si fallan, los pretendientes son ejecutados.
Los enigmas son imposibles de resolver, pero la princesa es bellísima y los jóvenes presuntuosos, de manera que la flor y nata de los príncipes del mundo va cayendo bajo el hacha del verdugo. ¿Y por qué es así de cruel la hermosa dama?
Pues porque una antepasada suya fue violada y asesinada por un príncipe tártaro, y Turandot ha decidido castigar a los varones.
El libreto es de 1920 y está escrito por dos hombres: resulta interesante que hicieran esta fábula sobre una princesa decidida a vengar las eternas atrocidades cometidas contra las mujeres.
En realidad la ópera Turandot es la cara opuesta del cuento-marco de Las mil y una noches.
Sahriyar es un monarca sasánida que, tras descubrir que su esposa le engaña con un esclavo, ordena ejecutar a ambos.
Lleno de rencor contra las mujeres, decide desflorar cada noche a una doncella y degollarla al amanecer.
En tan espantoso quehacer pasa tres años; los padres, desesperados, abandonan el reino con sus hijas.
Llega un día en el que el visir es incapaz de encontrar una virgen, y teme por su propio cuello.
Entonces la bella y muy inteligente hija del visir, Sherezade, se ofrece a pasar la noche con el feroz carnicero:
“Si vivo, todo irá bien, y si muero, serviré de rescate a las hijas de los musulmanes y seré la causa de su liberación”.
Ya saben lo que ocurre: Sherezade le va contando cuentos al monarca, dejando la narración cada amanecer en un punto tan interesante que el rey pospone el asesinato una y otra vez.
A veces, cuando me abruma el peso de la inacabable e incomprensible brutalidad contra las mujeres, recuerdo a Sherezade.
A veces me hago agudamente consciente de la bárbara irregularidad en la que vivimos, del feminicidio en marcha.
De los tres millones de niñas a las que rebanan el clítoris cada año; de las muchachas quemadas vivas por no querer casarse con un viejo.
De las niñas y mujeres violadas, apaleadas, mutiladas, rociadas con ácido, vendidas como ganado, usadas como esclavas sexuales, torturadas, empaladas, con los dientes arrancados y los huesos rotos.
De todas esas hembras cubiertas por espesos velos, encerradas en sus casas, privadas de educación y de los más básicos derechos.
A veces todo ese inconcebible horror y ese dolor caen sobre mí desde el principio de los tiempos, millones y millones de víctimas aullando por las que nadie ha hecho nada.
La comunidad internacional ha presionado e impuesto sanciones económicas a regímenes nefastos, como, por ejemplo, cuando el apartheid de Sudáfrica.
Pero ante el constante genocidio de media humanidad nunca ha actuado.
Antes al contrario, la mujer siempre ha sido un comodín de intercambio si hay que firmar un acuerdo con los talibanes, por ejemplo, ya no se vuelve a mencionar la cuestión femenina.
¿Cómo es posible que estemos consintiendo esta situación? ¿Cómo no protestamos?
Un asesinato tan atroz e insensato como el de Laura Luelmo vuelve a dejarnos tiritando y preguntándonos, una vez más, qué rincón de tinieblas tiene el corazón de algunos hombres para actuar así.
La demencial crueldad del rey Sahriyar describe un impulso feminicida tan viejo como el mundo.
“Los mitos y los cuentos nos hablan en el lenguaje de los símbolos y representan el contenido inconsciente”, dice el psiquiatra Bruno Bettelheim.
Lo que pretende Sherezade es salvarnos a todas, y no sólo de la degollina ordenada por el rey, sino de la incomprensión de los hombres, de la brutalidad y la violencia.
Al cabo de las mil y una noches de conversación, Sahriyar ha tenido tres hijos con la joven, se ha enamorado de ella y ha superado su horrible instinto asesino (ha “curado su depresión”, dice Bettelheim).
Por fortuna, se diría que estamos empezando a abrir los ojos ante el horror, y no sólo las mujeres, sino también los muchísimos hombres de corazón blanco que en los últimos años se han incorporado al movimiento antisexista (también a Turandot la salva el amor). Puede que esté llegando el momento de Sherezade.
No hay comentarios:
Publicar un comentario