El Thyssen y el museo del pintor confrontan más de 70 obras del artista con trajes que muestran la nueva moda para la mujer que se emancipaba en el cambio de siglo.
No hubo un día en que al salir a la calle de repente las mujeres vistieran pantalón sin complejos.
Hizo falta una larga transición para ir aflojando los corsés y despojándose de miriñaques; larga y no exenta de tortura social.
El solo gesto de partir la falda para poder montar en bicicleta impidió la entrada a más de una en algún club de gente decente. Pero ese camino ya se transitó.
A caballo entre los siglos XIX y XX, la modernidad llegó con la moda: las faldas se acortaron, los vestidos eran holgados y sin ataduras, los talleres diseñaban ropa para una nueva mujer, más dinámica y desenvuelta, aventurera y activista que lo mismo reivindicaba el sufragio femenino que prescindía del sombrero en un ademán de libertad conquistada.
Sí, la nueva moda y la emancipación femenina hicieron un buen matrimonio.
¿Y qué pinta Sorolla en todo esto? Mucho.Observador privilegiado de aquellos cambios que operaban en las grandes ciudades del mundo, París, Londres, Nueva York, el pintor trasladó a sus lienzos con la maestría de un buen sastre el brillo del terciopelo, las transparencias del tul, la suavidad del fieltro y el frescor veraniego de sargas y algodones.
En sus retratos a las damas de la alta sociedad (esas clases por las que empiezan todas las revoluciones), el artista (Valencia, 1863 - Cercedilla, Madrid, 1923) no ahorró en gasas, pasamanerías, lentejuelas, sombreros de paja y plumas, sombrillas y zapatos de hebillas diamantinas.
Sorolla y la moda, así se titula la exposición que reúne en el Thyssen más de setenta lienzos procedentes de museos y colecciones de medio mundo —algunos apenas han sido expuestos en público— con los vestidos de época que se conservan en prestigiosas galerías e instituciones, como el Victoria & Albert de Londres, el Museu Tèxtil de Terrassa o el Museo de Artes Decorativas de París.
Desde mañana y hasta el 27 de mayo, estas joyas de la moda y valiosos complementos acompañarán a los retratos de gran formato donde el valenciano dio rienda suelta a su gran pasión: la moda. Aunque el Thyssen expone la gran parte del material, la visita no estará completa sin acercarse al Museo Sorolla, situado en la que fuera la casa madrileña del pintor, donde algunos de estos maniquíes buscan su espejo en óleos que no se descuelgan nunca de esas paredes.
Los amantes de Sorolla podrán disfrutar en esta sede de un cuadro rara vez expuesto, Amalia Romea, señora de la Iglesia, una sutileza de gasas y carnaciones que incitan a tocar.
“La modernidad estaba llegando a Europa, las mujeres ya no necesitaban una sirvienta para embutirse en aquellos vestidos imposibles, se arreglaban y salían solas de compras y Sorolla se hace eco de todo aquello, pinta una mujer empoderada y moderna”, dice el comisario de esta exposición, Eloy Martínez de la Pera, que califica al pintor como el primer personal shopper.
En sus viajes, Sorolla se emociona con los cambios en el vestir que observa, y envía cartas a su mujer, Clotilde García del Castillo, a la que adora, con bocetos de los sombreros que ha visto, los vestidos, los nuevos cuellos y complementos.
A su vuelta a casa llegarán los regalos para ella y para sus hijas, María y Elena, que vestirán la última moda de París, de la londinense Oxford Street y de los talleres neoyorquinos —cabe pensar que al hijo, Joaquín, también le traería algún presente—.
También se han seleccionado para esta muestra los retratos que hizo a las grandes damas estadounidenses, burguesas de Nueva York cuyas fortunas crecían al mismo ritmo que se elevaban los edificios; la realeza española, alfonsos y maría cristinas, también pasaron por sus pinceles.
No por conocidos, los trazos de Sorolla dejarán de fascinar al visitante, pero será difícil escapar de la atracción que provocan los modelos elegidos para acompañar a cada cuadro. Es la moda convertida en arte.
“Cientos de personas han trabajado durante año y medio para restaurar, con precisión de cirujano, lentejuelas y encajes”, explica la comisaria técnica, Paula Luengo.
Hubo que buscar aquellos modelos que más se parecían al retratado por Sorolla, y lo han conseguido, otorgando así veracidad al momento de fulgurante diseño que se experimentaba en la época. Los vestidos tienen prácticamente la misma fecha que los cuadros y parecen salidos de ellos.
Sorolla estaba retratando el cambio de vida con el realismo de un fotógrafo.
Las marcas
Para los adinerados, y Sorolla lo era, aquellos años de Belle Époque eran felices.El arte y la moda se abrazaban y los diseñadores reivindicaron su parte.
Charles F. Worth es artífice de esa transición hacia la creatividad personal: quiere que sus creaciones tengan nombre propio y estampa su firma, por ejemplo, en ese vestido rosa de seda, algodón, metal y raso que se expone en el Thyssen, perteneciente ahora a la colección Francisco Zambrana, de Málaga. Empezaban las marcas.
Pero la joya de la corona es el vestido Delphos, diseñado hacia 1920 por Mariano Fortuny y Madrazo, inspirado en las túnicas griegas, que caía sobre el cuerpo de la mujer sin ataduras.
Con él, y sin ropa interior, bailó Isadora Duncan, que puso cimientos a la danza moderna, y lo lucía Peggy Guggenheim, la gran coleccionista y mecenas estadounidense.
Sorolla se lo regaló a su hija en color amarillo y la retrató así.
La nueva mujer estaba naciendo y el cambio de piel dejó un rastro de polisones y miriñaques que tanto tiempo le impidieron cabalgar la modernidad.
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