De esa cosecha atroz me estremeció en especial la última víctima, una mujer de 44 años que fue acuchillada repetidas veces en Torrox, Málaga.
Arma blanca, furia negra: hace falta odiar mucho y tener unas tripas envenenadas para ser capaz de clavar una y otra vez la afilada hoja, tan cerca de tu víctima, tan manchado por su miedo y su dolor.
Pero no es por esta horrible forma de matar, por desgracia tan común, por lo que el caso de Torrox me conmovió, sino porque la mujer tenía interpuestas dos denuncias por maltrato contra dos hombres, los dos con orden de alejamiento.
Uno de ellos fue quien la asesinó.
Al parecer, había vuelto a convivir con él.
Los psicólogos que trabajan con la violencia de género lo llaman la “luna de miel”.
El maltratador vuelve arrepentido, llora, promete dulzuras y un amor eterno, durante unos días es el príncipe azul.
La maltratada, que a esas alturas está con la autoestima por los suelos, desprotegida, aislada, confundida y tan necesitada de amor como el yonqui necesita su dosis de droga, baja las defensas y se entrega a él.
Pero lo más atroz es que esto se convierta en una pauta de comportamiento.
La mujer de Torrox había convivido antes con otro maltratador, y es probable que hubiera otros verdugos a los que no denunció. Quién sabe si incluso la pegaron de niña: a veces la trampa de la violencia se construye en la infancia.
También para los agresores: diversas fuentes señalan que un tercio de los maltratadores fueron maltratados de niños.
En los varios reportajes que he hecho sobre la violencia de género conocí a bastantes mujeres que iban pasando de un energúmeno a otro sin solución de continuidad.
Que creían haber encontrado por fin al hombre amoroso y protector hasta volver a recibir la primera paliza.
Es un despeñadero autodestructivo demasiado frecuente.
Estas vidas atrapadas por la brutalidad nos resultan chocantes, pero lo cierto es que toda nuestra sociedad pivota en torno a la violencia, intentando encontrar con ella, o contra ella, un acomodo difícil.
No hablo ya de la violencia de género, que es un ejemplo nítido y extremo, sino de las muchas y distintas agresiones cotidianas.
Hace un par de semanas saqué un artículo sobre el acoso escolar (otra violencia soterrada y atroz) y una profesora, XXX, me mandó una lúcida carta: “¿Cómo pretendemos solucionar el problema del acoso escolar cuando los mismos profesores están acosando a sus compañeros?”.
Un reciente estudio de la Central Sindical Independiente y de Funcionarios indica que el 90% de los profesores conviven con situaciones de violencia en los centros en donde trabajan, incluyendo “insultos y vejaciones entre compañeros y compañeras”.
Y añade XXX: “¿De verdad pensamos que este clima entre adultos no se transmite a nuestro alumnado?”
Tiene razón; ellos están educando a las nuevas generaciones, pero a su vez se encuentran atrapados en la espiral de agresividad en la que todos vivimos.
Según la Asociación contra el Acoso Moral y Psicológico en el Trabajo, el 15% de los trabajadores en España sufren mobbing.
Y el profesor Iñaki Piñuel, especialista en acoso laboral, dijo en 2014 que el fenómeno había crecido en España un 40% desde el comienzo de la crisis.
Entre las víctimas, una mayoría de mujeres.
Con el agravante de que ahora las redes han sacado el acoso del centro laboral y han conseguido arruinar la vida entera del acosado. A veces pienso que, en efecto, todo está relacionado.
Por ejemplo, que la violencia de género no se nutre solo del machismo, sino también de nuestro nivel de aceptación de la violencia en general.
Desde el polémico bofetón en la infancia hasta los correazos, desde el maltrato psicológico hasta las chillonas broncas entre padres e hijos, entre hermanos, cónyuges, amigos, amantes, compañeros de trabajo, vecinos, oponentes políticos a los que insultas y vociferas y persigues en las redes.
Somos una jauría a medio civilizar y no sabemos cómo no envenenarnos con nuestra propia violencia.
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