En 1975, poco antes de morir el dictador, cinco jóvenes fueron ejecutados.
El periodista Miguel Ángel Aguilar recuerda aquel episodio brutal en su último libro.
Eran la imagen de la mayor desolación.
Eran incapaces de articular palabra, de encender un cigarrillo, de tragar saliva, de mirarse unos a otros, de suspirar, de confortarse con el tacto, de estallar en llanto.
Vestían uniformes de faena de la Guardia Civil y de la Policía Armada.
Estaban en pie.
Sostenían con la izquierda el fusil reglamentario aún humeante por los disparos.
Estaban agrupados en pelotones de a siete, junto a los microbuses —dos verdes y uno gris— que al alba de aquel sábado 27 de septiembre de 1975 los habían trasladado desde la prisión de Carabanchel hasta la rastrojera quemada de un altozano en el campo de tiro de El Palancar, término municipal de Hoyo de Manzanares, a unos cuarenta kilómetros del centro de Madrid y de El Pardo.
Habían llegado con el convoy militar organizado en torno a los coches celulares en los que, por separado, José Humberto Baena Alonso, Ramón García Sanz y José Luis Sánchez-Bravo fueron conducidos al lugar de su fusilamiento.
En la plazoleta semicircular pavimentada de adoquines que se abría en la avenida de los Poblados para realzar la entrada a la prisión, pasamos la noche en pie media docena de periodistas.
En nuestra vigilia vimos entrar a Silvia Carretero, embarazada de tres meses, que venía de la prisión de Yeserías donde estaba recluida para despedirse de su pareja, Sánchez-Bravo, y muy de madrugada a los padres de Baena bajándose de un taxi que los traía desde Vigo.
Nosotros habíamos estado siguiendo en el despacho de abogados de Cristina Almeida, en la calle Españoleto, las gestiones a la desesperada para movilizar a personalidades relevantes en favor de la solicitud de clemencia que pudieran ser escuchadas por Franco. Así que cuando por la tarde la radio informó de que el Consejo de Ministros había dado el “enterado” a las sentencias de muerte, quedó confirmado que los telegramas, las llamadas, las súplicas habían sido desoídos.
Algún pragmático empezó en ese momento a preparar allí mismo los detalles funerarios que seguirían a las ejecuciones de quienes pasaban a ser puestos “en capilla”.
Invadidos por la sensación de lo irremediable y frustrados por la impotencia, algunos periodistas decidimos abandonar el despacho de Españoleto para apostarnos en la entrada de la prisión donde estaban los reos.
Entre los colegas que fuimos, recuerdo bien a Román Orozco, del semanario Cambio 16, y a Friedrich Kasseber, corresponsal del Süddeutsche Zeitung, porque ellos me acompañaron en el Mini blanco del que entonces disponía, siguiendo al convoy militar cuando se puso en marcha al amanecer hacia el lugar señalado para las ejecuciones.
Antes, habíamos acudido a la rueda de prensa con el ministro de
Información y Turismo, Herrera Esteban.
La expectativa del horror había desbordado la sala de periodistas españoles y de corresponsales y enviados especiales de agencias, emisoras de radio y canales de televisión.
Carlos Fonseca, en su libro Mañana cuando me maten, ha recuperado el ambiente y la transcripción de lo que allí sucedió a partir de los archivos oficiales.
El ministro, al entrar, se dirigió al estrado, tomó asiento y procedió sin más a leer un comunicado que decía:
“El Gobierno, en relación con cuatro causas instruidas por la jurisdicción militar por delitos de terrorismo y de agresión a fuerza armada, ha tenido conocimiento de las correspondientes sentencias y se ha dado por enterado de la pena capital impuesta a José Humberto Francisco Baena Alonso, Ramón García Sanz, José Luis Sánchez-Bravo Solla, Ángel Otaegui Echevarría y Juan Paredes Manot (...)”.
León Herrera subrayó cómo la prerrogativa que con arreglo a la ley tenía el Jefe del Estado no comportaba que hubiera de ser fundada. Es decir, que se abstendría de fundamentarla.
En cuanto a las campañas extranjeras, así las llamó, que con ocasión de las sentencias que imponían estas penas de muerte se habían desencadenado a escala internacional, precisó que su objetivo no era el Gobierno, ni el Estado, sino el de siempre a través de los siglos: España. (…)
Quienes nos habíamos apostado en la puerta de la prisión de Carabanchel con las primeras luces del amanecer vimos salir de la prisión a los familiares que habían acompañado en esas horas finales a los sentenciados en capilla y empezó a formarse el convoy de vehículos para su traslado.
No sabíamos dónde serían los fusilamientos, si en algún cuartel cercano o en el de Cuatro Vientos, hasta que algunos abogados nos dijeron que el lugar fijado para las ejecuciones era Hoyo de Manzanares.
El itinerario estaba flanqueado a uno y otro lado de la carretera de La Coruña por guardias civiles cada doscientos metros en los arcenes y en una línea paralela tierra adentro.
A los pasajeros del Mini blanco antes mencionado nos detuvieron hasta cinco veces para impedirnos continuar ese camino.
En cada ocasión, exhibía el Código de Justicia Militar abierto por la página donde aparecía el artículo 871 y argumentaba a los soldados que éramos periodistas y que las ejecuciones eran públicas.
Ellos consultaban a sus mandos a través de unos aparatosos teléfonos de campaña y acababan franqueándonos el paso, la última vez donde empezaba la pista de tierra, en el polígono de tiro de El Palancar.
El camino serpenteaba por un terreno irregular y mientras llegábamos al altozano escuchamos las detonaciones sucesivas de los pelotones de fusilamiento.
Estos aún goteaban sangre, la cual, a través de las tablas de los ataúdes, llegaba a las lápidas de las tumbas sobre las que habían sido depositados.
Escuché a un comandante del Ejército expresar sus condolencias a los padres de José Humberto Baena.
Pero los guardias civiles y policías armados que encontramos sumidos en la desolación en aquel altozano del polígono de tiro de El Palancar no estaban allí forzosos, bajo la disciplina de la obediencia debida.
Todos se habían presentado voluntarios para ser los ejecutores de las penas de muerte, dictadas por la jurisdicción militar en consejos sumarísimos.
Unas penas a las que el Gobierno, reunido la víspera en el Palacio de El Pardo bajo la presidencia del general Franco, ya muy tocado por la enfermedad, había sido unánime en dar el “enterado”.
De modo que el Generalísimo iba a cerrar sus actuaciones como las había iniciado cuarenta años atrás: con fusilamientos al amanecer.
Era el prestigio del terror, que Arturo Soria y Espinosa explicaba como clave fundamental para entender la perduración del régimen, y reaparecía con toda su brutalidad en las postrimerías del franquismo, desmintiendo que la dictadura se hubiera dulcificado. Era una dictadura atemperada por el incumplimiento de las leyes, salvo cuando hiciera falta aplicarlas con la severidad que mejor conviniera para el escarmiento de la población.
Debió de juzgarse que había necesidad porque el Caudillo fundador del régimen ofrecía en vísperas de su inminente adiós para siempre esa última lección inequívoca para consuelo y seguridad de sus más fieles.
Al bajarnos del coche pudimos ver abajo en la hondonada los tres cadáveres y los pelotones, como ya se ha dicho, junto a sus vehículos de transporte.
Eran incapaces de articular palabra, de encender un cigarrillo, de tragar saliva, de mirarse unos a otros, de suspirar, de confortarse con el tacto, de estallar en llanto.
Vestían uniformes de faena de la Guardia Civil y de la Policía Armada.
Estaban en pie.
Sostenían con la izquierda el fusil reglamentario aún humeante por los disparos.
Estaban agrupados en pelotones de a siete, junto a los microbuses —dos verdes y uno gris— que al alba de aquel sábado 27 de septiembre de 1975 los habían trasladado desde la prisión de Carabanchel hasta la rastrojera quemada de un altozano en el campo de tiro de El Palancar, término municipal de Hoyo de Manzanares, a unos cuarenta kilómetros del centro de Madrid y de El Pardo.
Habían llegado con el convoy militar organizado en torno a los coches celulares en los que, por separado, José Humberto Baena Alonso, Ramón García Sanz y José Luis Sánchez-Bravo fueron conducidos al lugar de su fusilamiento.
En la plazoleta semicircular pavimentada de adoquines que se abría en la avenida de los Poblados para realzar la entrada a la prisión, pasamos la noche en pie media docena de periodistas.
En nuestra vigilia vimos entrar a Silvia Carretero, embarazada de tres meses, que venía de la prisión de Yeserías donde estaba recluida para despedirse de su pareja, Sánchez-Bravo, y muy de madrugada a los padres de Baena bajándose de un taxi que los traía desde Vigo.
Nosotros habíamos estado siguiendo en el despacho de abogados de Cristina Almeida, en la calle Españoleto, las gestiones a la desesperada para movilizar a personalidades relevantes en favor de la solicitud de clemencia que pudieran ser escuchadas por Franco. Así que cuando por la tarde la radio informó de que el Consejo de Ministros había dado el “enterado” a las sentencias de muerte, quedó confirmado que los telegramas, las llamadas, las súplicas habían sido desoídos.
Algún pragmático empezó en ese momento a preparar allí mismo los detalles funerarios que seguirían a las ejecuciones de quienes pasaban a ser puestos “en capilla”.
Invadidos por la sensación de lo irremediable y frustrados por la impotencia, algunos periodistas decidimos abandonar el despacho de Españoleto para apostarnos en la entrada de la prisión donde estaban los reos.
Entre los colegas que fuimos, recuerdo bien a Román Orozco, del semanario Cambio 16, y a Friedrich Kasseber, corresponsal del Süddeutsche Zeitung, porque ellos me acompañaron en el Mini blanco del que entonces disponía, siguiendo al convoy militar cuando se puso en marcha al amanecer hacia el lugar señalado para las ejecuciones.
La expectativa del horror había desbordado la sala de periodistas españoles y de corresponsales y enviados especiales de agencias, emisoras de radio y canales de televisión.
Carlos Fonseca, en su libro Mañana cuando me maten, ha recuperado el ambiente y la transcripción de lo que allí sucedió a partir de los archivos oficiales.
El ministro, al entrar, se dirigió al estrado, tomó asiento y procedió sin más a leer un comunicado que decía:
“El Gobierno, en relación con cuatro causas instruidas por la jurisdicción militar por delitos de terrorismo y de agresión a fuerza armada, ha tenido conocimiento de las correspondientes sentencias y se ha dado por enterado de la pena capital impuesta a José Humberto Francisco Baena Alonso, Ramón García Sanz, José Luis Sánchez-Bravo Solla, Ángel Otaegui Echevarría y Juan Paredes Manot (...)”.
León Herrera subrayó cómo la prerrogativa que con arreglo a la ley tenía el Jefe del Estado no comportaba que hubiera de ser fundada. Es decir, que se abstendría de fundamentarla.
En cuanto a las campañas extranjeras, así las llamó, que con ocasión de las sentencias que imponían estas penas de muerte se habían desencadenado a escala internacional, precisó que su objetivo no era el Gobierno, ni el Estado, sino el de siempre a través de los siglos: España. (…)
Quienes nos habíamos apostado en la puerta de la prisión de Carabanchel con las primeras luces del amanecer vimos salir de la prisión a los familiares que habían acompañado en esas horas finales a los sentenciados en capilla y empezó a formarse el convoy de vehículos para su traslado.
No sabíamos dónde serían los fusilamientos, si en algún cuartel cercano o en el de Cuatro Vientos, hasta que algunos abogados nos dijeron que el lugar fijado para las ejecuciones era Hoyo de Manzanares.
El itinerario estaba flanqueado a uno y otro lado de la carretera de La Coruña por guardias civiles cada doscientos metros en los arcenes y en una línea paralela tierra adentro.
A los pasajeros del Mini blanco antes mencionado nos detuvieron hasta cinco veces para impedirnos continuar ese camino.
En cada ocasión, exhibía el Código de Justicia Militar abierto por la página donde aparecía el artículo 871 y argumentaba a los soldados que éramos periodistas y que las ejecuciones eran públicas.
Ellos consultaban a sus mandos a través de unos aparatosos teléfonos de campaña y acababan franqueándonos el paso, la última vez donde empezaba la pista de tierra, en el polígono de tiro de El Palancar.
El camino serpenteaba por un terreno irregular y mientras llegábamos al altozano escuchamos las detonaciones sucesivas de los pelotones de fusilamiento.
Estos aún goteaban sangre, la cual, a través de las tablas de los ataúdes, llegaba a las lápidas de las tumbas sobre las que habían sido depositados.
Escuché a un comandante del Ejército expresar sus condolencias a los padres de José Humberto Baena.
Pero los guardias civiles y policías armados que encontramos sumidos en la desolación en aquel altozano del polígono de tiro de El Palancar no estaban allí forzosos, bajo la disciplina de la obediencia debida.
Todos se habían presentado voluntarios para ser los ejecutores de las penas de muerte, dictadas por la jurisdicción militar en consejos sumarísimos.
Unas penas a las que el Gobierno, reunido la víspera en el Palacio de El Pardo bajo la presidencia del general Franco, ya muy tocado por la enfermedad, había sido unánime en dar el “enterado”.
De modo que el Generalísimo iba a cerrar sus actuaciones como las había iniciado cuarenta años atrás: con fusilamientos al amanecer.
Era el prestigio del terror, que Arturo Soria y Espinosa explicaba como clave fundamental para entender la perduración del régimen, y reaparecía con toda su brutalidad en las postrimerías del franquismo, desmintiendo que la dictadura se hubiera dulcificado. Era una dictadura atemperada por el incumplimiento de las leyes, salvo cuando hiciera falta aplicarlas con la severidad que mejor conviniera para el escarmiento de la población.
Debió de juzgarse que había necesidad porque el Caudillo fundador del régimen ofrecía en vísperas de su inminente adiós para siempre esa última lección inequívoca para consuelo y seguridad de sus más fieles.
Al bajarnos del coche pudimos ver abajo en la hondonada los tres cadáveres y los pelotones, como ya se ha dicho, junto a sus vehículos de transporte.
Luego, en el cementerio municipal de Hoyo de Manzanares
asistimos a la entrega de los cadáveres a sus familiares.
Estaban en unos ataúdes destapados hechos con tablas sin pulir ni
barnizar, con la indumentaria que llevaban ante los pelotones de
fusilamiento.
Se veían los orificios de entrada de las balas.
Y a ese asesino le permiten ser enterrado donde su familia quiera. Que hagan con él lo que hizo ese sanguinario con todos los demás. Asesinó, mató y enarceló a los que sencillamente presentaban una ideología de izquierdas. NI OLVIDO NI PERDÓN:
Miguel Ángel Aguilar es periodista y analista político. Este texto es un extracto de su nuevo libro, ‘En silla de pista’ (Planeta), que se publica el 4 de octubre y en el que repasa su trayectoria.
Miguel Ángel Aguilar es periodista y analista político. Este texto es un extracto de su nuevo libro, ‘En silla de pista’ (Planeta), que se publica el 4 de octubre y en el que repasa su trayectoria.
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