HE AQUÍ un símbolo de la respetabilidad, de la autoridad moral, del
orden.
Observen cómo brilla el suelo de mármol, recién encerado, y cómo se reflejan en él los cuerpos de quienes permanecen de pie, dispuestos a impartir justicia cuando les abran la oficina.
En ese suelo, como decían nuestras abuelas, se podría comer un cocido.
Se levanta uno ansioso porque sí, porque ha hecho del desasosiego una forma de vida, y al contemplar esta imagen en el periódico comprende que no tiene derecho a la ansiedad.
Después de todo, estos señores tan aseados cuidan de nosotros. Observen sus togas de alpaca, sus puñetas almidonadas y admiren ese conjunto de insignias, condecoraciones y medallas que caen en cascada por sus pechos.
Todo ese oro debería tranquilizarnos por lo que significa traducido en quilates de honorabilidad.
Imaginen a estos hombres en sus casas, al caer la tarde, de regreso de un trabajo al que se han visto obligados a acudir vestidos con esta pulcritud, y no en vaqueros, como usted o como yo.
Ahora deben quitarse todo lo que llevan encima y colocarlo cuidadosamente en los lugares adecuados, cada emblema en su cajita almohadillada, cada prenda de vestir en su percha.
Sus armarios deben de parecer pequeñas vitrinas de museos dedicados a una cultura de cuya grandeza no somos conscientes.
Si yo fuera médico, tendría en mi consulta esta fotografía para mostrársela a los pacientes que vinieran a por unos gramos de Valium u Orfidal.
¿Qué mayor sosiego que el que provocan estos rostros tan limpios, esos cuerpos tan bien articulados, esa indumentaria impoluta?
Observen cómo brilla el suelo de mármol, recién encerado, y cómo se reflejan en él los cuerpos de quienes permanecen de pie, dispuestos a impartir justicia cuando les abran la oficina.
En ese suelo, como decían nuestras abuelas, se podría comer un cocido.
Se levanta uno ansioso porque sí, porque ha hecho del desasosiego una forma de vida, y al contemplar esta imagen en el periódico comprende que no tiene derecho a la ansiedad.
Después de todo, estos señores tan aseados cuidan de nosotros. Observen sus togas de alpaca, sus puñetas almidonadas y admiren ese conjunto de insignias, condecoraciones y medallas que caen en cascada por sus pechos.
Todo ese oro debería tranquilizarnos por lo que significa traducido en quilates de honorabilidad.
Imaginen a estos hombres en sus casas, al caer la tarde, de regreso de un trabajo al que se han visto obligados a acudir vestidos con esta pulcritud, y no en vaqueros, como usted o como yo.
Ahora deben quitarse todo lo que llevan encima y colocarlo cuidadosamente en los lugares adecuados, cada emblema en su cajita almohadillada, cada prenda de vestir en su percha.
Sus armarios deben de parecer pequeñas vitrinas de museos dedicados a una cultura de cuya grandeza no somos conscientes.
Si yo fuera médico, tendría en mi consulta esta fotografía para mostrársela a los pacientes que vinieran a por unos gramos de Valium u Orfidal.
¿Qué mayor sosiego que el que provocan estos rostros tan limpios, esos cuerpos tan bien articulados, esa indumentaria impoluta?
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