Lo que no tapa ningún afeite es que somos carne que se va pudriendo desde que salimos del útero. Y que vamos a necesitar ayuda.
Mi abuela Gabina era cegata perdida.
La conocí siempre de luto, primero por su hermano desaparecido en la guerra, luego por su marido muerto en su alcoba; con un eterno mandil de hilo para no emporcarse el hato, y unas gafas de culo de vaso que le hacían aún más pequeños los ojillos de lince ibérico.
Porque mi yaya, analfabeta sin más letras que las del seguro de decesos, pero con más luces que muchas lumbreras de academia, se las sabía todas, o eso creía ella.
Sostenía la doña que ni diabetes, ni prolapso, ni asma, ni niño muerto.
Que había sido el parto de su chico, mi padre, un lechón de cinco kilos, el que le había devorado la vista, descolgado la matriz hasta los muslos y dejado sin resuello para los restos.
Eso, y su vida en verso, me contaba arreándose golpes de abanico sobre el pecho mientras yo le cortaba las uñas después de ayudarla a ducharse, y emanaba de ella un hedorcillo que me mortificaba tanto como empeño ponía en disimularlo, no fuera a pensar que me daba tanto asco como me daba asearla.
Culpábame de tal pecado hasta que el otro día, al leer una noticia en este diario, me absolví en el nombre de la Santa Madre Ciencia. Resulta que el olor a viejo no solo existe, sino que empezamos a emitirlo desde los 30 años, con lo que una debe ya de heder, pero no lo percibe porque, al tiempo, vamos perdiendo el olfato para no sufrir nuestra propia herrumbre.
La conocí siempre de luto, primero por su hermano desaparecido en la guerra, luego por su marido muerto en su alcoba; con un eterno mandil de hilo para no emporcarse el hato, y unas gafas de culo de vaso que le hacían aún más pequeños los ojillos de lince ibérico.
Porque mi yaya, analfabeta sin más letras que las del seguro de decesos, pero con más luces que muchas lumbreras de academia, se las sabía todas, o eso creía ella.
Sostenía la doña que ni diabetes, ni prolapso, ni asma, ni niño muerto.
Que había sido el parto de su chico, mi padre, un lechón de cinco kilos, el que le había devorado la vista, descolgado la matriz hasta los muslos y dejado sin resuello para los restos.
Eso, y su vida en verso, me contaba arreándose golpes de abanico sobre el pecho mientras yo le cortaba las uñas después de ayudarla a ducharse, y emanaba de ella un hedorcillo que me mortificaba tanto como empeño ponía en disimularlo, no fuera a pensar que me daba tanto asco como me daba asearla.
Culpábame de tal pecado hasta que el otro día, al leer una noticia en este diario, me absolví en el nombre de la Santa Madre Ciencia. Resulta que el olor a viejo no solo existe, sino que empezamos a emitirlo desde los 30 años, con lo que una debe ya de heder, pero no lo percibe porque, al tiempo, vamos perdiendo el olfato para no sufrir nuestra propia herrumbre.
Han dicho el INE y la ONU que, en unos lustros, uno de cada
cuatro españoles tendremos más de 65 años, viviremos solos y tendremos
una esperanza de vida de 86 castañas.
O sea, que España olerá a viejos
que no tendrán quien les asista a darse un agua.
La crónica decía
también que las firmas cosméticas compiten por hallar algo que
neutralice el tufo.
No seré yo quien reniegue de maquillajes.
Lo que no
tapa ningún afeite es que somos carne que se va pudriendo desde que
salimos del útero.
Y que vamos a necesitar ayuda.
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