QUERIDA CARMEN:
Desde que fui madre por primera vez en 2009,
entiendo a todas las madres del mundo. Es como si el parto activara la válvula de la empatía o de la infinita comprensión hacia todas y cada una de las mujeres de las que depende otra vida.
Una clase de responsabilidad que se prolonga como una sombra y de la que, en buena medida, dependen tantas felicidades ajenas como hijos creados.
Por eso, Carmen, te escribo para decirte: te entiendo.
Te entiendo hasta en el pecado de haber amado fuera del cuerpo de tu marido.
Todo un oprobio para tu época que se convirtió en una deuda de honra y amor que pagaron tus hijos. Y tus padres. Y tu hermana.
Fuiste una mujer del siglo pasado.
De la
primera mitad, eso sí. No es una circunstancia menor porque, de haber
sido de la segunda, tu vida podría haber sido más fácil. O no.
No lo
sabemos.
En cualquier caso, ni el cuándo ni el dónde lo elegimos, de tal
forma que te tocó (y punto) vivir los años veinte, los treinta y los
cuarenta.
Te casaste ante Dios con un médico afamado y con él tuviste
tres criaturas, dos gemelas y un niño, circunstancias ambas elegidas por
ti o impuestas por tu tiempo.
Da igual. Te programaron para conservar
ese matrimonio, pero las cosas se torcieron y se te cruzó la mirada de
un militar de la Segunda República, de nombre Federico, y de apellido
Escofet.
Por ese hombre lo dejaste todo.
En 1939 cruzaste la frontera,
recorriste las cunetas que llevaban a Francia junto a los cientos de
miles de españoles que, como tú, juraron volver.
Y sin embargo.
El mismo destino que te unió a Federico Escofet te
impuso no cumplir el juramento y entender que no hay amor que soporte
una huida sin retorno.
Tus hijos se quedaron en Barcelona y fue esa
distancia la que te obligó a iniciar una cruzada contra ti misma.
He imaginado ser tú y no yo, borrar la presunción
de culpabilidad, tachar de tu biografía las líneas que insinuaban el
jolgorio y disfrute que se presupone con injusticia a las mujeres
infieles.
Porque sí, la modernidad es supuesta cuando es la mujer la que
resucita las pasiones adormecidas en las sábanas del matrimonio. La
sospecha lo invade todo cuando es ella la que rompe, la que se descubre
querida en otros brazos.
Contigo fue así y fuiste lo de siempre para las
pupilas ajenas que a él no lo juzgaron ni lo condenaron.
Al revés: la
conquista era cualidad de varón. Aún hay algo de presente en todo eso.
Y
quizá por eso, te entiendo.
Si volvieras a esta vida, te contaría algo.
Te contaría que tus hijas,
aún vivas, han saldado la deuda.
Han rellenado el insoportable vacío que
dejaste con el amor que descubrieron en la mirada de tu amante,
conscientes de que no hay sentimiento más noble que el de amar y ser
amado.
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