El PP señala al silencio del patriarca para desvincular a Rajoy de los casos de corrupción y vengar su vinculación a Ciudadanos.
No está claro si Aznar tenía un Gobierno o si
pretendía asaltar el tren de Glasgow.
Porque se le están amontonando los
ministros implicados en casos de corrupción.
Y porque la detención de Zaplana con las sirenas de la Guardia Civil demuestra que el expresidente del Gobierno descuidaba el escrúpulo de los castings.
La imagen de su Ejecutivo en las escaleras de Moncloa parece una rueda
de reconocimiento.
Un círculo rojo caracteriza el tormento judicial
Rodrigo Rato, de Jaume Matas, del propio Zaplana.
Y sobrentiende el
papel tutelar de Aznar como cabecilla inmune e impune del laberinto en
que ahora se haya preso Rajoy.
La responsabilidad in vigilando
se antoja tan embarazosa como la opulencia de la boda escurialense.
La
megalomanía de Aznar en el monasterio de Felipe II es el pecado venial
de la orgía de corrupción en que incurrieron los invitados y que ahora
ha quedado escarmentada con la sentencia ejemplar de la Gürtel.
No bastan las conjeturas para señalar el papel inductor de José María o
la autoría intelectual, pero sobran las impresiones y las exhibiciones
para identificar en aquellos fastos nupciales el descaro de la cultura
del cohecho, de la comisión, del blanqueo y de la obscenidad.
La resaca de la corrupción en tiempos del aznarismo amenaza con sepultar
las últimas opciones políticas del PP.
Se explica así que la exhumación
de Zaplana haya pretendido resolverse en Génova como una manifestación
extemporánea del antiguo régimen, hasta el extremo de que los populares
identifican el silencio de Aznar como un gesto de cobardía o como una
expresión de complicidad.
El objetivo no solo consiste en hacer
responsable al antiguo jerarca de los años del pelotazo y de las
sentencias en curso, sino en fomentar el papel candoroso e impecable de
Rajoy.
Sería la de Mariano una corrupción heredada.
El presidente del
Gobierno ha encontrado oxígeno de baja calidad en los socorristas del
PNV, pero la estabilidad que le garantizan los Presupuestos se expone a
la conspiración de los esqueletos.
Han salido de sus tumbas los
fantasmas del aznarismo.
Y va a resultarle muy difícil desvincularse de
ellos.
Entre otras razones porque el propio Rajoy, atrincherado en la superstición de los "casos aislados",
proviene de aquella época oscura y porque proliferan los escándalos
contemporáneos. Bárcenas era “su” tesorero de confianza.
Rato fue “su”
presidente de Bankia.
Rita Barberá prosperó a su vera.
Incluso la trama
del PP madrileño operó debajo de su despacho.
Aznar ha logrado sustraerse a las fechorías que cometieron sus ministros y sus compadres.
Acusa a Rajoy de haber dilapidado el patrimonio
político que le dejó en herencia, pero se desvincula al mismo tiempo de
los escándalos que van a laminar la credibilidad del PP.
La lentitud de
la Justicia se entromete en la agonía de Rajoy como el agua de antiguas
tormentas, de forma que los aliados del presidente han decidido matar al
padre Aznar.
No ya como referencia atmosférica de las antiguas
corruptelas y como fusible de los escándalos que se avecinan, sino
porque se ha erigido en adulador y protector de Albert Rivera,
ungiéndolo en la intimidad como campeón del liberalismo y del
patriotismo. Estremece la paradoja: Aznar elude su responsabilidad en la
época más nauseabunda del PP y aspira a convertirse en evangelista de
la victoria de Ciudadanos.
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