Como el personaje de Otelo, muchos políticos actuales saben que basta con deslizar una duda en la mente de alguien para que aquélla la invada entera.
EN LAS VIDAS de las personas y de las sociedades siempre hay
problemas, discrepancias, angustias, dificultades.
Surgen por sí solos y
son parte ineludible de esas vidas, en las que casi nadie está
plenamente satisfecho.
Por eso son tanto más intolerables y condenables
los individuos y los políticos que, lejos de ponerse manos a la obra e
intentar remediarlos, se dedican a añadir, crear o inventar más
problemas, discrepancias, angustias y dificultades.
Vivimos una época en
la que proliferan tales políticos.
Son los que, sin apenas motivo ni
base, “vierten su pestilencia en los oídos”, por parafrasear las
palabras de Yago.
Estamos rodeados de Yagos.
Quizá no tengan muy presente el Otelo de Shakespeare.
Puede que muchos jóvenes ni siquiera lo hayan leído ni visto representado.
Recordémoslo un poco, por si acaso.
Otelo, moro y general de Venecia, se ha casado a escondidas con
Desdémona, hija de un senador al que poca gracia hace esa unión, por
cuestiones de origen y raza.
Pero no le queda más remedio que aceptar
los hechos consumados, y al fin y al cabo Otelo goza de reputación por
sus victorias.
El conflicto “natural” es por tanto menor, y pronto se ve
neutralizado.
Claro está que si no hubiera más no habría tragedia, las
cuales son emotivas en la ficción, pero en la realidad una desdicha.
Yago está resentido porque su superior Otelo ha nombrado lugarteniente a
Cassio y no a él, al que ha relegado al cargo de abanderado.
Poca cosa
en el fondo (hablé hace semanas de que cualquiera puede estar resentido,
hasta los más poderosos y afortunados: véase Trump, sin ir más lejos),
pero suficiente si el despecho se convierte en el motor de nuestras
acciones.
Yago ha pasado a la historia como la encarnación de la
astucia, de la intriga, de la frialdad, de la calumnia y, sobre todo, de
la insidia. Para él, toda pasión es controlable, para caer en ellas se
precisa “un consentimiento de la voluntad”.
Si la voluntad no consiente,
no hay amor ni lascivia ni ambición que valgan, todo eso es reprimible,
desviable, encauzable, descartable.
Pero sabe que pocos humanos niegan su
“consentimiento”, y cuán fácil le resulta al individuo taimado, como él,
inducirlos, engañarlos, instigarlos y manipularlos.
Sabe que basta con
deslizar una duda o una creencia en la mente de alguien para que
aquéllas la invadan entera, sobre todo si son bien alimentadas.
El
veneno va penetrando. Nada hay reprobable en el comportamiento de
Desdémona, que de hecho ama cabalmente a su marido;
y sin embargo entre
los dos cónyuges se abre un abismo sin el menor fundamento, excavado en
la nada.
Se pueden inventar sospechas y desconfianzas, se puede
persuadir a cualquiera de que lo que no es, es; y de que lo que es, no
es.
Dice Yago al hablar de Desdémona: “Yo convertiré su virtud en brea”,
es decir, “la haré aparecer como una sustancia negra y viscosa”.
Hoy la pestilencia no se vierte con susurros al oído, sino que se
proclama a los cuatro vientos en las pantallas y en las redes sociales.
Los Yagos no actúan furtivamente, sino bajo los focos, como Putin.
Pero
no por eso son menos Yagos: gente que crea y fomenta disensiones y odios
donde no los hay, o sólo en escaso grado hasta que los magnifican
ellos.
Si uno bien mira, no había ninguna razón objetiva y de peso para
que un analfabeto tiránico como Trump triunfara.
¿Acaso estaban las cosas fatal con Obama? Hasta la economía era
boyante.
¿Estaba mal Gran Bretaña en la Unión Europea? Es obvio que va a
estar peor y a ser más pobre fuera de ella.
¿Estaba Cataluña oprimida
hace seis años, cuando se inició el procés, o lo está ahora?
Es
un país tan libre como el que más en Europa. ¿No se le permitía votar,
como claman los Yagos independentistas?
No ha cesado de votar todo lo
votable durante los últimos cuarenta años.
¿Son los inmigrantes una verdadera amenaza para Europa
o los Estados Unidos, como braman Salvini y Casado?
No de momento, más
bien son necesarios.
La nación más agresiva con ellos, Hungría, alberga
tan sólo un 4% o 5% de extranjeros, pero allí hay un Yago notable
llamado Orbán,
¿Nuestra democracia parlamentaria es abyecta y franquista, como
sostienen Pablo Iglesias y sus acólitos, esa cofradía de Yagos?
¿Hay que
acabar con ella, que ha permitido a España las mejores décadas de su
larga historia? ¿A santo de qué?
¿Por resentimientos particulares?
Siempre hay defectos, injusticias, desigualdades.
Cierto que la brutal
recesión económica los gobernantes la han cargado sobre las espaldas de
las clases medias y bajas, empobreciéndolas.
Pero ¿es eso suficiente
para derribar el edificio entero, sobre todo cuando no está listo —qué
digo, ni concebido— el que habría de sustituirlo? Cuando Otelo asume que
va a matar a Desdémona, se despide de su vida anterior con amargura:
“Desde ahora, y para siempre, adiós a la mente tranquila, adiós al
contento… La ocupación de Otelo ha terminado”.
¿Desea la gente entonar
esta despedida, aquí, en Italia, en América o en Gran Bretaña, en
Polonia, en Brasil o Hungría, en Francia? ¿“A partir de ahora, y para
siempre…”? Yago lo confiesa al principio:
“Yo no soy lo que soy”.
Ninguno de estos políticos son lo que son o dicen ser, aunque se exhiban
y vociferen.
También en la exhibición y en la vociferación se esconde
uno, y engaña, difama
y emponzoña.
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