Un Blues

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26 abr 2018

Scorsese: las mujeres, el infierno y el montaje del cirio

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Harvey Keitel en Malas calles. Imagen: Warner Bros.
«Descubre tu presencia y máteme tu vista y hermosura. Mira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura». La cita es de San Juan de la Cruz, pero bien lo podría haber dicho Newland Archer (Daniel Day-Lewis) en la maravillosa La edad de la inocencia, uno los muchos Scorseses superlativos y algo olvidados que sorprendentemente hay que rescatar y reivindicar de vez en cuando. 
 Porque hay filmografías tan sublimes que permiten al público dejar de lado, a ratos, alguna obra maestra, y tratar verdaderos alimentos para el alma como La edad de la inocencia como si fueran un molesto trozo de carne que se queda entre los dientes, de esos que la gente se quita con un palillo. 

«Mi vida es cine y religión, nada más».
 La cita no puede ser de San Juan de la Cruz, claro, pero es de Martin Scorsese, que también.
 No lo sé con exactitud, pero a lo mejor la dejó caer en un renuncio, pese a lo cual es muy socorrida para los críticos y para establecer el perímetro en artículos como este. 
Por lo visto, él no se siente muy cómodo con ella.
 «Siempre suprimen la primera parte de la cita», ha dicho alguna vez.
 No sé cuál es la primera parte, aunque aventuro, no con mucho fundamento, pero, bueno, y qué, que algo tiene que ver con el amor. Porque la asociación mental inmediata de buena parte del público cuando oye «¡Scorsese!» es la imagen de Joe Pesci perforando cuellos con estilográficas, y bien está, pero es que el tipo es un romántico de mucho cuidado, y La edad de la inocencia, una película sobre lo que hay de exquisito en los desengaños amorosos, es buena prueba.

Establezcamos el perímetro, por tanto: amor, cine y religión.

El director confesó en una ocasión (a Roger Ebert, en Scorsese by Ebert, un manual para la vida del buen cinéfilo) que tras su divorcio de Isabella Rossellini (ya sabe, hija de Roberto y de Ingrid Bergman, nada menos) no podía ver El Gatopardo de Visconti porque está rodada en la isla de Salina y allí pasó unos días con ella. 
No podía ver ninguna película de los hermanos Taviani, porque su romance con Isabella empezó en el set de uno de sus rodajes. 
No podía ver ninguna película distribuida por compañías en las que Isabella hubiera trabajado. 
«Siempre puedes entrar a la sala después de que aparezca el logo en pantalla», apuntó Ebert. «No, lo sabría», respondió Martin. Como para ponerse Te querré siempre. O el final de Casablanca.
Y sin embargo, «nadie te pidió que sufrieras. Eso fue idea tuya».
 La cita no es de ningún chamán, ni de un sabio.
 Tampoco de un ángel, aunque un poco sí: es de una yonqui que habla desde la ultratumba a Nicolas Cage al final de otro Scorsese magnífico, estrepitoso y semiolvidado: Al límite (Bringing Out the Dead, 1999) una película sobre un conductor de ambulancias que viaja tres noches (Jueves, Viernes y Sábado Santo) al averno acompañado de tres versiones diferentes de Caronte, y que halla la paz el Domingo de Resurrección.
 La cita es una frase escrita por Paul Schrader, un hermano del alma de Martin, autor del guion de algunas de sus mejores películas (Taxi Driver, Toro salvaje, La última tentación de Cristo, Al límite) y un tipo educado, como él, en la culpa cristiana, el miedo al infierno y la redención.
 Schrader ha contado alguna vez que sus padres, calvinistas estrictos, no le dejaron ver una película hasta los dieciocho años («las películas son una tentación», decían, y la verdad es que hay que darles la razón) y que su madre le solía pinchar con un alfiler mientras le gritaba: «¡El infierno es mil veces peor, y es eterno!».
 ¿Cómo no iba Schrader a encajar como un guante en una filmografía, la de Martin Scorsese, que arranca con una madre repartiendo el pan ante una figura de la Virgen María (Who’s That Knocking at My Door?, 1967) y que se cierra, de momento, con un jesuita aferrado a un crucifijo más allá de la vida (Silencio, 2016)? ¿Cómo no iba Schrader a encontrar la afinidad con un director que en otra ocasión le confesó a Roger Ebert, tras uno de sus cuatro divorcios, «estoy viviendo en pecado, y estoy seguro de que iré por ello al infierno»?

«A todo el mundo le tendrían que gustar los wésterns, porque los wésterns les solucionarían todos los problemas de la vida». 
La cita es de J. R. (Harvey Keitel), alter ego de Scorsese en Who’s That Knocking at My Door?, ópera prima del maestro y ensayo general de Malas calles (1973), película con la que comparte casi todo. 
Scorsese escribió de hecho una trilogía sobre ese muchacho de Little Italy, católico, cinéfilo empedernido y aprendiz de gánster, que al principio de Malas calles acudía a la iglesia para poner el dedo en los cirios e imaginar cómo serían las llamas del infierno. Un personaje autobiográfico con trastorno de identidad, aspirante a mafioso y a seminarista a un tiempo, y con una idea no menos confusa del amor, pues solo concibe dos tipos de mujeres: las prostitutas y la Virgen María.
 Cuando descubre que quiere acostarse con las chicas de las que se enamora o, aún peor, que algún otro ya se ha acostado con ellas, sobreviene la crisis.

La última tentación de Cristo. Imagen: Universal Pictures, Cineplex Odeon Films.

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