Siempre entre las nubes hay esos huequitos de Sol que te dan valor.
Un Blues
Del material conque están hechos los sueños
24 nov 2017
Nueva York en la edad del pavo...................... Luz Sánchez-Mellado
Una
foto tomada por la hija mayor, Irene, en la que retrata a su hermana
Sara haciéndose un selfie con su madre junto al puente de Brooklyn, con
Manhattan al fondo.Fue por marzo, el Día del Padre por más señas, cuando se concibió mi
planazo del año. El viaje de mi vida como cabeza de familia de tres
mujeres en distintas fases de la edad del pavo: la madre y las hijas.
Como buena indecisa y pusilánime, el plan no lo gesté yo, sino que me lo
dieron parido otros. Huérfana y divorciada en la vida, fui a comer con
unos colegas y sus hijos en plan acoja a una single a su mesa
y, a los postres, mi amiga me soltó la bomba: “Nos vamos a Nueva York en
octubre”. “Qué bien, qué envidia, qué morro”, dije. “No, que nos vamos
todos, también tú y las niñas, ya he reservado yo porque si no, no vas a
ir nunca”, contestó mi prima. Y, como soy muy bien mandada, me puse a
sus órdenes. Ir sola con dos pavas salvajes a la capital del mundo se me
hacía un ídem, pero migrar en bandada con otros padres de adolescentes
en plan socialización del sufrimiento y del gozo sonaba irrenunciable. No reproduzco la interjección de mis hijas al saber la buena nueva
porque esto lo leen menores y no es plan de dar mal ejemplo.
La
odisea empezó desde las maletas. Emperrada en epatar a los neoyorquinos
con su depurado estilo de niñata europea, la pequeña, 16 abriles en
flor carnívora, hizo acopio de los pingos más indescriptibles de su
armario —y del mío— y atoró su trolley con sus zapatillas viejas en espera de comprarse allí, in situ,
el par definitivo. En su defensa hay que decir que las otras dos pavas
de la casa, la pesada de su madre y su hermana mayor del alma, también
nos agenciamos sendas gorras de béisbol para mimetizarnos con lo que
suponíamos la fauna autóctona. Quizá por eso, por dar tan fenomenalmente
el pego, eligieron a mi dulce dieciseisañera como la pasajera más
sospechosa del vuelo y le registraron hasta los empastes en Barajas. Había que ver a la niña de mis ojos en tal trance. “Soy menor”, va y le
suelta al segurata para que su peor enemiga, o sea, mi menda,
la protegiera. “Mamá, mamita, mami”, le faltó llamarme. Ella, que me
niega hasta el saludo en público.
El puente de Queensboro
Del vuelo y los trámites de inmigración en el JFK mejor ni
hablamos, salvo que las primeras 5.000 calorías del viaje las ingerimos
sin levantar las nalgas de los asientos de Delta Airlines a costa de los
hidratazos del catering y que casi nos hacemos íntimas de unos
abueletes coreanos en la hora y media que pasamos juntos en la cola. La
entrada a la ciudad por el puente de Queensboro, adivinando los rascacielos emblemáticos
a través de las vigas, compensó con creces los engorros. El chutazo de
energía. Esa es la primera señal de que estás en la Gran Manzana. Te
poseen, no sé, unas ganas de tomar Manhattan que no ves el momento de
tirarte a la calle. Así que, nada más llegar al hotel, el Manhattan at Times Square,
uno centriquísimo muy mono por fuera y muy justito por dentro, lo que
tiramos fue el equipaje, salimos al raso, nos hicimos en el delirio de
luces, flora y fauna de Times Square propiamente dicho los primeros 200 selfies de los miles que perpetraríamos y empezamos a desnucarnos de tanto mirar alto.
Manhattan desde la terraza del Rockefeller Center, en Nueva York.Nacho Cembellin
“Mamá, macho, aquí todo es a lo bestia”, dictaminaron mis
vástagas como primera impresión del viaje, y es cierto. Todo es más
alto, más grande, más apabullante. Pero cuando te acostumbras y cierras
la boca que se te abre un palmo según llegas, te das cuenta de que Nueva
York, como Madrid, en cuanto te adentras 10 metros del frontis de
cualquier calle, no deja de ser un pueblo grande. Al segundo día, casi
saludábamos al vecindario: el poli de la esquina, el homeless del Starbucks, los voceadores de los buses turísticos, el asiático del deli y a las chicas del McDonald’s de Broadway donde desayunábamos dado lo prohibitivo de los cafés en cualquier otro sitio. Eso sí, pese a nuestro empeño en no parecer guiris, nos
olían a la legua y nos hablaba en español quien sabía hablarlo, que eran
legiones, demostrando que nuestro camuflaje era francamente mejorable. El primer día, por cierto, se nos fue en un suspiro. Un paseo por la
Quinta, una incursión en la estación Gran Central,
una visión prenavideña de la pista de patinaje del Rockefeller Center y
un encuentro con una fiesta callejera de nigerianos y nigerianas cerca
de la sede de la ONU que nos confirmó en la idea de que, en cuestión de
poderío físico, hay razas superiores y no son la nuestra.
Baile callejero en el neoyorquino barrio de Harlem.Alex DamianidisGetty
El siguiente paso fue bajar al Subway a comprar la
Metrocard, un abono para viajar por las tripas de la ciudad una semana
por 30 dólares que exprimimos a conciencia una vez que las chicas
desentrañaron el galimatías de cifras y letras de las líneas, que una ya
está mayor para eso teniendo el relevo generacional de neuronas en
casa.Así, en metro, nos propusimos cumplir el rito de ver una misa góspel
en el Abyssinian de Harlem, pero al llegar, una cola disuasoria —y una
matrona de 130 kilos que pregonaba alternativas— nos desvió a otra
iglesia con otra misa especial para turistas que, por 10 pavos del ala,
nos permitió hacernos una idea aproximada de lo que nos estábamos
perdiendo. A cambio, nos tomamos un capuchino en un bar lleno de vecinos
del barrio vestidos de domingo como sacado de una película de los
sesenta, y en el paseo por Harlem de regreso al metro vimos a un
fenómeno de la naturaleza, perdón, hombre negro, de dos metros cúbicos
sin más equipamiento textil que un slip ajustadísimo, haciendo estiramientos con una cinta amarrada a un semáforo en la mismísima mediana de la calle. Mereció la pena.La tarde la pasamos paciendo por las praderas de Central Park, atizándonos el primero de las decenas de grilled chicken
sándwiches que nos íbamos a meter entre pecho y espalda en la terraza
del Loeb Boathouse, bailando con patinadores de todo pelaje al ritmo del
Despacito y esquivando judíos ultraortodoxos convirtiendo a
infieles por el parque. En el regreso andando al hotel, a las chicas les
dio por entrar en el lobby del Hotel Plaza para ver al
paisanaje de ricos vestidos como para recoger el Oscar, mientras una se
quedaba fuera rumiando su envidia, perdón, rencor de clase. En la
enésima travesía de la Quinta, además de a la primera Trump Tower, las
chicas le echaron el ojo a la primera Niketown, unos mamotretos de
cuatro plantas a mayor gloria de las zapatillas homónimas que proliferan
por la ciudad y donde, me informó gentilmente la pequeña, estaban las
deportivas de sus sueños. Las Nike Vapor: 190 dólares de vellón —“al
cambio son solo 150 euros, mamá, chaval”, me matizó la bróker de la
familia— por un par de abarcas de telilla, ni de cuero ni de nada, y
suela de blandiblub transparente. “Ni de coña”, fue mi cordial respuesta.
Una tienda de ropa en Canal Street (Nueva York).Cristian BaitgGetty
Los días que siguieron fueron de vértigo. Jornadas de 12
horas pateándose la ciudad por arriba y por abajo para comprobar, entre
otras cosas, que hay más que altas torres bajo el skyline.
Especialmente maravilladas quedaron las chicas con la visita a
Washington Square, con sus ardillas por los parterres; el campus urbano
de la Universidad de Nueva York, con sus estudiantes de todos los
colores y tonelajes; Greenwich Village, con sus maravillosas casas de
ladrillo y forjado, y Bleecker Street, con sus tiendas tan cuquis como
prohibitivas. En cada esquina, las chicas creían ver a los protagonistas
de sus series favoritas, hasta que un día, brujuleando por Madison
Avenue, donde pasea la cotorra de Blake Lively en Gossip Girl,
llena de opulentos portales con porteros de librea y tiendas de lujo que
te hacen sentir un pordiosero, la pequeña soltó, sin saberlo, el
resumen del viaje. “Mamá, tío, vale que los neoyorquinos te miren por
encima del hombro, pero es que hasta los perros saben que son de Nueva
York y nos perdonan la vida a las personas humanas”. A ver quién le
llevaba la contraria.
Tienda de lencería de Victoria’s Secret en Nueva York.Alamy
La obligada romería por el puente de Brooklyn, en un día espectacular en el que el skyline lucía tan real que parecía de atrezo, fue otro puntazo. Se podría hacer una película de dibujos animados con los cientos de selfies que nos hicimos cada 10 pasos. El garbeo por el Meatpacking District y el Highline,
una pasarela que serpentea por Manhattan a la altura de un tercer piso y
donde una hizo decenas de paradas no solo para admirar el paisaje, sino
para descansar los pies que le ardían por mucha zapatilla que hubiera
estrenado, completaron otro día épico. ¡Las zapatillas! Las Vapor de los
testículos. En busca de ellas, por si se obraba el milagro de hallarlas
más baratas, fuimos al Soho, a otra Niketown de marras, de donde
salimos con dos palmos de narices y el morro de la pequeña cada vez más
prominente. Las novedades no se rebajan, catetas, nos informaron
amablemente los de la tienda. El paseo por el cercano Chinatown no
arregló precisamente las cosas. Muy típico, muy abigarrado, muy
agobiante, el barrio. Y un gran sitio para descubrir el verdadero
significado del latinajo horror vacui. La vuelta a nuestra zona
de confort de la Quinta Avenida, con la correspondiente visita a un
macro Victoria’s Secret, ese templo de la lujuria choni, y el cargamento
de decenas de botes de colonia a seis pavos para regalar a las
amiguitas de las niñas, templó un poco los ánimos.
Placa en el munumento conmemorativo del 11 de Septiembre, en Nueva York.Jason DoiyGetty
El momento más emocionante, sin embargo, fue la visita al
nuevo World Trade Center, con la evocadora ausencia de las Torres
Gemelas. Ni mi mayor ni mi pequeña tienen más recuerdo del 11-S que las
imágenes de la tele. La primogénita tenía cuatro años y la benjamina era
una recién nacida. La visión del memorial a las víctimas,
una especie de oda al vacío de las torres con sendos balcones corridos a
sendas cortinas de agua desaguando al centro de la tierra y un rosario
de rosas junto a algunos de los nombres de los muertos que cumplían años
ese día, nos puso el corazón en un puño y un nudo en la garganta. Para
deshacerlo, nos marcamos una razzia al Century 21, un centro
comercial de rebajas en pleno WTC donde servidora trincó al vuelo tres
vestidazos de Calvin Klein ultrarrebajados y del que las chicas tuvieron
que sacarme con fórceps porque de las Nike Vapor, ni rastro.
Turistas fotografiándose junto al Toro de Wall Street, del escultor Arturo Di Modica.Alamy
Alcanzado el consenso de que era mejor ver la Estatua de la
Libertad con perspectiva y no comernos la cola para subírsele a la
chepa, otra mañana cogimos el ferri a Staten Island, lo único gratis del viaje
además de los vasos de agua que te sirven en todas partes antes incluso
de que pidas la comanda. En efecto, la estatua palidece al lado del
encanto del viaje y de la acongojante presencia de la patrulla de
guardacostas que escolta al barco con un tipo apuntándote directamente
con un fusil de caerte de espaldas: cero bromas. Tras comer en la
encantadora terraza del muelle, se impuso un paseo por Wall Street, la Bolsa y la otra Trump Tower
justo a la hora de salida de los curritos con sus trajes, sus corbatas y
sus caras de cansancio de siglos, demostrando que en todos los sitios
cuecen menús del día, aunque sean de cinco estrellas. Bueno, eso lo vi
yo, que soy muy cotilla, en la hora y media que las chicas pasaron
haciendo cola para tocarle las gónadas al dichoso toro de la fortuna y
hacerse el correspondiente selfie. “Venga, mamá, tío, pesada, qué te cuesta”, me increpaba mi prole, pero servidora dijo que por ahí sí que no pasaba.
Local de hamburguesas en el parque de Madison Square, en Manhattan.Sean PavoneGetty
Algunas respuestas
Para el último día, sábado, optamos por un plan tranquilo,
en parte porque a las seis de la tarde teníamos que salir pitando al
aeropuerto, en parte porque entre el cansancio acumulado y la depresión
prepartida ya no podíamos con nuestras almas. Como, por pura ley de
Murphy, elegimos el único día nublado para subir al mirador del One World Trade Center
y nos quedamos compuestas y sin vistas, lo compensamos con un paseo por
el puerto. Allí, en Fulton Market nos llevamos la postal de los
neoyorquinos de verdad nadando en su salsa con sus niños, sus
monopatines, sus perros y sus litronas de Starbucks en ristre. Total, que llegamos a NY con muchas preguntas y nos fuimos
con algunas respuestas. Íbamos a ser las reinas de la noche y a las
nueve estábamos tan reventadas que lo único que queríamos era
agenciarnos sendos yogures de medio kilo y rebozarnos en la cama del
hotel viendo Sexo en Nueva York en Nueva York, como dijo mi bebota,
hasta el día siguiente. Las vistas son inmejorables, pero algunos
olores a cloaca, a comida y a cuerpos te noquean viva. El desfile humano
del metro y de la superficie, con seres bellísimos y despojos humanos
tirados literalmente por los suelos, es fascinante. Y, sí, confieso. El
último día a última hora aflojé los pernos y los 190 pavos y, previa
promesa de no pedir nada para Papá Noel ni Reyes ni cumpleaños ni santos
ni demás fastos en lo que queda de año, le di el plácet a la nena para
comprarse las dichosas zapatillas. Mira, qué drama. No las encontraba ni
vivas ni muertas en su número. Hasta que, cinco minutos de reloj antes
de coger la furgoneta al aeropuerto, apareció con ellas puestas. Es más
mona…
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