Eran la imagen de la mayor desolación. Eran incapaces de articular
palabra, de encender un cigarrillo, de tragar saliva, de mirarse unos a
otros, de suspirar, de confortarse con el tacto, de estallar en llanto. Vestían uniformes de faena de la Guardia Civil y de la Policía Armada. Estaban en pie. Sostenían con la izquierda el fusil reglamentario aún
humeante por los disparos. Estaban agrupados en pelotones de a siete,
junto a los microbuses —dos verdes y uno gris— que al alba de aquel
sábado 27 de septiembre de 1975 los habían trasladado desde la prisión
de Carabanchel hasta la rastrojera quemada de un altozano en el campo de
tiro de El Palancar, término municipal de Hoyo de Manzanares, a unos
cuarenta kilómetros del centro de Madrid y de El Pardo. Habían llegado
con el convoy militar organizado en torno a los coches celulares en los
que, por separado, José Humberto Baena Alonso, Ramón García Sanz y José Luis Sánchez-Bravo fueron conducidos al lugar de su fusilamiento. En la plazoleta semicircular pavimentada de adoquines que se abría en la
avenida de los Poblados para realzar la entrada a la prisión, pasamos
la noche en pie media docena de periodistas. En nuestra vigilia vimos
entrar a Silvia Carretero, embarazada de tres meses, que venía de la
prisión de Yeserías donde estaba recluida para despedirse de su pareja, Sánchez-Bravo,
y muy de madrugada a los padres de Baena bajándose de un taxi que los
traía desde Vigo. Nosotros habíamos estado siguiendo en el despacho de
abogados de Cristina Almeida, en la calle Españoleto, las gestiones a la
desesperada para movilizar a personalidades relevantes en favor de la solicitud de clemencia
que pudieran ser escuchadas por Franco. Así que cuando por la tarde la
radio informó de que el Consejo de Ministros había dado el “enterado” a
las sentencias de muerte, quedó confirmado que los telegramas, las
llamadas, las súplicas habían sido desoídos. Algún pragmático empezó en
ese momento a preparar allí mismo los detalles funerarios que seguirían a
las ejecuciones de quienes pasaban a ser puestos “en capilla”.
Invadidos por la sensación de lo irremediable y frustrados por la
impotencia, algunos periodistas decidimos abandonar el despacho de
Españoleto para apostarnos en la entrada de la prisión donde estaban los
reos. Entre los colegas que fuimos, recuerdo bien a Román Orozco, del
semanario Cambio 16, y a Friedrich Kasseber, corresponsal del Süddeutsche Zeitung,
porque ellos me acompañaron en el Mini blanco del que entonces
disponía, siguiendo al convoy militar cuando se puso en marcha al
amanecer hacia el lugar señalado para las ejecuciones.
Antes, habíamos acudido a la rueda de prensa con el ministro de
Información y Turismo, Herrera Esteban. La expectativa del horror había
desbordado la sala de periodistas españoles y de corresponsales y
enviados especiales de agencias, emisoras de radio y canales de
televisión. Carlos Fonseca, en su libro Mañana cuando me maten, ha
recuperado el ambiente y la transcripción de lo que allí sucedió a
partir de los archivos oficiales. El ministro, al entrar, se dirigió al
estrado, tomó asiento y procedió sin más a leer un comunicado que decía: “El Gobierno, en relación con cuatro causas instruidas por la
jurisdicción militar por delitos de terrorismo y de agresión a fuerza
armada, ha tenido conocimiento de las correspondientes sentencias y se
ha dado por enterado de la pena capital impuesta a José Humberto
Francisco Baena Alonso, Ramón García Sanz, José Luis Sánchez-Bravo
Solla, Ángel Otaegui Echevarría y Juan Paredes Manot (...)”. León Herrera subrayó cómo la prerrogativa que con arreglo a la ley
tenía el Jefe del Estado no comportaba que hubiera de ser fundada. Es
decir, que se abstendría de fundamentarla. En cuanto a las campañas
extranjeras, así las llamó, que con ocasión de las sentencias que
imponían estas penas de muerte se habían desencadenado a escala
internacional, precisó que su objetivo no era el Gobierno, ni el Estado,
sino el de siempre a través de los siglos: España. (…) Quienes nos habíamos apostado en la puerta de la prisión de
Carabanchel con las primeras luces del amanecer vimos salir de la
prisión a los familiares que habían acompañado en esas horas finales a
los sentenciados en capilla y empezó a formarse el convoy de vehículos
para su traslado. No sabíamos dónde serían los fusilamientos, si en
algún cuartel cercano o en el de Cuatro Vientos, hasta que algunos
abogados nos dijeron que el lugar fijado para las ejecuciones era Hoyo
de Manzanares. El itinerario estaba flanqueado a uno y otro lado de la
carretera de La Coruña por guardias civiles cada doscientos metros en
los arcenes y en una línea paralela tierra adentro. A los pasajeros del
Mini blanco antes mencionado nos detuvieron hasta cinco veces para
impedirnos continuar ese camino. En cada ocasión, exhibía el Código de
Justicia Militar abierto por la página donde aparecía el artículo 871 y
argumentaba a los soldados que éramos periodistas y que las ejecuciones
eran públicas. Ellos consultaban a sus mandos a través de unos
aparatosos teléfonos de campaña y acababan franqueándonos el paso, la
última vez donde empezaba la pista de tierra, en el polígono de tiro de
El Palancar. El camino serpenteaba por un terreno irregular y mientras
llegábamos al altozano escuchamos las detonaciones sucesivas de los
pelotones de fusilamiento. Estos aún goteaban sangre, la cual, a través de las tablas de los
ataúdes, llegaba a las lápidas de las tumbas sobre las que habían sido
depositados. Escuché a un comandante del Ejército expresar sus
condolencias a los padres de José Humberto Baena. Pero los guardias civiles y policías armados que encontramos sumidos
en la desolación en aquel altozano del polígono de tiro de El Palancar
no estaban allí forzosos, bajo la disciplina de la obediencia debida. Todos se habían presentado voluntarios para ser los ejecutores de las
penas de muerte, dictadas por la jurisdicción militar en consejos
sumarísimos. Unas penas a las que el Gobierno, reunido la víspera en el
Palacio de El Pardo bajo la presidencia del general Franco, ya muy
tocado por la enfermedad, había sido unánime en dar el “enterado”. De
modo que el Generalísimo iba a cerrar sus actuaciones como las había
iniciado cuarenta años atrás: con fusilamientos al amanecer.
Era el prestigio del terror, que Arturo Soria y Espinosa explicaba
como clave fundamental para entender la perduración del régimen, y
reaparecía con toda su brutalidad en las postrimerías del franquismo,
desmintiendo que la dictadura se hubiera dulcificado. Era una dictadura
atemperada por el incumplimiento de las leyes, salvo cuando hiciera
falta aplicarlas con la severidad que mejor conviniera para el
escarmiento de la población. Debió de juzgarse que había necesidad
porque el Caudillo fundador del régimen ofrecía en vísperas de su
inminente adiós para siempre esa última lección inequívoca para consuelo
y seguridad de sus más fieles.
Al bajarnos del coche pudimos ver abajo en la hondonada los tres
cadáveres y los pelotones, como ya se ha dicho, junto a sus vehículos de
transporte.
Estaban en unos ataúdes destapados hechos con tablas sin pulir ni
barnizar, con la indumentaria que llevaban ante los pelotones de
fusilamiento.
Se veían los orificios de entrada de las balas.
Y a ese asesino le permiten ser enterrado donde su familia quiera. Que hagan con él lo que hizo ese sanguinario con todos los demás. Asesinó, mató y enarceló a los que sencillamente presentaban una ideología de izquierdas. NI OLVIDO NI PERDÓN: Miguel Ángel Aguilar es periodista y analista político. Este texto es un
extracto de su nuevo libro, ‘En silla de pista’ (Planeta), que se
publica el 4 de octubre y en el que repasa su trayectoria.
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