitar por ella sin ser molestado, a observar sin ser visto ni cuestionado, y también, a tomar la palabra en público. La flâneuse es la mujer que lucha por todo ello y no siempre lo consigue.
Soy una flâneuse.
Y lo soy gracias a esas mujeres
que comenzaron hace más de cien años a reivindicarse como sujetos
críticos dentro de la esfera pública y empezaron a entender la escritura
fuera del ámbito de lo íntimo, “como una forma de intervención social,
de puesta en escena del yo y, por qué no, como una forma de
transgresión”, señala Iglesia.
Ellas fueron insumisas e incómodas, y
desde esa rebeldía contribuyeron al reforzamiento de la sociedad civil
con una postura feminista: la mujer tenía el mismo derecho que el hombre
al espacio público, también a la palabra pública.
Con una conciencia moderna de lo que significaba escribir,
transformaron eso que llamaban literatura íntima en testimonio, porque,
señala Iglesia,
“dar testimonio es un ejercicio ético que no tiene que
ver con la narración verídica ni detallada de la propia biografía, ni
tampoco con el gesto paternalista que busca dar voz a una comunidad
teóricamente sin voz.
Por el contrario [...], es una manera de romper el
silencio vinculado a una experiencia compartida y, por tanto, una forma
de iluminarse no tanto a sí mismas como sujetos, sino a la experiencia
transmitida”.
Me reconozco en la descripción de la flâneuse porque sé que la
batalla que ellas iniciaron hace cien años no está todavía ganada.
Quedan muchas experiencias compartidas por narrar, muchas formas de
insubordinarnos contra el poder patriarcal, todavía debemos reivindicar
el derecho a vivir libres y sin miedo en nuestras ciudades, a defender
la libertad de hacer con nuestro cuerpo lo que nos dé la santa gana,
desde correr por un parque sin que nos agredan hasta tener el control de
nuestra capacidad reproductiva.
“Debemos ser y seguir siendo paseantes
incómodas”, propone Anna Maria Iglesia.
Yo, ni quiero ni puedo ser otra
cosa.
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