Historias de gamberrismo alcohólico, revolcones en el pajar y bailes en los que los cuerpos no se tocaban.
María Trinidad carraspea un poco al otro
lado del teléfono. "Perdóname, hija, que es casi no hablo por este
chisme nunca y no sé si me oyes bien.
Me dice mi hija que quieres que te hable de las fiestas del pueblo". María Trinidad tiene 73 años, 9 hijos y 16 nietos.
Vive en un pueblo manchego que antes habitaban 40 familias y ahora sólo 15.
Ha trabajado la tierra, ha sacado adelante a toda su prole, ha sido viuda muy joven, se ha vuelto a casar.
Y, sin embargo, cuando me empieza a hablar de sus fiestas, sus borracheras y sus bailes, siento una extraña empatía.
Me invade la sensación de que esta señora y yo, de haber coincidido en el espacio tiempo en edades similares, habríamos partido la noche.
"Alguna vez me he puesto mala, de vomitar en la cochera o en la cama -me cuenta con un puntito de emoción en la voz- pero en general el vino me ha sentado siempre muy bien, se me asentaba el cuerpo y lo pasaba de lo más bien.
Me dice mi hija que quieres que te hable de las fiestas del pueblo". María Trinidad tiene 73 años, 9 hijos y 16 nietos.
Vive en un pueblo manchego que antes habitaban 40 familias y ahora sólo 15.
Ha trabajado la tierra, ha sacado adelante a toda su prole, ha sido viuda muy joven, se ha vuelto a casar.
Y, sin embargo, cuando me empieza a hablar de sus fiestas, sus borracheras y sus bailes, siento una extraña empatía.
Me invade la sensación de que esta señora y yo, de haber coincidido en el espacio tiempo en edades similares, habríamos partido la noche.
"Alguna vez me he puesto mala, de vomitar en la cochera o en la cama -me cuenta con un puntito de emoción en la voz- pero en general el vino me ha sentado siempre muy bien, se me asentaba el cuerpo y lo pasaba de lo más bien.
Mis hermanas, que somos 7, son buenas bebedoras y buenas
bailadoras, y no veas las que hemos liado.
Sobre todo de solteras, pero
también de casadas.
De acabar llorando y riendo tiradas en el suelo. Una
vez mi hermana Soledad, que en paz descanse, se cagó en la puerta de
casa del cura".
Vaya finura de esas abuelas, debo decir que otras nos divertíamos mucho pero eso es otra historia porque no conozco el campo manchego.
María Trinidad carraspea un poco al otro
lado del teléfono. "Perdóname, hija, que es casi no hablo por este
chisme nunca y no sé si me oyes bien. Me dice mi hija que quieres que te
hable de las fiestas del pueblo". María Trinidad tiene 73 años, 9 hijos
y 16 nietos. Vive en un pueblo manchego que antes habitaban 40 familias
y ahora sólo 15. Ha trabajado la tierra, ha sacado adelante a toda su
prole, ha sido viuda muy joven, se ha vuelto a casar. Y, sin embargo,
cuando me empieza a hablar de sus fiestas, sus borracheras y sus bailes,
siento una extraña empatía. Me invade la sensación de que esta señora y
yo, de haber coincidido en el espacio tiempo en edades similares,
habríamos partido la noche.
"Alguna vez me he puesto mala, de vomitar en la cochera o en la cama -me cuenta con un puntito de emoción en la voz- pero en general el vino me ha sentado siempre muy bien, se me asentaba el cuerpo y lo pasaba de lo más bien. Mis hermanas, que somos 7, son buenas bebedoras y buenas bailadoras, y no veas las que hemos liado. Sobre todo de solteras, pero también de casadas. De acabar llorando y riendo tiradas en el suelo. Una vez mi hermana Soledad, que en paz descanse, se cagó en la puerta de casa del cura".
María Trinidad inicia así una retahíla de anécdotas de
auténtico gamberrismo alcohólico que incluyen revolcones en el pajar,
concurso de a ver quién tenía las tetas más grandes del pueblo y huidas a
mearse en el vino de los del pueblo de al lado.
Su charla alcohólico-escatológica, y absolutamente gloriosa, culmina con una imagen brutal: Maritrini y sus 6 hermanas, absolutamente cocidas, robando chorizos del secadero de un vecino al que odiaban.
"Salimos agarradas del brazo, aguantando la risa, con las ristras de chorizos colgadas del cuello como collares", recuerda entre carcajadas.
Su risa se transforma en un silencio acongojado. Se controla para no llorar.
"Perdóname, hija, pero es que yo soy la pequeña, y ya hay muchas de mis hermanas que me faltan", me dice con un hilo de voz.
Dolores, de 76 años, a diferencia, vivió una juventud corta, con poco lugar para fiestas.
"Me casé a los veinte, y antes tampoco me dejaban salir mucho. Iba a todos lados con mi tía María, que era mi carabina, aunque yo no tuve novio hasta los diecinueve.
No era lo mismo vivir en un pueblo que en una ciudad, como yo", me cuenta.
En ocasiones, la vida exterior de una mujer comenzaba al casarse y terminaba con el nacimiento del primer hijo.
Es el caso de Dolores. "Por suerte, tardamos seis años en tener a mi hijo Manuel, y esos seis años íbamos para aquí y para allí, a las verbenas del verano, a la pradera de San Isidro.
Yo nunca he sido mucho de bailar, porque no sabía casi", dice encogiéndose de hombros.
Los bailes de juventud de Dolores cuando estaba soltera
estuvieron marcados por el miedo a juntar los cuerpos. "Había que dejar
un palmo y medio de distancia entre el hombre y la mujer, no te podías
mirar a los ojos demasiado.
"Alguna vez me he puesto mala, de vomitar en la cochera o en la cama -me cuenta con un puntito de emoción en la voz- pero en general el vino me ha sentado siempre muy bien, se me asentaba el cuerpo y lo pasaba de lo más bien. Mis hermanas, que somos 7, son buenas bebedoras y buenas bailadoras, y no veas las que hemos liado. Sobre todo de solteras, pero también de casadas. De acabar llorando y riendo tiradas en el suelo. Una vez mi hermana Soledad, que en paz descanse, se cagó en la puerta de casa del cura".
PUBLICIDAD
Su charla alcohólico-escatológica, y absolutamente gloriosa, culmina con una imagen brutal: Maritrini y sus 6 hermanas, absolutamente cocidas, robando chorizos del secadero de un vecino al que odiaban.
"Salimos agarradas del brazo, aguantando la risa, con las ristras de chorizos colgadas del cuello como collares", recuerda entre carcajadas.
Su risa se transforma en un silencio acongojado. Se controla para no llorar.
"Perdóname, hija, pero es que yo soy la pequeña, y ya hay muchas de mis hermanas que me faltan", me dice con un hilo de voz.
Dolores, de 76 años, a diferencia, vivió una juventud corta, con poco lugar para fiestas.
"Me casé a los veinte, y antes tampoco me dejaban salir mucho. Iba a todos lados con mi tía María, que era mi carabina, aunque yo no tuve novio hasta los diecinueve.
No era lo mismo vivir en un pueblo que en una ciudad, como yo", me cuenta.
En ocasiones, la vida exterior de una mujer comenzaba al casarse y terminaba con el nacimiento del primer hijo.
Es el caso de Dolores. "Por suerte, tardamos seis años en tener a mi hijo Manuel, y esos seis años íbamos para aquí y para allí, a las verbenas del verano, a la pradera de San Isidro.
Yo nunca he sido mucho de bailar, porque no sabía casi", dice encogiéndose de hombros.
Yo, además, era tímida, me daba vergüenza. Y
ya luego, de casada, bailaba con mi marido solamente", recuerda.
Cuando
la animo a contarme su fiesta más loca, le cuesta encontrar las
palabras, se llena de pudor "Hay una noche un poco loca, pero no te la puedo decir", dice entre
risas.
Finalmente accede, y, dando muchos rodeos, confiesa: "Ya teníamos a mi primer hijo, pero alguien se quedó cuidándolo y salimos a una cena del trabajo de mi marido.
Yo no sé cuánto bebimos, pero el cava se me debió subir a la cabeza.
A la vuelta a casa, en el ascensor, de pronto me vi abrazada a mi marido y le dije: Manolo, ¿qué estamos haciendo? Esto se hace en la cama, no aquí"
Mauro, tinerfeño de 80 años, recuerda con nostalgia los carnavales de su isla:
"Nos disfrazábamos de todo: de soldado, de chino, de mascarita... Siendo muy jovencito, recién puesto el pantalón largo, bailaba con muchas chicas.
Todas iban preciosas, con sus volantes y sus sombreros. Era como una fiesta de película, con su orquesta y su baile".
Con respecto a la bebida, Mauro cuenta que se hacía una especie de botellón: "De muy chicos, como no queríamos ir a beber a la venta con nuestros padres y no teníamos tampoco mucho dinero, comprábamos vino barato, o se lo robaba alguno al padre, nos juntábamos en la azotea de alguna casa y nos lo bebíamos callandito".
Mauro reconoce haber sido buen bailarín. Tararea "Toda una vida", de Los Panchos, y cierra los ojos para recordar la cara de las chicas que se le cruzaron en la vida.
"Había una que me gustaba mucho, que me parece increíble que no me acuerde yo ahora de su nombre.
Es que los carnavales de Tenerife, llamados en un tiempo Fiestas de invierno porque Franco los habia prohibido eran muy transguesores y muy divertidos, en otras islas fueron diferentes a escondidas, pero si quieren un buen carnaval ahora vengan a las Islas Canarias...
Enrique, de 75 años, dice que las mejores
fiestas las ha pasado ya de más mayor, en su Extremadura natal.
Finalmente accede, y, dando muchos rodeos, confiesa: "Ya teníamos a mi primer hijo, pero alguien se quedó cuidándolo y salimos a una cena del trabajo de mi marido.
Yo no sé cuánto bebimos, pero el cava se me debió subir a la cabeza.
A la vuelta a casa, en el ascensor, de pronto me vi abrazada a mi marido y le dije: Manolo, ¿qué estamos haciendo? Esto se hace en la cama, no aquí"
Mauro, tinerfeño de 80 años, recuerda con nostalgia los carnavales de su isla:
"Nos disfrazábamos de todo: de soldado, de chino, de mascarita... Siendo muy jovencito, recién puesto el pantalón largo, bailaba con muchas chicas.
Todas iban preciosas, con sus volantes y sus sombreros. Era como una fiesta de película, con su orquesta y su baile".
Con respecto a la bebida, Mauro cuenta que se hacía una especie de botellón: "De muy chicos, como no queríamos ir a beber a la venta con nuestros padres y no teníamos tampoco mucho dinero, comprábamos vino barato, o se lo robaba alguno al padre, nos juntábamos en la azotea de alguna casa y nos lo bebíamos callandito".
Mauro reconoce haber sido buen bailarín. Tararea "Toda una vida", de Los Panchos, y cierra los ojos para recordar la cara de las chicas que se le cruzaron en la vida.
"Había una que me gustaba mucho, que me parece increíble que no me acuerde yo ahora de su nombre.
Es que los carnavales de Tenerife, llamados en un tiempo Fiestas de invierno porque Franco los habia prohibido eran muy transguesores y muy divertidos, en otras islas fueron diferentes a escondidas, pero si quieren un buen carnaval ahora vengan a las Islas Canarias...
"De
chicos andábamos sin dinero, siempre medio mendigando vino, con las
muchachas que no se te dejaban acercar, que les daba vergüenza bailar",
dice con cierto pesar.
En cambio, se le alegra el rostro cuando le
vienen a la memoria las Navidades con la familia, la compra de la
primera radio, apartar los muebles para bailar.
"Los hombres fumábamos puros, y las mujeres unos cigarros finos que
ahora no me acuerdo cómo se llamaban.
Teníamos nuestras bebidas, nuestra
música... ahí no faltaba de nada", recuerda.
También Mauro rememora con
felicidad las fiestas en casa, en Canarias: "Hacíamos comidas debajo de
la parra, en el patio.
Las mejores fiestas son con un plato de
costillas con papas, un vino bueno...". Y comienza, al igual que
Maritrini, a relatar todo tipo de travesuras de borrachera:
"Una vez
tiramos a mi hermana María Pilar al aljibe para que se le bajase el vino
de la cabeza, otra vez cogimos las bicis y nos llegamos hasta la playa
de noche, a bañarnos en cueros.
Eso sólo los chicos, claro. A las chicas
las tenían más amarradas".
No hay comentarios:
Publicar un comentario