La gran asignatura pendiente en torno al Valle de los Caídos es la reversión de su significado y lograr que actúe al servicio de la memoria.
La exhumación de los restos de Franco es un buen paso, pero sería mejor si hubiera contexto.
“E iré a descansar, con la cabeza entre dos palabras, en el valle de los avasallados”
Léolo. Jean-Claude Lauzon
Digo desde el propio pie de la explanada.
Transmite una sobrecogedora sensación de sinceridad y coherencia.
El mausoleo entero, proyectado y construido a imagen y semejanza del dictador allí enterrado, alcanza su cénit y su punto de fuga en la extraordinaria fealdad de la cruz, sin rasgo alguno de belleza, sin sentido de la proporción.
Son casi 150 metros de construcción acomplejada y pretenciosa, repleta de excesos y oscura como aquello que simboliza, como aquello a lo que rinde tributo.
Casi 150 metros de mediocridad arquitectónica que parecen pensados para buscar una imposible redención histórica, que pretenden hablarnos de grandeza y que, sobre esa estética nacionalcatólica, tan solo se quedan en una enorme metáfora de la culpa.
En el símbolo de esa cruz, en el significado de sombras que corona, también puede verse el inmenso tamaño de la derrota colectiva que su propia existencia supone.
La que nuestro país firmó para sí mismo con aquel golpe de Estado y aquella cruenta Guerra Civil provocada por quien allí está enterrado, con su nombre bien visible en la lápida, en un lugar preeminente de la basílica.
Imposible no caer en una asociación mental automática; en ese monumento a los verdugos, el pensamiento viaja hacia las víctimas. Hacia las fosas republicanas sin nombre, los fusilamientos de posguerra y la represión franquista posterior a 1939, hacia el control total de cuatro décadas que Franco tuvo gracias a su victoria militar y en la luz apagada de España hasta la democracia recuperada en 1978.
Imposible no pensar en el inmenso precio pagado por nuestro país.
Aun así, no es difícil intuir que para unos pocos ciudadanos allí residirá el símbolo poco confesable de una victoria y que, a la vez, para otros muchos, seguramente todo aquello no significa nada. Algo pasado y lejano, quizá la crónica de una enorme herida nunca explicada, de un desgarro colectivo con enormes consecuencias para varias generaciones, pero rara vez enseñado en la educación española.
Probablemente, algo olvidado que ya no genera ninguna atención.
Es sabido que, junto al dictador, está enterrado José Antonio Primo de Rivera, el fundador de Falange.
Y, por debajo de ellos, bajo los suelos del mausoleo, están los restos de casi 34.000 personas que combatieron en los dos bandos de la guerra civil española.
Unas 12.000 todavía sin identificar.
El Valle de los Caídos debería ser un tributo a las víctimas de la represión franquista y la dictadura.
Transcurridos 43 años desde la muerte del dictador, ya debería estar resignificado con todas las actuaciones completadas.
Y, sin embargo, sigue siendo lo que siempre fue, un monumento a los verdugos.
Inevitablemente, la tumba de Franco.
La gran asignatura pendiente en lo relativo a este complejo es la reversión de su significado para que actúe al servicio de la memoria.
Que ayude a comprender mejor el significado del golpe de Estado, de la guerra en España, de la represión franquista y sus víctimas y de la dictadura militar instaurada por Francisco Franco durante cuatro décadas.
Es precisamente en esa orientación en la que trabajó el comité de expertos que, en el año 2011, elaboró a iniciativa del entonces ministro de la Presidencia, Ramón Jáuregui, un informe de recomendaciones al Gobierno con vistas a las actuaciones necesarias en el Valle de los Caídos.
Actuaciones, todas ellas orientadas a su resignificación con el objetivo de convertirlo en un centro de interpretación que rinda tributo a las víctimas y no a los verdugos.
Para ello, los expertos recomendaban que las intervenciones estuvieran regidas por los más amplios consensos políticos y parlamentarios.
Que los traslados de cadáveres que fueron llevados a los columbarios del valle fueran investigados a fondo, documentando bien la naturaleza forzosa o voluntaria de cada una de las personas allí enviadas y allí enterradas.
Que, dada la igual dignidad de todos los restos, José Antonio Primo de Rivera no debería ocupar un lugar destacado en la basílica.
Que el dictador Francisco Franco debía ser exhumado y trasladado en condiciones de dignidad y de común acuerdo con sus familiares.
Se podría incluso avanzar más desde ahí; se podría trabajar en la completa desacralización del centro, apostando por su conversión a una naturaleza plenamente civil.
Y de la misma manera, también se podría plantear el traslado del fundador de Falange, de nuevo de acuerdo con su propia familia.
Una intervención aislada sobre los restos de Franco deja demasiadas cosas en el aire
Lo sería aún mejor si fuera un paso con contexto.
El derivado de un plan integral de actuación que partiera de un amplio consenso y del trabajo realizado mano a mano con el comité de expertos que, a instancias de un Gobierno socialista, elaboró ese proyecto de actuación contextualizada, integral y completa en el Valle de los Caídos.
Aquel valle rinde tributo a un dictador cuando ya, desde hace tiempo, debería hacerlo a sus víctimas.
Como en el libro de Réjean Ducharme, debería ser nuestro propio Valle de los Avasallados.
El centro que rinda un tributo de explicación y memoria a los que pagaron el precio más alto de la guerra, de la represión franquista y de la dictadura, el lugar donde estos descansen por fin entre palabras como memoria y dignidad que se pronuncien también para ellos.
Si en todo esto hay algo urgente, sin duda alguna es eso; las víctimas y su memoria.
Una intervención aislada sobre los restos de Franco, que deje el significado del complejo tal y como está, que no toque nada, sin un proyecto de resignificación que lo acompañe, quizá se deje demasiadas cosas en el aire.
Es una buena idea que Franco salga de su tumba. Sería mucho mejor si el franquismo saliera del Valle.
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