La obtusa interpretación del conflicto catalán hecha por medios y
opinadores anglosajones confirma que sus países ya no cuentan
intelectualmente.
CONOZCO A ALGUNAS personas compungidas por la ramplona interpretación que de la crisis catalana
han hecho ciertos medios y opinadores anglosajones, a ambos lados del
Atlántico.
Desde mi punto de vista (y miren que soy anglófilo de toda la
vida, y por ello he sido tildado en España de “autor inglés traducido” y
otras etiquetas más groseras), esas personas van atrasadas de
información, o bien son muy lentas a la hora de sacudirse los viejos
prestigios, cuando éstos ya han caído.
Las voces en inglés han aparecido más autorizadas que cualesquiera otras
durante décadas, y con bastante justicia.
Tanto los Estados Unidos como
Gran Bretaña son ricos y fuertes todavía, han tenido y tienen
científicos y artistas deslumbrantes y Universidades de enorme fama; han
sido serios en el mejor sentido de la palabra, escrupulosos y
racionales en sus análisis;
han universalizado su cultura y su historia a
través del cine y las series televisivas: no sé ahora, cuando ya casi
nadie sabe nada, pero hasta hace poco no había europeo que ignorara
quiénes fueron el General Custer o Jesse James, mientras que éramos
incapaces de decir un solo nombre de general alemán, español, italiano o
francés, incluidos los de Napoleón, o de un bandolero de las mismas
nacionalidades.
O bueno, mucha menos gente conocía al italiano Salvatore
Giuliano que a los americanos Capone, Luciano o Billy el Niño. Con lo
anglosajón, pero sobre todo con lo estadounidense, hay un papanatismo
propio de países colonizados, con España a la cabeza. Todo lo que se
inventa o se cree descubrir en América acaba abrazándose aquí con
absoluto sentido acrítico, casi con idolatría.
Desde mi punto de vista, insisto, hace tiempo que lo que desde allí nos
venden es mercancía dañada o barata, con las excepciones de rigor.
La
mayor parte de las novelas estadounidenses son repetitivas y carentes de
interés, rara es la ocasión en que abro una y no empiezo a bostezar
ante sus “frescos” de una época o de una ciudad, ante sus historias de
familias (disfuncionales todas, por favor), ante sus artificiales prosas
pretendidamente literarias y plagadas de tics de las llamadas “escuelas
de escritura”, ante su voluntariosa sumisión a lo “edificante” o a lo
“transgresor”.
Del cine no hablemos: hace lustros que dejó de ser un
arte que ofrecía un montón de obras maestras al año para brindarnos hoy
productos sin brío y sin alma, películas desganadas, rutinarias y sin
convicción, remakes y secuelas sin fin.
De las costumbres que hemos importado, qué decir, desde Halloween hasta el Black Friday, todo contribuye a la infantilización y el gregarismo del mundo.
En cuanto a los “razonamientos”, les debemos las siete
plagas de lo políticamente correcto, el abandono de toda complejidad,
matiz y ambigüedad, incluso de toda duda y de todo dilema, cuando el ser
humano es esencialmente complejo, ambiguo, lleno de excepcionalidades,
incertidumbres y encrucijadas morales.
Pero, aparte de todo esto, que es una generalización
superficial, los prestigios de los países están irremediablemente unidos
a sus gobernantes, quienes, nos guste o no, influyen mucho más de lo
que deberían.
En este sentido, un país capaz de elegir como Presidente a Trump
para mí ya no cuenta, en conjunto.
Tampoco uno capaz de votar
alocadamente el Brexit para medio arrepentirse cuarenta y ocho horas
después y, pese a ello, carecer de valor para rectificar su atolondrada
decisión; de exhibir como Premier a la incompetente y confusa Theresa
May y como Ministro de Exteriores al cínico, bufonesco y dañino Boris
Johnson.
Países capaces de dejarse engañar por mamarrachos como Nigel
Farage y Donald Trump pasan a ser inmediatamente países sin prestigio
alguno, temporalmente idiotizados, dignos de lástima.
No es que en España ni en Europa estemos representados por gente mucho
mejor, pero al menos nuestros gobernantes no resultan grotescos (al
menos hasta que ganen Berlusconi o Grillo, tal para cual).
Sosos y
mediocres, sí; injustos y con escasa pesquis, la mayoría; inútiles,
también.
Pero no grotescos ni llamativamente lerdos.
Por eso, la obtusa
interpretación del conflicto catalán hecha por editoriales del New York Times y el Washington Post, el Guardian y el Times,
carece de la importancia que habría tenido hace sólo dos años, y no
debería llevar a nadie a la compunción ni al sonrojo.
Que esos diarios
(y algunos escritores de brutal ignorancia e inermes ante la
manipulación) no sepan detectar que el Govern de Puigdemont y Junqueras
ha encabezado un golpe retrógrado y decimonónico, antidemocrático,
insolidario, totalitario, a la vez elitista y aldeano, y tan
denodadamente embustero como el de los brexiteros y los trumpistas, no
hace sino confirmar que los países a los que pertenecen están embotados y
han dejado de contar intelectualmente, ojalá que por poco tiempo.
Y no
es que en el mundo anglosajón no haya voces inteligentes, claro que las
sigue habiendo.
Pero están en retirada, avasalladas y desconcertadas por
la rebelión de los tontos y su toma del poder.
Cuanto hoy venga de ese
mundo ha de cogerse con pinzas y ponerse en cuarentena.
Porque, después del Brexit y Trump, esos países han bajado provisionalmente a la categoría de “poor devils”, como dicen en inglés.
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