Con Rosalía se agotan las hipérboles y los superlativos en una industria que no se casa con nadie que no acredite dote y que no tiembla al devorar a sus hijos si les salen rana.
Hasta hace días, Rosalía, así, a secas, era Rosalía de Castro, la
divinidad del XIX.
Hoy hay que estar muerto para ignorar que Rosalía, así, a secas, es Rosalía Vila, la diosa del XXI si hacemos caso a sus exégetas. Puede gustarte o cargarte.
Puedes, como algunos, dedicarte a contar lo que pasa y fingir que ni la conoces ni falta que te hace.
Pero asistimos al nacimiento —vale, fabricación— de una diva planetaria.
Conciertos multitudinarios, contratos multimillonarios, actuaciones globales, famosos mundiales confesándole amor inconmensurable. Rosalía agota hipérboles y lisonjas en una industria que no se casa con nadie ni tiembla si tiene que devorar a sus hijos.
La aludida, 25 añitos, parece haber estado ahí siempre.
Da todas las entrevistas, se hace todas las fotos, dice que sí a todo, o no sabemos a todo lo que se niega.
Hablé con ella hace un mes. Ya había navajazos por estar en su órbita.
Me pareció más niña que mujerona. Después la he visto hasta en la sopa, cierto. Siempre sin un pero ni un dengue ni una queja. En lo suyo manda ella, dice, y parece cierto.
Es sabido que nadie puede exigirle tanto a nadie como a uno mismo. Llegará lejos.
Ya lo ha hecho. Tiene un talento fuera de duda, la ambición necesaria y el poder de ponerte la piel de gallina.
Si está ebria de éxito no la culpo.
Ha de ser estupefaciente que tus ídolos te muestren su arrobo. Circula un vídeo en el que Pedro Almodóvar, asomado al pasillo por el que la doña sale a escena, trata de que se le pare como si él fuera el fiel y ella la Virgen a la que cantarle una saeta.
“Rosalía, guapa, que soy Pedro”, insiste, devotísimo, mientras la diva sigue su camino.
Estoy segura de que estaba tan en su nube que ni oyó el requiebro de su mito.
Su disco se llama El mal querer, pero hoy es ella la idolatrada.
Dice tener quien le baje los humos y oler a un pelota a la legua. Ojalá conserve ese instinto. Por ahora es aún la otra Rosalía.
Ni más, ni menos.
Hoy hay que estar muerto para ignorar que Rosalía, así, a secas, es Rosalía Vila, la diosa del XXI si hacemos caso a sus exégetas. Puede gustarte o cargarte.
Puedes, como algunos, dedicarte a contar lo que pasa y fingir que ni la conoces ni falta que te hace.
Pero asistimos al nacimiento —vale, fabricación— de una diva planetaria.
Conciertos multitudinarios, contratos multimillonarios, actuaciones globales, famosos mundiales confesándole amor inconmensurable. Rosalía agota hipérboles y lisonjas en una industria que no se casa con nadie ni tiembla si tiene que devorar a sus hijos.
La aludida, 25 añitos, parece haber estado ahí siempre.
Da todas las entrevistas, se hace todas las fotos, dice que sí a todo, o no sabemos a todo lo que se niega.
Hablé con ella hace un mes. Ya había navajazos por estar en su órbita.
Me pareció más niña que mujerona. Después la he visto hasta en la sopa, cierto. Siempre sin un pero ni un dengue ni una queja. En lo suyo manda ella, dice, y parece cierto.
Es sabido que nadie puede exigirle tanto a nadie como a uno mismo. Llegará lejos.
Ya lo ha hecho. Tiene un talento fuera de duda, la ambición necesaria y el poder de ponerte la piel de gallina.
Si está ebria de éxito no la culpo.
Ha de ser estupefaciente que tus ídolos te muestren su arrobo. Circula un vídeo en el que Pedro Almodóvar, asomado al pasillo por el que la doña sale a escena, trata de que se le pare como si él fuera el fiel y ella la Virgen a la que cantarle una saeta.
“Rosalía, guapa, que soy Pedro”, insiste, devotísimo, mientras la diva sigue su camino.
Estoy segura de que estaba tan en su nube que ni oyó el requiebro de su mito.
Su disco se llama El mal querer, pero hoy es ella la idolatrada.
Dice tener quien le baje los humos y oler a un pelota a la legua. Ojalá conserve ese instinto. Por ahora es aún la otra Rosalía.
Ni más, ni menos.
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