Amar se nos da bastante mal (amar sin posesividad, sin idealizaciones ni decepciones, sin celos, equívocos, exigencias, egoísmos), pero lo que es odiar todos lo hacemos divinamente.
Los psicólogos saben que el odio es una respuesta irracional y primaria ante la frustración; cuando algo duele, algo angustia, algo nos estropea la vida, se nos dispara el odio y nos alivia.
Es un automatismo, como cuando tenemos una herida en la boca y la lengua no deja de arrimarse a ella.
Reconozcámoslo: en ese golpe primero de odio ciego y caliente hay placer.
O, por lo menos, consuelo.
Esa pulsión inmediata intenta dar salida a una emoción intensa con la que no sabemos qué hacer.
Y, cuanto más inermes nos sintamos ante esa emoción, ante esa frustración, más arderá nuestra inquina.
es imposible evitar por completo el odio, que está en la misma base
de lo que somos.
Pero sí podemos y debemos evitar quedarnos apresados por él
Pero sí podemos y debemos evitar quedarnos apresados por él
Pero sí podemos y debemos evitar quedarnos apresados por él, eternizarnos y embrutecernos en el ritual del aborrecimiento.
Como ya hemos dicho que produce placer, un placer arcaico y bárbaro, hay personas que lo siguen alimentando, exactamente igual que los drogadictos, hasta llegar a depender de su odio por completo y hacerlo la base de su identidad.
Hasta definirse por el adversario al que odian. Como los Capuleto y los Montesco.
Como el Ku Klux Klan o como los nazis. La historia del progreso social, de la civilidad y la democracia pasa precisamente por enfriar ese odio, por controlar de manera racional y con ayuda de las leyes esas emociones elementales y atroces.
Escribo todo esto, claro, porque ahora estamos emborrachados de odio.
De un odio cada vez más febril y crecedero. Desde el atentado de las Torres Gemelas, que inauguró un nuevo terrorismo en Occidente, han pasado casi 20 años, y las repetidas masacres han ido consiguiendo lo que los terroristas pretenden, su mejor baza para triunfar: azuzar el odio indiscriminado contra el islam.
En España, por ejemplo, hemos pasado de 49 incidentes de islamofobia en 2014 a 573 en 2016 (un incremento de más del 500%).
Pero estos datos empalidecen ante la brutal ola de odio que ahora estamos viviendo tras lo de Cataluña: chicas apaleadas por llevar el pañuelo, un niño musulmán pateado por un energúmeno… Brama todo Occidente ansioso de sangre, sin duda amparado y espoleado en su furia racista por el ejemplo nefasto de los Trump (nunca pensé que volvería a citar al Ku Klux Klan en un artículo: los creía tan extintos como los diplodocus).
Da igual que el 90% de los muertos por el terrorismo fundamentalista sean musulmanes y en países islámicos; da igual que los musulmanes de Occidente lo condenen (esas pobres madres de los terroristas muertos manifestándose en Ripoll me han roto el corazón).
El odio no escucha y no ve; ignora sistemáticamente todo lo que no va de acuerdo con sus prejuicios.
Es difícil luchar contra esta marea venenosa. Confieso que cuando supe que habían matado a Younes me alegré.
En primer lugar, por el alivio de haber acabado con ese peligro; pero supongo que también por el impulso de odio, por la venganza. E inmediatamente sentí cierto asco y la desesperanza de haberme llegado a alegrar por la muerte violenta de una persona de 22 años. Lo dijo hace 15 días Carlos Yárnoz en EL PAÍS en su magnífico artículo Tirar a matar: seis presuntos terroristas han fallecido por disparos de los Mossos y hasta el texto de Yárnoz nadie lo había resaltado.
Nadie se inquietó. Nadie se preguntó si no podrían haber disparado a las piernas, como en Finlandia.
Y lo peor es que estoy segura de que a la inmensa mayoría se le pasó la idea por la cabeza: pero optamos por ignorar la lucecita de alarma porque lo que queremos no es vencerlos, sino exterminarlos. Sí, es muy difícil luchar contra el odio, pero no tenemos más remedio que hacerlo si queremos mantener nuestra integridad.
Y es que, en efecto, estamos en guerra y la estamos perdiendo, pero no por lo que dicen algunos que reclaman una respuesta más violenta, sino porque corremos el riesgo de convertirnos en unos tipos tan despreciables y tan llenos de odio como los terroristas.
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