Durante cuatro décadas, en el extranjero me he tenido que enfrentar
centenares de veces a los mismos tópicos sobre la sociedad española.
TENGO UNA AMIGA catalana no independentista que el otro día me contaba sus cuitas.
Por un lado, la crispación social y la creciente agresividad:
por ejemplo, hace poco viajaba en un taxi en Barcelona e iba comentando
por el móvil con un amigo su tristeza por la situación política, y el
taxista comenzó a bufar, pegó un frenazo y la echó con cajas
destempladas de su vehículo.
Y, por el otro lado, el sapo que se tuvo
que tragar cuando formó parte de la última manifestación por la unidad y
recorrió las calles acompañada por el chunda chunda del ¡Que viiiiiva Españaaaaa!
de Manolo Escobar: “Porque desde luego hay que salir y manifestarse,
pero tener que aguantar eso…”, se dolía la criatura. Qué bien la
entiendo.
Llevo casi cuarenta años participando como periodista y novelista en
actos públicos en el extranjero y en todo este tiempo me he tenido que
enfrentar centenares de veces a los mismos tópicos sobre la sociedad
española, unos estereotipos rancios y ridículos que poseen una fabulosa
tenacidad, porque las décadas transcurren, pero los lugares comunes
continúan firmemente hincados en la mentalidad de franceses, ingleses,
italianos, alemanes, norteamericanos y demás individuos de allende
fronteras.
Y es que los tópicos persisten por encima de lo real
siempre y cuando nos devuelvan una imagen confortable de nosotros
mismos. Al anclar a España en lo primitivo, lo violento y lo racial, los
ciudadanos precisamente más primitivos de esos países (es decir, los
más incultos) se sienten superiores.
Denigrar al vecino, ya se sabe, es
la manera más fácil que tienen los necios para creerse listos.
De modo que llevo casi cuarenta años teniendo que explicar una y otra
vez, y a medida que transcurre el tiempo más irritada, que la España de
hoy no se define de manera esencial por la Guerra Civil o por el
franquismo.
Sin duda forman una parte muy importante de nuestra
historia, pero exactamente igual que la Segunda Guerra Mundial forma
parte de la historia de los vecinos.
Quiero decir que, por el hecho de
ser una escritora española, no tengo que ser preguntada una y otra vez
por la maldita Guerra Civil, de la misma manera que a nadie se le ocurre
preguntarle a un escritor francés por el colaboracionismo de Pétain,
con el agravante de que esto último tendría incluso más sentido
cronológico, porque la guerra mundial terminó seis años más tarde que la
nuestra.
Hace 42 años que murió Franco, 78 que acabó la Guerra Civil:
la España de hoy no se reduce a eso, por favor.
Pero ahí sigue aleteando el tópico.
España es sinónimo de Guerra Civil, machismo, toreros, Iglesia y
flamencas con bata de lunares.
Y yo me aburro de repetir que, según el
Eurobarómetro, el machismo español está en la zona media-baja (aunque
siga existiendo, por supuesto: hay sexismo en todas partes); que apenas
un 35% de la población apoya los toros (y entre menores de 24 años, sólo
un 16%); que somos uno de los países menos religiosos del planeta (sólo
un 26% se declaran católicos practicantes, sólo un 35% marcan la
casilla de la Iglesia en la renta), y que las flamencas forman parte de
nuestra rica y complejísima cultura, pero son tan sólo un ingrediente
más de ese mosaico y, aunque nos guste verlas, muchos no nos sentimos
representados por ellas.
Pero hete aquí que ahora, con este salto para atrás que siempre fomentan
las ebulliciones nacionalistas, sean del signo que sean, se diría que
los tópicos más viejos y casposos están levantando la cabeza.
Verán, a
mí me parece de perlas que haya gente a la que le encante Manolo Escobar
con su carro, sus no me gusta que a los toros te pongas la minifarda y
sus vivas patrióticos, y seguro que el cantante fue un buen hombre, pero
considero lamentable intentar reducir la moderna y poliédrica España de
hoy a ese mensaje elemental y arcaico, que para bailar achispado en una
boda puede funcionar, pero como eslogan político da pavor.
Esta queja
puede parecer una frivolidad con la que está cayendo, pero es que los
símbolos son importantes porque las ideologías se amparan y engordan
bajo ellos.
¿Que viva España? Pues mira, suplantada, empequeñecida y
secuestrada por la simpleza del hit escobariano, como que no.
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