Echo de menos a los autores que inventaban historias apasionantes con un
estilo ambicioso y procuraban mostrar las ambigüedades de la vida.
OTRA VEZ NO, ¿cuándo va a cesar esta moda?”, pensé al leer sobre el
penúltimo fenómeno de las letras estadounidenses: una joven autora que
relata las penalidades que pasó de niña en su familia de mormones.
Ni
médicos, ni lavarse, ni mundo exterior, un hermano mayor violento
consentido por los padres…
Una de las razones por las que leo tan pocos libros contemporáneos
(y quien dice leer libros dice también ver películas) es, me doy
cuenta, que demasiados autores han optado por eso, por contar sus
penalidades, a veces en forma de ficción mal disimulada, las más en
forma de autobiografía, memorias, “testimonio” o simplemente “denuncia”.
La de denuncia suele ser espantosa literatura, por buenas que sean sus
intenciones.
En esta época de narcisismo, no es raro que esta patología haya invadido
todas las esferas.
Hay pocos a quienes les haya ocurrido una desgracia
que no la cuenten en un volumen.
El uno ha perdido a una hija, el otro a
su mujer o a su marido, el de más allá a sus padres.
Todas cosas muy
tristes y aun insoportables (sobre todo la primera), pero que por
desgracia les han sucedido y suceden a numerosísimas personas, nada
poseen de extraordinario.
Otro describe su sufrimiento por haber sido gay
desde pequeño, otra cómo su padre o su tío (o ambos) abusaron de ella
en su infancia, otro cuánto padeció tras meterse en una secta (los de
este género dan menos pena, por idiotas), otro sus cuitas en África y
cómo debía recorrer kilómetros a pie para ir a la escuela, otro las
asfixias que sintió en su país islámico.
También los hay no tan
dramáticos: mis padres eran unos hippies descerebrados y
nómadas que no paraban de drogarse; mi progenitor era borracho y
violento; yo nací en una cuenca minera con gentes bestiales y primitivas
que no comprendían, y zaherían, a alguien sensible como yo; mi padre
era un mujeriego y mi madre tomaba píldoras sin parar hasta que una
noche se pasó con la dosis; me encerraron en reformatorios y después en
la cárcel, por cuatro chorradas. Etc, etc.
Sí, todas son historias tristes o terribles, a menudo indignantes.
Millares de individuos las han padecido (en el pasado, mucho peores)
desde que el mundo es mundo.
Yo comprendo que algunos de estos
sufridores necesiten poner por escrito sus experiencias, para
objetivarlas y asimilarlas, para desahogarse.
Lo que ya entiendo menos
es que ansíen publicarlas sin falta, que los editores se las acepten y
aun las busquen, que los lectores las pidan y aun las devoren.
Quien más
quien menos las conoce por la prensa, por reportajes y documentales.
A
mí, lo confieso, en principio me aburren soberanamente, con alguna
excepción si la calidad literaria es sobresaliente (Thomas Bernhard).
Que la vida está llena de penalidades ya lo sé. No preciso que cada
cual me narre las suyas pormenorizadamente.
Soy un caso raro, porque no
se escribirían tantos libros así si no hubiera demanda.
Creo que ello es
debido a la necesidad imperiosa y constante de muchos contemporáneos
—una adicción en regla— de “sentirse bien” consigo mismos, de apiadarse
en abstracto, de leer injusticias y agravios y pensar del autor o
narrador: “Pobrecillo o pobrecilla, cuánta empatía siento, porque yo soy
muy buena persona”;
y de quienes les arruinaron la infancia o la existencia: “Qué crueles y qué cerdos”.
Pero la tendencia se ha extendido. Quienes no acumulan aberraciones
han decidido que pueden contar sin más su biografía, porque, como es la
suya, es importante.
La crítica internacional elogió sin mesura los seis
volúmenes del noruego Knausgård.
Como ya conté, leí las primeras
trescientas páginas, y me pareció todo tan insulso y plano, y contado
con tan mortecino detalle, que tuve que abandonar pese a mi sentido de
la autodisciplina.
“No puedo dedicar mi tiempo a tres mil páginas de
probables naderías, con estilo desmayado”, me dije.
A partir de este
éxito, cualquiera se siente impelido a relatar sus andanzas en el
colegio, o en la mili si la hizo, sus anodinos matrimonios y sus
cansinos divorcios, sus dificultades como padre o madre o hijo, sus
depresiones e inseguridades.
Por supuesto sus encuentros con gente
famosa, aunque esta modalidad es antiquísima, no todo lo ha propulsado Knausgård.
Cada una de estas obras, las de penalidades y las de naderías, suelen
ser alabadas por los críticos y por los colegas escritores, que han
hecho una regresión monumental y ya sólo se fijan en lo que antes se
llamaba “el contenido”.
Si esta novela o estas memorias denuncian
injusticias, ya son buenas.
Si relatan atrocidades, aún mejores.
Si dan a
conocer lo mal que lo pasan muchos niños, gays, mujeres o
discapacitados, entonces son obras maestras.
Puede que en algún caso así
sea.
Pero cada vez que leo sobre la aparición de una nueva maravilla
“disfuncional” o de las características descritas, echo de menos a los
autores que inventaban historias apasionantes con un estilo ambicioso,
no pedante ni lacrimógeno, y además no procuraban dar lástima, sino
mostrar las ambigüedades y complejidades de la vida y de las personas: a
Conrad, a Faulkner, a Dinesen, a Nabokov, a Flaubert, a Brontë, a
Pushkin, a Melville.
Y hasta a Shakespeare y a Cervantes, por lejos que
vayan quedando.
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