Hicieron o dijeron algo horrible y crearon algo maravilloso. ¿Debe la biografía de un artista influir en la apreciación de su obra? Las denuncias por acoso reabren la pregunta.
Roman Polanski, Woody Allen, Bill Cosby, William
Burroughs, Richard Wagner, Sid Vicious, V. S. Naipaul, John Galliano,
Norman Mailer, Ezra Pound, Caravaggio, Floyd Mayweather, y si empezamos a
enumerar deportistas no acabaremos nunca.
¿Y qué decir de las mujeres?
De inmediato, la lista se vuelve mucho más difícil e incierta: ¿Anne
Sexton? ¿Joan Crawford? ¿Sylvia Plath? ¿Cuenta las que se hacían daño a
sí mismas?
Vale, supongo que entonces es mejor volver a los hombres:
Pablo Picasso, Max Ernst, Lead Belly, Miles Davis, Phil Spector.
Todos ellos hicieron o dijeron algo horrible y
crearon algo maravilloso.
Lo horrible afecta a lo maravilloso; no
podemos ver, oír o leer esa obra de arte sin recordar el horror.
Desbordados por lo que sabemos de la monstruosidad del creador, nos
apartamos, llenos de repugnancia.
O quizá no. Seguimos mirando,
intentando separar al artista de la obra de arte.
En cualquier caso, es
perturbador. Son genios y son monstruos, y no sé qué hacer con ellos.
En la era de Trump, todos hemos estado pensando en
monstruos. Por lo que a mí respecta, empecé hace varios años.
Estaba
investigando sobre Roman Polanski para un libro que estaba escribiendo y
me quedé sobrecogida por sus atrocidades.
Era algo monumental, como el
Gran Cañón del Colorado. Y sin embargo... Cuando veía sus películas,
tenían una belleza que era otro tipo de monumento, inmune a todo lo que
sabía de su maldad. Había leído muchísimo sobre cuando violó a la chica de 13 años Samantha Gailey;
estoy segura de que no me queda un detalle por saber.
Pero, a pesar de
ello, seguía siendo capaz de ver sus películas. Deseándolo, incluso.
Cuanto más investigaba sobre Polanski, más empujada me sentía a ver su
cine, y lo hacía una y otra vez, sobre todo los grandes títulos: Repulsión, La semilla del diablo, Chinatown.
Como todas las obras maestras, invitan a verlas repetidamente. Yo las
devoraba.
Se convirtieron en parte de mí, como pasa cuando se ama algo.
No me deberían haber gustado esas películas ni ese
director. Polanski es el blanco de boicots, querellas e indignación.
Para la gente, el hombre y su obra parecen ser la misma cosa. ¿Pero lo
son? ¿Debemos intentar separar el arte del artista, al creador de su
obra? ¿Nos sumimos en un olvido voluntario cuando queremos escuchar, por
ejemplo, el ciclo del Anillo de Wagner?
(Olvidar es más fácil para
algunas personas que para otras; las obras de Wagner se han representado
muy pocas veces en Israel.) ¿O pensamos que el genio merece una
dispensa especial, un permiso para comportarse mal?
¿Y cómo varía nuestra respuesta en función de las
situaciones? Da la impresión de que algunas obras de arte son ya
imposibles de disfrutar por las transgresiones de su creador: ¿Cómo
podemos ver The Cosby Show después de las acusaciones de violación contra Bill Cosby?
Por supuesto, se puede hacer, pero ¿estaremos viendo verdaderamente la
serie? ¿O más bien el espectáculo de nuestra inocencia perdida.
¿Y es solo una cuestión pragmática? ¿Retiramos
nuestro apoyo a esa persona si está viva y, por tanto, puede obtener
beneficios económicos de que nosotros disfrutemos de sus obras? ¿Votamos
con la cartera?
En ese caso, ¿vale bajarnos gratis de internet una
película de Roman Polanski, por ejemplo? ¿Podemos verla en casa de un
amigo?
Un momento: ¿quién es ese “nosotros” que aparece
siempre en los ensayos críticos?
Nosotros es una escapatoria. Nosotros
es barato.
Nosotros es una forma de deshacernos de la responsabilidad
personal y, al mismo tiempo, asumir fácilmente la autoridad.
Es la voz
del crítico masculino tradicional, el que cree sinceramente que sabe lo
que debe pensar todo el mundo
. Nosotros es corrupto. Nosotros es
artificial.
La pregunta que hay que hacerse es: ¿Puedo yo amar el arte
pero odiar al artista? ¿Puede usted? Cuando digo nosotros, me refiero a
mí.
Y me refiero a usted.
La relación sexual con Soon-Yi me afectó como una
traición personal.
Cuando era joven, yo me sentía como Woody Allen.
Tenía la intuición o la convicción de que me estaba representando en la
pantalla. Era yo.
Ese es uno de los aspectos peculiares de su talento,
su capacidad de representar al público.
La identificación era aún más
intensa por la aparente importancia de su personaje habitual: flaco como
un niño, bajito como un niño, confuso ante un mundo frío e
incomprensible (como antes lo había sido Chaplin).
Sentía una afinidad
con él superior a la normal entre una niña y un cineasta adulto.
En
cierto modo absurdo, me parecía que era mío.
Siempre le había
considerado uno de nosotros, los indefensos. A partir de Soon-Yi, me pareció un depredador.
Mi reacción no era lógica; era emocional.
Una tarde lluviosa de la primavera de 2017, me
dejé caer en el sofá del cuarto de estar y cometí un acto transgresor.
No el que están ustedes pensando.
Lo que hice fue contratar Annie Hall
en el servicio a la carta de mi televisor. Fue fácil.
Me limité a darle
al botón de OK en mi enorme mando universal y luego me dediqué a
rebuscar galletas en un paquete mientras aparecían los títulos de
crédito. Como acto transgresor, bastante modesto.
Annie Hall
es una comedia ingeniosa, un baile de Fred Astaire, un globo lleno de
helio y que tensa su cuerda.
Es una historia de amor para gente que no
cree en el amor: Annie y Alvy se unen, se distancian, vuelven a unirse y
se separan definitivamente.
Su relación no ha tenido sentido en ningún
momento y, al mismo tiempo, ha merecido la pena.
Sé que Polanski es peor, sea eso lo que sea, y que
Cosby está más de actualidad.
Pero, para mí, el monstruo por
antonomasia es Woody Allen.
Los hombres quieren saber por qué nos indigna tanto Woody Allen. Woody Allen se acostó con Soon-Yi Previn,
hija de su pareja Mia Farrow.
La primera vez que se acostaron juntos,
Soon-Yi era una adolescente que estaba bajo su cuidado, y él era el
director de cine más famoso del mundo.
El estribillo de Annie, “la la la”, es el
principio que rige la aventura, la colección de sílabas sin sentido que
dan feliz expresión al existencialismo barato de Allen.
“La la la”
significa “No importa nada”. Significa “Vamos a divertirnos mientras nos
estrellamos”.
Significa “Se nos van a romper los corazones, ¿a que es
una juerga?
Annie Hall es el mejor film cómico del siglo XX —mejor que La fiera de mi niña, mejor incluso que Caddyshack—, porque reconoce el incontenible nihilismo que acecha dentro de toda comedia.
Y además, es muy divertido.
Ver Annie Hall
es sentir por un instante que una pertenece a la humanidad.
Sentirse
casi asaltada por ese sentimiento de pertenencia, esa conexión inventada
que puede ser más bella incluso que el amor.
Y eso es lo que llamamos
verdadero arte. Por si no lo sabían.
Yo no siempre me siento conectada con la
humanidad.
Es un placer poco frecuente. ¿Y tengo que renunciar a él solo
porque Woody Allen se portó mal? No me parece justo.
Cuando le mencioné a mi amiga Sara que estaba
escribiendo sobre Woody Allen, me dijo que había visto en su barrio una
biblioteca de intercambio que estaba hasta arriba de libros escritos por
y sobre él.
Nos reímos al imaginar a algún furioso aficionado,
seguramente una mujer, que había decidido que no podía soportar seguir
teniendo esos libros en su casa y se los había llevado todos a la
biblioteca.
Y entonces Sara dijo en tono nostálgico: “Yo no sé dónde poner todo lo que siento sobre Woody Allen”. Exacto.
También le conté que estaba escribiendo sobre
Allen a otra amiga muy inteligente.
“¡Yo tengo muchas opiniones sobre
Woody Allen!”, exclamó entusiasmada.
Estábamos bebiendo una copa de vino
en el porche de su casa y la luz de la tarde le iluminaba el rostro.
“¡Estoy furiosa con él! Ya estaba cabreada con él por lo de Soon-Yi, y
entonces llegó lo de ese chico, ¿cómo se llama? ¿Dylan? Llegaron las acusaciones de Dylan,
y la reacción tan desdeñosa que tuvo él.
Y detesto cómo habla sobre
Soon-Yi, siempre diciendo que gracias a él tiene una vida más plena”.
Esto es lo que nos sucede a muchos cuando pensamos
en la obra de los genios que son monstruos: nos decimos a nosotros
mismos que estamos haciendo reflexiones éticas cuando, en realidad, lo
que tenemos son sentimientos morales
. Ponemos esos sentimientos en
palabras y los llamamos opiniones: “Lo que hizo Woody Allen estuvo muy
mal”.
Y los sentimientos nacen de un lugar más elemental que las
reflexiones.
La verdad era esta: la historia de Woody y Soon-Yi me había
alterado. No estaba pensando; estaba sintiendo.
Me sentía personalmente
ofendida.
Si quieren emociones complicadas, vean Manhattan.
Como muchas personas —¿muchas qué? ¿Muchas
mujeres? ¿Muchas madres? ¿Muchas que fueron niñas? ¿Muchas personas con
sentimientos morales?— he pasado muchos años sin ser capaz de ver
Manhattan.
Hace unos meses, cuando empecé a pensar en Woody Allen como
monstruo, vi prácticamente todas las demás películas que ha dirigido
antes de afrontar que en algún momento tendría que ver Manhattan.
Y ese día llegó.
Me senté en el bonito sofá de mi
cómodo cuarto de estar mientras se celebraba el juicio a Bill Cosby.
Era
junio de 2017. Mi marido, que tiene un don para el dramatismo discreto,
me sugirió que alternara entre el juicio y la película para construir
una especie de metarrelato de la monstruosidad.
Pero su austero sentido
norteuropeo del espectáculo no sirvió de nada, porque, a la hora de la
verdad, no retransmitieron el juicio de Cosby.
El ambiente, ese verano, era de enorme malestar. Un sentimiento general
de que algo no estaba bien.
Las gentes, y al decir gentes me refiero a
las mujeres, estaban agitadas e insatisfechas.
Se encontraban en la
calle, se miraban, meneaban la cabeza y se alejaban en silencio.
Las
mujeres estaban hartas. Organizaron una manifestación gigantesca del
hartazgo.
Empezaron a comunicarse por Facebook y Twitter, a hacer largas
marchas indignadas, a dar dinero a organizaciones de derechos civiles, a
preguntarse por qué sus parejas y sus hijos no fregaban más los platos.
Empezaron a darse cuenta de que el paradigma de los platos era odioso.
Empezaron a radicalizarse, pese a que no tenían tiempo de ser radicales.
Arlie Hochschild publicó The Second Shift (La doble jornada)
en 1989, y en 2017 las mujeres empezaron a descubrir que los problemas
que describía estaban más vivos que nunca.
Un par de meses después
surgieron las acusaciones contra Harvey Weinstein y, con ellas, el desbordamiento de la campaña de #MeToo.
Aun así, estaba celebrándose.
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