Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

21 nov 2018

Jesús de Nazaret (I): El Jesús histórico

Publicado por
La pasión de Cristo (2004). Imagen: Icon Productions.
No podemos usar luces eléctricas y radios o aprovecharnos de los modernos instrumentos médicos y clínicos cuando estamos enfermos y, al mismo tiempo, creer en el mundo maravilloso del Nuevo Testamento. (Rudolf Bultmann, teólogo alemán)

Jesús y sus discípulos fueron a las aldeas de Cesárea de Filipo. En el camino, Jesús les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». 
Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista.
 Otros dicen que eres Elías. Y otros dicen que eres uno de los profetas». 
Jesús preguntó de nuevo: «Pero, y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
 Pedro respondió: «Tú eres el Mesías». 
Y Jesús les advirtió con severidad de que no debían decirle esto a nadie. (Evangelio de Marcos)
Cuenta el historiador Tito Livio que Rómulo, fundador y primer rey de la ciudad de Roma, pasaba revista a las tropas que desfilaban ante su palco cuando se desató una pavorosa tempestad y fue rodeado por una espesa nube que ocultó su figura a la vista de todos, mientras un enorme torbellino se alzaba hacia el cielo. Cuando se despejó la atmósfera y volvió a brillar el sol, la silla de Rómulo estaba vacía:
 «No se lo volvió a ver sobre la faz de la Tierra», escribe el cronista.
 Los soldados, aterrados y desconsolados al principio, se tranquilizaron pensando que Rómulo se había convertido en «un dios, hijo de un dios, rey y padre de la ciudad de Roma». 
Un ser celestial a quien ahora podían implorar favor y protección.
Tito Livio también dice que no todos los habitantes de Roma quedaron convencidos y algunos hicieron correr la voz de que la ascensión a los cielos de Rómulo era una patraña. 
Afirmaban que la repentina tempestad había servido para que Rómulo fuese capturado por orden de un grupo de opositores del Senado; tras ajusticiarlo habrían desmembrado su cuerpo.
 Al oír sobre la posibilidad de que el rey hubiese sido asesinado de manera tan terrible, la plebe empezó a reunirse en las calles de Roma, presa de la indignación. 
Y también, lo más preocupante para el orden, en el ejército volvía a cundir el nerviosismo.
Para acallar estos escandalosos rumores, el respetado prohombre Próculo Julio tomó la palabra ante la multitud: «¡Ciudadanos! Hoy, al despuntar el alba, el padre de nuestra ciudad bajó del cielo y se apareció ante mí. 
 [Me dijo] “Ve y di a los romanos que la voluntad del cielo es que Roma gobierne el mundo”».
 El pueblo y el ejército escucharon el discurso con asombro, pero quedaron por fin tranquilos; aquello confirmaba la creencia de que su amado rey no había sido descuartizado como un animal, sino que había alcanzado la inmortalidad que merecía.
 Livio, no sin cierta sorna, comenta sobre aquella revelación: «Es maravilloso el crédito que se dio a la historia que contó aquel hombre».

No sería la última vez que el repentino anuncio de una resurrección serviría para resolver un problema imprevisto.
La milagrosa ascensión de Rómulo tuvo lugar, según la mitología romana, en el siglo VIII a.C. 
Mucho después, a mediados del siglo I d.C., otro relato similar empezó a circular de boca en boca entre pequeñas comunidades de diversas ciudades del imperio. 
El protagonista de aquel relato era un palestino de clase baja que había pasado casi toda su vida ejerciendo como carpintero en una insignificante población galilea llamada Nazaret. 
Este carpintero, llamado Yeshúa, había abandonado su trabajo y su hogar para recorrer Galilea anunciando el inminente cumplimiento de antiguas profecías recogidas en las escrituras sagradas del judaísmo. 
Después se había trasladado a Jerusalén, capital de Judea, donde tuvo un encontronazo con las autoridades romanas que por entonces ocupaban el país. 
Puesto que se había hecho conocer como el Mesías, los legionarios lo habían detenido bajo el cargo de sedición. 
Yeshúa fue ejecutado mediante el procedimiento más humillante y brutal empleado por el imperio: la crucifixión.
Los primeros textos que mencionan a Jesús datan de unos veinte años después de su muerte y fueron escritos por Pablo de Tarso, san Pablo, que no conoció a Jesús y revela muy poco, o casi nada, sobre su biografía (más allá de que había sido crucificado y algún otro detalle).
 Los primeros relatos «biográficos» sobre Jesús, que en realidad eran textos de carácter doctrinal, fueron escritos medio siglo después de su muerte.
 Fueron redactados en griego, un idioma distinto al que Jesús hablaba, por personas que habitaban regiones alejadas de su tierra. Lo que sabemos sobre Jesús, pues, lo escribieron de oídas autores que manejaban información que había viajado de boca en boca durante décadas, con la distorsión de información que eso conlleva. Aun así, los historiadores actuales suelen coincidir en que existió un Jesús y que su figura no fue un invento; cosa distinta es cuánto se parecía o se dejaba de parecer al de aquellos textos que se han conservado.

Jesús de Nazaret (I): El Jesús histórico

Publicado por
La pasión de Cristo (2004). Imagen: Icon Productions.
No podemos usar luces eléctricas y radios o aprovecharnos de los modernos instrumentos médicos y clínicos cuando estamos enfermos y, al mismo tiempo, creer en el mundo maravilloso del Nuevo Testamento. (Rudolf Bultmann, teólogo alemán)


Tito Livio también dice que no todos los habitantes de Roma quedaron convencidos y algunos hicieron correr la voz de que la ascensión a los cielos de Rómulo era una patraña. Afirmaban que la repentina tempestad había servido para que Rómulo fuese capturado por orden de un grupo de opositores del Senado; tras ajusticiarlo habrían desmembrado su cuerpo. Al oír sobre la posibilidad de que el rey hubiese sido asesinado de manera tan terrible, la plebe empezó a reunirse en las calles de Roma, presa de la indignación. Y también, lo más preocupante para el orden, en el ejército volvía a cundir el nerviosismo.
Para acallar estos escandalosos rumores, el respetado prohombre Próculo Julio tomó la palabra ante la multitud:
 «¡Ciudadanos! Hoy, al despuntar el alba, el padre de nuestra ciudad bajó del cielo y se apareció ante mí. [Me dijo] “Ve y di a los romanos que la voluntad del cielo es que Roma gobierne el mundo”». 
El pueblo y el ejército escucharon el discurso con asombro, pero quedaron por fin tranquilos; aquello confirmaba la creencia de que su amado rey no había sido descuartizado como un animal, sino que había alcanzado la inmortalidad que merecía. 
Livio, no sin cierta sorna, comenta sobre aquella revelación: «Es maravilloso el crédito que se dio a la historia que contó aquel hombre».
No sería la última vez que el repentino anuncio de una resurrección serviría para resolver un problema imprevisto.
La milagrosa ascensión de Rómulo tuvo lugar, según la mitología romana, en el siglo VIII a.C.
 Mucho después, a mediados del siglo I d.C., otro relato similar empezó a circular de boca en boca entre pequeñas comunidades de diversas ciudades del imperio. 
El protagonista de aquel relato era un palestino de clase baja que había pasado casi toda su vida ejerciendo como carpintero en una insignificante población galilea llamada Nazaret.
Este carpintero, llamado Yeshúa, había abandonado su trabajo y su hogar para recorrer Galilea anunciando el inminente cumplimiento de antiguas profecías recogidas en las escrituras sagradas del judaísmo.
 Después se había trasladado a Jerusalén, capital de Judea, donde tuvo un encontronazo con las autoridades romanas que por entonces ocupaban el país. 
Puesto que se había hecho conocer como el Mesías, los legionarios lo habían detenido bajo el cargo de sedición. 
Yeshúa fue ejecutado mediante el procedimiento más humillante y brutal empleado por el imperio: la crucifixión.
 El hoy llamado «Antiguo Testamento», la Biblia hebrea, era un conjunto de libros que durante siglos habían formado parte de la tradición del judaísmo previo a Jesús, pero de los que provienen muchas de las características que se atribuyen a su figura, como el mencionado título de Mesías. 
El Antiguo Testamento no gira en torno a ninguna figura en particular, exceptuando al propio Dios padre y creador del universo, y es una mezcolanza de libros muy diferentes entre sí.
 En el Nuevo Testamento, sin embargo, Jesús es la figura central. Ambos conjuntos de libros forman lo que hoy es la Biblia cristiana. Hasta aquí, nada nuevo.
 Pero no siempre fue así. Los veintisiete libros que hoy contiene el Nuevo Testamento eran solo una parte de los muchos textos cristianos que circularon por el Imperio romano durante cientos de años, hasta que en el siglo IV, después de mucho debate, las autoridades eclesiásticas seleccionaron esos veintisiete como parte del canon, esto es, del conjunto de textos inspirados por Dios en los que los creyentes debían centrar su atención.
 El resto de textos circulantes, incluyendo algunos que eran muy populares, empezaron a ser tachados como herejías o, con suerte, como errores bienintencionados, por una Iglesia cada vez más centralizada. 
Por suerte, unos cuantos de esos textos descartados han sobrevivido hasta hoy y copias antiguas han sido descubiertas por arqueólogos, o de manera accidental por otras personas, hasta tiempos muy recientes.
 Es posible que en el futuro aparezca alguno más.
Algunos seguidores de Yeshúa, sin embargo, aseguraban que su tumba había sido encontrada vacía. 
Había resucitado y ascendido a los cielos y, mediante apariciones a sus discípulos, había prometido volver para cumplir las promesas mesiánicas que no había podido llevar a cabo durante su ministerio. 
Aunque Yeshúa había sido judío y también lo eran sus primeros seguidores, la creencia en su resurrección empezó a diseminarse entre pequeñas comunidades de gentiles. 
Tras unas pocas décadas algunos nuevos seguidores del culto a Yeshúa, que vivían en otros rincones del imperio, empezaron a escribir, en griego, las historias que habían oído sobre él.
 Estas nuevas comunidades aguardaban la παρουσία, «parusía» o «advenimiento», es decir, la segunda venida de Yeshúa.
 Bautizaron el anuncio de su resurrección e inmediato regreso o como εὐαγγέλιον, «evangelio», término que significa «buena noticia».
No sabemos quiénes fueron los autores de los cuatro evangelios canónicos.
 El Evangelio de Juan fue escrito por alguien que afirmaba llamarse así («Este es el testimonio de Juan»), pero sin aclarar con exactitud quién era. 
Había muchos Juanes en la época. 
La tradición atribuyó este texto a Juan el apóstol, uno de los doce discípulos de Jesús.
 Sin embargo, por varios motivos, los estudiosos actuales descartan esa atribución.
 Los otros tres evangelios canónicos ni siquiera están firmados, aunque la tradición los atribuyó a diversas personalidades bien conocidas entre los cristianos de entonces: Mateo (otro de los doce discípulos de Jesús), Marcos (intérprete y secretario de otro discípulo, Pedro) y Lucas (ayudante de Pablo de Tarso). 
Aunque hoy deben ser considerados textos anónimos, por cuestión de comodidad nos referiremos a sus autores como Marcos, Mateo y Lucas, siempre teniendo en cuenta que no fueron ellos quienes de verdad escribieron esos textos o que, en el caso de Juan, fue simplemente alguien que se llamaba así.
 El primero que mencionó esos cuatro libros asociados a esos cuatro nombres juntos fue el obispo Ireneo de Lyon, en el año 180.

El Jesús real frente al Jesús histórico
Si usted sale a la calle y pregunta por Jesús de Nazaret casi cualquier persona, aunque no sea creyente, recitará un pequeño puñado de datos sueltos que tras casi dos mil años de tradición están impresos en la memoria colectiva de los occidentales. Cualquiera sabe algo sobre Jesús, porque el personaje ha estado en todas partes: la pintura, la escultura, la literatura, la filosofía, el cine.
 Todos tenemos una imagen mental prototípica sobre cómo era su carácter, sobre el tipo de cosas que hacía y decía. 
Todos podemos recordar algunas de sus frases: «Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra», «Ama a tu prójimo como a ti mismo», «Al césar lo que es del césar».
 Este es el Jesús de la tradición cultural y religiosa.
 Es el Jesús de Velázquez o el de Jesus Christ Superstar. Es el Jesús de casi todos los cristianos actuales. 
Pero no es el Jesús real.
 Tampoco es el Jesús histórico. Que no son, por cierto, la misma cosa.

El Jesús tradicional dominó la cultura occidental durante tantos siglos que a nadie se le ocurría pensar que no se pareciese al verdadero Yeshúa que vivió en la Palestina del siglo I. 
 Hoy, los historiadores e incluso algunos teólogos contemplan esos otros dos conceptos: el Jesús histórico y el Jesús real. 
El Jesús real no dejó rastro material alguno, y de él no sabemos casi nada con absoluta certeza; más bien suponemos o deducimos cosas. No hay un sepulcro, ni un esqueleto, ni un mechón de cabello. Tampoco hay escritos firmados por él; ni siquiera textos escritos por otros, pero atribuidos a su nombre, ni testimonios contemporáneos, nada sobre él que fuese escrito por alguien que lo hubiese conocido en persona, ni siquiera alguien que viviese en su época y hubiese tenido noticia de sus andanzas.
Los primeros textos que mencionan a Jesús datan de unos veinte años después de su muerte y fueron escritos por Pablo de Tarso, san Pablo, que no conoció a Jesús y revela muy poco, o casi nada, sobre su biografía (más allá de que había sido crucificado y algún otro detalle). 
Los primeros relatos «biográficos» sobre Jesús, que en realidad eran textos de carácter doctrinal, fueron escritos medio siglo después de su muerte. 
Fueron redactados en griego, un idioma distinto al que Jesús hablaba, por personas que habitaban regiones alejadas de su tierra. Lo que sabemos sobre Jesús, pues, lo escribieron de oídas autores que manejaban información que había viajado de boca en boca durante décadas, con la distorsión de información que eso conlleva. Aun así, los historiadores actuales suelen coincidir en que existió un Jesús y que su figura no fue un invento; cosa distinta es cuánto se parecía o se dejaba de parecer al de aquellos textos que se han conservado.
El Jesús histórico es el campo de trabajo de esos historiadores, que admiten que nunca podremos recuperar al Jesús real, como tampoco podemos recuperar al Sócrates real. Como dice el estudioso Dale B. Martin, «para mucha gente supone un descubrimiento revolucionario el concepto de que el pasado ya no existe». La única manera de averiguar cómo era el Jesús real sería viajar en el tiempo. El Jesús histórico es, pues, un retrato imperfecto e incompleto que los historiadores tratan de componer mediante el análisis crítico de la única información más o menos cercana a su época de la que disponen: el Nuevo Testamento (y, en menor medida, algún que otro texto que no está en la Biblia cristiana). ¿Por qué usar el Nuevo Testamento como herramienta, si los propios historiadores son los primeros en afirmar que no es históricamente fiable?
Primero, porque otros textos son más tardíos y, cuanto más tardíos, más improbable encontrar en ellos un rastro de información fiable. En segundo lugar, porque creen que ciertas informaciones sobre Jesús eran inconvenientes, pero conocidas por todos los cristianos de entonces, y no podían ser omitidas en unos textos cuyos autores las recogieron precisamente con el fin de adaptarlas a su propia visión de cómo debía retratarse a Jesús. Las informaciones molestas están presentes en sus escritos de manera parecida a como los argumentos de un político están presentes en el discurso de sus opositores, que citan esos argumentos no para reforzarlos sino para intentar retorcerlos y conferirles un nuevo sentido. De hecho, el cristianismo nació como la justificación de la más molesta de todas las informaciones sobre Jesús: que había muerto colgado en una cruz de madera. Desde cualquier perspectiva de la tradición judía tal cosa era impensable cuando se hablaba de un supuesto Mesías. Había que explicar por qué el Mesías había sido ejecutado y por qué había hecho ciertas cosas que no gustaban a los creyentes de la segunda generación, los que escribieron el Nuevo Testamento.



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