No
podemos usar luces eléctricas y radios o aprovecharnos de los modernos
instrumentos médicos y clínicos cuando estamos enfermos y, al mismo
tiempo, creer en el mundo maravilloso del Nuevo Testamento. (Rudolf Bultmann, teólogo alemán)
Jesús y sus discípulos fueron a las aldeas de Cesárea de Filipo. En el camino, Jesús les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?».
Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista.
Otros dicen que eres Elías. Y otros dicen que eres uno de los profetas».
Jesús preguntó de nuevo: «Pero, y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Pedro respondió: «Tú eres el Mesías».
Y Jesús les advirtió con severidad de que no debían decirle esto a nadie. (Evangelio de Marcos)
Cuenta el historiador Tito Livio que Rómulo,
fundador y primer rey de la ciudad de Roma, pasaba revista a las tropas
que desfilaban ante su palco cuando se desató una pavorosa tempestad y
fue rodeado por una espesa nube que ocultó su figura a la vista de
todos, mientras un enorme torbellino se alzaba hacia el cielo. Cuando se
despejó la atmósfera y volvió a brillar el sol, la silla de Rómulo
estaba vacía:
«No se lo volvió a ver sobre la faz de la Tierra», escribe
el cronista.
Los soldados, aterrados y desconsolados al principio, se
tranquilizaron pensando que Rómulo se había convertido en «un dios, hijo
de un dios, rey y padre de la ciudad de Roma».
Un ser celestial a quien
ahora podían implorar favor y protección.
Tito Livio también dice que no todos los
habitantes de Roma quedaron convencidos y algunos hicieron correr la
voz de que la ascensión a los cielos de Rómulo era una patraña.
Afirmaban que la repentina tempestad había servido para que Rómulo fuese
capturado por orden de un grupo de opositores del Senado; tras
ajusticiarlo habrían desmembrado su cuerpo.
Al oír sobre la posibilidad
de que el rey hubiese sido asesinado de manera tan terrible, la plebe
empezó a reunirse en las calles de Roma, presa de la indignación.
Y
también, lo más preocupante para el orden, en el ejército volvía a
cundir el nerviosismo.
Para acallar estos escandalosos rumores, el respetado prohombre Próculo Julio
tomó la palabra ante la multitud: «¡Ciudadanos! Hoy, al despuntar el
alba, el padre de nuestra ciudad bajó del cielo y se apareció ante mí.
[Me dijo] “Ve y di a los romanos que la voluntad del cielo es que Roma
gobierne el mundo”».
El pueblo y el ejército escucharon el discurso con
asombro, pero quedaron por fin tranquilos; aquello confirmaba la
creencia de que su amado rey no había sido descuartizado como un animal,
sino que había alcanzado la inmortalidad que merecía.
Livio, no sin
cierta sorna, comenta sobre aquella revelación: «Es maravilloso el
crédito que se dio a la historia que contó aquel hombre».
No sería la última vez que el repentino anuncio de una resurrección serviría para resolver un problema imprevisto.
La milagrosa ascensión de Rómulo tuvo
lugar, según la mitología romana, en el siglo VIII a.C.
Mucho después, a
mediados del siglo I d.C., otro relato similar empezó a circular de
boca en boca entre pequeñas comunidades de diversas ciudades del
imperio.
El protagonista de aquel relato era un palestino de clase baja
que había pasado casi toda su vida ejerciendo como carpintero en una
insignificante población galilea llamada Nazaret.
Este carpintero,
llamado Yeshúa, había abandonado su trabajo y su hogar
para recorrer Galilea anunciando el inminente cumplimiento de antiguas
profecías recogidas en las escrituras sagradas del judaísmo.
Después se
había trasladado a Jerusalén, capital de Judea, donde tuvo un
encontronazo con las autoridades romanas que por entonces ocupaban el
país.
Puesto que se había hecho conocer como el Mesías, los legionarios
lo habían detenido bajo el cargo de sedición.
Yeshúa fue ejecutado
mediante el procedimiento más humillante y brutal empleado por el
imperio: la crucifixión.
Los primeros textos que mencionan a Jesús datan de unos veinte años después de su muerte y fueron escritos por Pablo de Tarso,
san Pablo, que no conoció a Jesús y revela muy poco, o casi nada, sobre
su biografía (más allá de que había sido crucificado y algún otro
detalle).
Los primeros relatos «biográficos» sobre Jesús, que en
realidad eran textos de carácter doctrinal, fueron escritos medio siglo
después de su muerte.
Fueron redactados en griego, un idioma distinto al
que Jesús hablaba, por personas que habitaban regiones alejadas de su
tierra. Lo que sabemos sobre Jesús, pues, lo escribieron de oídas
autores que manejaban información que había viajado de boca en boca
durante décadas, con la distorsión de información que eso conlleva. Aun
así, los historiadores actuales suelen coincidir en que existió un Jesús
y que su figura no fue un invento; cosa distinta es cuánto se parecía o
se dejaba de parecer al de aquellos textos que se han conservado.
Jesús de Nazaret (I): El Jesús histórico
No
podemos usar luces eléctricas y radios o aprovecharnos de los modernos
instrumentos médicos y clínicos cuando estamos enfermos y, al mismo
tiempo, creer en el mundo maravilloso del Nuevo Testamento. (Rudolf Bultmann, teólogo alemán)
Tito Livio también dice que no todos los
habitantes de Roma quedaron convencidos y algunos hicieron correr la
voz de que la ascensión a los cielos de Rómulo era una patraña.
Afirmaban que la repentina tempestad había servido para que Rómulo fuese
capturado por orden de un grupo de opositores del Senado; tras
ajusticiarlo habrían desmembrado su cuerpo. Al oír sobre la posibilidad
de que el rey hubiese sido asesinado de manera tan terrible, la plebe
empezó a reunirse en las calles de Roma, presa de la indignación. Y
también, lo más preocupante para el orden, en el ejército volvía a
cundir el nerviosismo.
Para acallar estos escandalosos rumores, el respetado prohombre Próculo Julio
tomó la palabra ante la multitud:
«¡Ciudadanos! Hoy, al despuntar el
alba, el padre de nuestra ciudad bajó del cielo y se apareció ante mí.
[Me dijo] “Ve y di a los romanos que la voluntad del cielo es que Roma
gobierne el mundo”».
El pueblo y el ejército escucharon el discurso con
asombro, pero quedaron por fin tranquilos; aquello confirmaba la
creencia de que su amado rey no había sido descuartizado como un animal,
sino que había alcanzado la inmortalidad que merecía.
Livio, no sin
cierta sorna, comenta sobre aquella revelación: «Es maravilloso el
crédito que se dio a la historia que contó aquel hombre».
No sería la última vez que el repentino anuncio de una resurrección serviría para resolver un problema imprevisto.
La milagrosa ascensión de Rómulo tuvo
lugar, según la mitología romana, en el siglo VIII a.C.
Mucho después, a
mediados del siglo I d.C., otro relato similar empezó a circular de
boca en boca entre pequeñas comunidades de diversas ciudades del
imperio.
El protagonista de aquel relato era un palestino de clase baja
que había pasado casi toda su vida ejerciendo como carpintero en una
insignificante población galilea llamada Nazaret.
Este carpintero,
llamado Yeshúa, había abandonado su trabajo y su hogar
para recorrer Galilea anunciando el inminente cumplimiento de antiguas
profecías recogidas en las escrituras sagradas del judaísmo.
Después se
había trasladado a Jerusalén, capital de Judea, donde tuvo un
encontronazo con las autoridades romanas que por entonces ocupaban el
país.
Puesto que se había hecho conocer como el Mesías, los legionarios
lo habían detenido bajo el cargo de sedición.
Yeshúa fue ejecutado
mediante el procedimiento más humillante y brutal empleado por el
imperio: la crucifixión.
El hoy llamado «Antiguo Testamento», la Biblia hebrea, era un conjunto
de libros que durante siglos habían formado parte de la tradición del
judaísmo previo a Jesús, pero de los que provienen muchas de las
características que se atribuyen a su figura, como el mencionado título
de Mesías.
El Antiguo Testamento no gira en torno a ninguna figura en
particular, exceptuando al propio Dios padre y creador del universo, y
es una mezcolanza de libros muy diferentes entre sí.
En el Nuevo
Testamento, sin embargo, Jesús es la figura central. Ambos conjuntos de
libros forman lo que hoy es la Biblia cristiana. Hasta aquí, nada nuevo.
Pero no siempre fue así. Los veintisiete libros que hoy contiene el
Nuevo Testamento eran solo una parte de los muchos textos cristianos que
circularon por el Imperio romano durante cientos de años, hasta que en
el siglo IV, después de mucho debate, las autoridades eclesiásticas
seleccionaron esos veintisiete como parte del canon, esto es,
del conjunto de textos inspirados por Dios en los que los creyentes
debían centrar su atención.
El resto de textos circulantes, incluyendo
algunos que eran muy populares, empezaron a ser tachados como herejías
o, con suerte, como errores bienintencionados, por una Iglesia cada vez
más centralizada.
Por suerte, unos cuantos de esos textos descartados
han sobrevivido hasta hoy y copias antiguas han sido descubiertas por
arqueólogos, o de manera accidental por otras personas, hasta tiempos
muy recientes.
Es posible que en el futuro aparezca alguno más.
Algunos seguidores de Yeshúa, sin
embargo, aseguraban que su tumba había sido encontrada vacía.
Había
resucitado y ascendido a los cielos y, mediante apariciones a sus
discípulos, había prometido volver para cumplir las promesas mesiánicas
que no había podido llevar a cabo durante su ministerio.
Aunque Yeshúa
había sido judío y también lo eran sus primeros seguidores, la creencia
en su resurrección empezó a diseminarse entre pequeñas comunidades de
gentiles.
Tras unas pocas décadas algunos nuevos seguidores del culto a
Yeshúa, que vivían en otros rincones del imperio, empezaron a escribir,
en griego, las historias que habían oído sobre él.
Estas nuevas
comunidades aguardaban la παρουσία, «parusía» o «advenimiento»,
es decir, la segunda venida de Yeshúa.
Bautizaron el anuncio de su
resurrección e inmediato regreso o como εὐαγγέλιον, «evangelio», término que significa «buena noticia».
No sabemos quiénes fueron los autores de los cuatro evangelios canónicos.
El Evangelio de Juan
fue escrito por alguien que afirmaba llamarse así («Este es el
testimonio de Juan»), pero sin aclarar con exactitud quién era.
Había
muchos Juanes en la época.
La tradición atribuyó este texto a Juan el apóstol,
uno de los doce discípulos de Jesús.
Sin embargo, por varios motivos,
los estudiosos actuales descartan esa atribución.
Los otros tres
evangelios canónicos ni siquiera están firmados, aunque la tradición los
atribuyó a diversas personalidades bien conocidas entre los cristianos
de entonces: Mateo (otro de los doce discípulos de Jesús), Marcos (intérprete y secretario de otro discípulo, Pedro) y Lucas
(ayudante de Pablo de Tarso).
Aunque hoy deben ser considerados textos
anónimos, por cuestión de comodidad nos referiremos a sus autores como
Marcos, Mateo y Lucas, siempre teniendo en cuenta que no fueron ellos
quienes de verdad escribieron esos textos o que, en el caso de Juan, fue
simplemente alguien que se llamaba así.
El primero que mencionó esos
cuatro libros asociados a esos cuatro nombres juntos fue el obispo Ireneo de Lyon, en el año 180.
El Jesús real frente al Jesús histórico
Si usted sale a la calle y pregunta por
Jesús de Nazaret casi cualquier persona, aunque no sea creyente,
recitará un pequeño puñado de datos sueltos que tras casi dos mil años
de tradición están impresos en la memoria colectiva de los occidentales.
Cualquiera sabe algo sobre Jesús, porque el personaje ha estado en
todas partes: la pintura, la escultura, la literatura, la filosofía, el
cine.
Todos tenemos una imagen mental prototípica sobre cómo era su
carácter, sobre el tipo de cosas que hacía y decía.
Todos podemos
recordar algunas de sus frases: «Quien esté libre de pecado, que tire la
primera piedra», «Ama a tu prójimo como a ti mismo», «Al césar lo que
es del césar».
Este es el Jesús de la tradición cultural y religiosa.
Es
el Jesús de Velázquez o el de Jesus Christ Superstar.
Es el Jesús de casi todos los cristianos actuales.
Pero no es el Jesús
real.
Tampoco es el Jesús histórico. Que no son, por cierto, la misma
cosa.
El Jesús tradicional dominó la cultura
occidental durante tantos siglos que a nadie se le ocurría pensar que no
se pareciese al verdadero Yeshúa que vivió en la Palestina del siglo I.
Hoy, los historiadores e incluso algunos teólogos contemplan esos otros
dos conceptos: el Jesús histórico y el Jesús real.
El Jesús real no
dejó rastro material alguno, y de él no sabemos casi nada con absoluta
certeza; más bien suponemos o deducimos cosas. No hay un sepulcro, ni un
esqueleto, ni un mechón de cabello. Tampoco hay escritos firmados por
él; ni siquiera textos escritos por otros, pero atribuidos a su nombre,
ni testimonios contemporáneos, nada sobre él que fuese escrito por
alguien que lo hubiese conocido en persona, ni siquiera alguien que
viviese en su época y hubiese tenido noticia de sus andanzas.
Los primeros textos que mencionan a Jesús datan de unos veinte años después de su muerte y fueron escritos por Pablo de Tarso,
san Pablo, que no conoció a Jesús y revela muy poco, o casi nada, sobre
su biografía (más allá de que había sido crucificado y algún otro
detalle).
Los primeros relatos «biográficos» sobre Jesús, que en
realidad eran textos de carácter doctrinal, fueron escritos medio siglo
después de su muerte.
Fueron redactados en griego, un idioma distinto al
que Jesús hablaba, por personas que habitaban regiones alejadas de su
tierra. Lo que sabemos sobre Jesús, pues, lo escribieron de oídas
autores que manejaban información que había viajado de boca en boca
durante décadas, con la distorsión de información que eso conlleva. Aun
así, los historiadores actuales suelen coincidir en que existió un Jesús
y que su figura no fue un invento; cosa distinta es cuánto se parecía o
se dejaba de parecer al de aquellos textos que se han conservado.
El Jesús histórico es el campo de
trabajo de esos historiadores, que admiten que nunca podremos recuperar
al Jesús real, como tampoco podemos recuperar al Sócrates real. Como dice el estudioso Dale B. Martin, «para mucha gente supone un descubrimiento revolucionario el concepto de que el pasado ya no existe».
La única manera de averiguar cómo era el Jesús real sería viajar en el
tiempo. El Jesús histórico es, pues, un retrato imperfecto e incompleto
que los historiadores tratan de componer mediante el análisis crítico de
la única información más o menos cercana a su época de la que disponen:
el Nuevo Testamento (y, en menor medida, algún que otro texto que no
está en la Biblia cristiana). ¿Por qué usar el Nuevo Testamento como
herramienta, si los propios historiadores son los primeros en afirmar
que no es históricamente fiable?
Primero, porque otros textos son más
tardíos y, cuanto más tardíos, más improbable encontrar en ellos un
rastro de información fiable. En segundo lugar, porque creen que ciertas
informaciones sobre Jesús eran inconvenientes, pero conocidas por todos
los cristianos de entonces, y no podían ser omitidas en unos textos
cuyos autores las recogieron precisamente con el fin de adaptarlas a su
propia visión de cómo debía retratarse a Jesús. Las informaciones
molestas están presentes en sus escritos de manera parecida a como los
argumentos de un político están presentes en el discurso de sus
opositores, que citan esos argumentos no para reforzarlos sino para
intentar retorcerlos y conferirles un nuevo sentido. De hecho, el
cristianismo nació como la justificación de la más molesta de todas las
informaciones sobre Jesús: que había muerto colgado en una cruz de
madera. Desde cualquier perspectiva de la tradición judía tal cosa era
impensable cuando se hablaba de un supuesto Mesías. Había que explicar
por qué el Mesías había sido ejecutado y por qué había hecho ciertas
cosas que no gustaban a los creyentes de la segunda generación, los que
escribieron el Nuevo Testamento.
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