«Descubre
tu presencia y máteme tu vista y hermosura. Mira que la dolencia de
amor, que no se cura sino con la presencia y la figura». La cita es de San Juan de la Cruz, pero bien lo podría haber dicho Newland Archer (Daniel Day-Lewis) en la maravillosa La edad de la inocencia,
uno los muchos Scorseses superlativos y algo olvidados que
sorprendentemente hay que rescatar y reivindicar de vez en cuando.
Porque hay filmografías tan sublimes que permiten al público dejar de
lado, a ratos, alguna obra maestra, y tratar verdaderos alimentos para
el alma como La edad de la inocencia como si fueran un molesto trozo de carne que se queda entre los dientes, de esos que la gente se quita con un palillo.
«Mi vida es cine y religión, nada más».
La cita no puede ser de San Juan de la Cruz, claro, pero es de Martin Scorsese,
que también.
No lo sé con exactitud, pero a lo mejor la dejó caer en un
renuncio, pese a lo cual es muy socorrida para los críticos y para
establecer el perímetro en artículos como este.
Por lo visto, él no se
siente muy cómodo con ella.
«Siempre suprimen la primera parte de la
cita», ha dicho alguna vez.
No sé cuál es la primera parte, aunque
aventuro, no con mucho fundamento, pero, bueno, y qué, que algo tiene
que ver con el amor. Porque la asociación mental inmediata de buena
parte del público cuando oye «¡Scorsese!» es la imagen de Joe Pesci perforando cuellos con estilográficas, y bien está, pero es que el tipo es un romántico de mucho cuidado, y La edad de la inocencia, una película sobre lo que hay de exquisito en los desengaños amorosos, es buena prueba.
Establezcamos el perímetro, por tanto: amor, cine y religión.
El director confesó en una ocasión (a Roger Ebert, en Scorsese by Ebert, un manual para la vida del buen cinéfilo) que tras su divorcio de Isabella Rossellini (ya sabe, hija de Roberto y de Ingrid Bergman, nada menos) no podía ver El Gatopardo de Visconti porque está rodada en la isla de Salina y allí pasó unos días con ella.
No podía ver ninguna película de los hermanos Taviani,
porque su romance con Isabella empezó en el set de uno de sus rodajes.
No podía ver ninguna película distribuida por compañías en las que
Isabella hubiera trabajado.
«Siempre puedes entrar a la sala después de
que aparezca el logo en pantalla», apuntó Ebert. «No, lo sabría»,
respondió Martin. Como para ponerse Te querré siempre. O el final de Casablanca.
Y
sin embargo, «nadie te pidió que sufrieras. Eso fue idea tuya».
La cita
no es de ningún chamán, ni de un sabio.
Tampoco de un ángel, aunque un
poco sí: es de una yonqui que habla desde la ultratumba a Nicolas Cage al final de otro Scorsese magnífico, estrepitoso y semiolvidado: Al límite (Bringing Out the Dead, 1999)
una película sobre un conductor de ambulancias que viaja tres noches
(Jueves, Viernes y Sábado Santo) al averno acompañado de tres versiones
diferentes de Caronte, y que halla la paz el Domingo de Resurrección.
La
cita es una frase escrita por Paul Schrader, un hermano del alma de Martin, autor del guion de algunas de sus mejores películas (Taxi Driver, Toro salvaje, La última tentación de Cristo, Al límite)
y un tipo educado, como él, en la culpa cristiana, el miedo al infierno
y la redención.
Schrader ha contado alguna vez que sus padres,
calvinistas estrictos, no le dejaron ver una película hasta los
dieciocho años («las películas son una tentación», decían, y la verdad
es que hay que darles la razón) y que su madre le solía pinchar con un
alfiler mientras le gritaba: «¡El infierno es mil veces peor, y es
eterno!».
¿Cómo no iba Schrader a encajar como un guante en una
filmografía, la de Martin Scorsese, que arranca con una madre
repartiendo el pan ante una figura de la Virgen María (Who’s That Knocking at My Door?, 1967) y que se cierra, de momento, con un jesuita aferrado a un crucifijo más allá de la vida (Silencio,
2016)? ¿Cómo no iba Schrader a encontrar la afinidad con un director
que en otra ocasión le confesó a Roger Ebert, tras uno de sus cuatro
divorcios, «estoy viviendo en pecado, y estoy seguro de que iré por ello
al infierno»?
«A todo el mundo le tendrían que gustar los wésterns, porque los wésterns les solucionarían todos los problemas de la vida».
La cita es de J. R. (Harvey Keitel), alter ego de Scorsese en Who’s That Knocking at My Door?, ópera prima del maestro y ensayo general de Malas calles (1973),
película con la que comparte casi todo.
Scorsese escribió de hecho una
trilogía sobre ese muchacho de Little Italy, católico, cinéfilo
empedernido y aprendiz de gánster, que al principio de Malas calles
acudía a la iglesia para poner el dedo en los cirios e imaginar cómo
serían las llamas del infierno. Un personaje autobiográfico con
trastorno de identidad, aspirante a mafioso y a seminarista a un tiempo,
y con una idea no menos confusa del amor, pues solo concibe dos tipos
de mujeres: las prostitutas y la Virgen María.
Cuando descubre que
quiere acostarse con las chicas de las que se enamora o, aún peor, que
algún otro ya se ha acostado con ellas, sobreviene la crisis.
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