Siempre entre las nubes hay esos huequitos de Sol que te dan valor.
Un Blues
Del material conque están hechos los sueños
19 ago 2017
El silencio de los héroes anónimos........................... Juan I. Irigoyen
Un
vendedor, un enfermero y un taxista relatan cómo vivieron y cómo
ayudaron a los heridos tras el atentado del pasado jueves en La Rambla.
Albert, enfermero de 41 años, en La Rambla donde ayudó a los heridos. Miriam Lazaro
El paisaje era el de siempre: ruidoso y multitudinario. De pronto, un
golpe seco. Y silencio. Un silencio ajeno a gritos y sirenas. “Un segundo, señora”, le pidió Juan, vendedor de 52 años, a una extranjera que le preguntaba por el precio de unsouvenir. “Entré al quiosco a buscar algo y, no habían pasado ni dos segundos,
cuando escuché un estruendo tremendo. Me di la vuelta y vi a seis o
siete personas tiradas en el suelo, con los expositores destrozados,
algunos clavados en la gente”, relata. “Me sorprendió el olor a sangre.
Enseguida se me metió en la nariz, pero más me sorprendió el silencio”. Juan no sabe si ese mutismo era real o sí solo está en su recuerdo. Él,
simplemente, no escuchaba nada. La escena transcurrió en La Rambla, frente a la calle Hospital.
“Enseguida pensé: ‘esto es un atentado’. Salté sobre las personas como
pude y vi a la furgoneta blanca parada a unos metros. El conductor
estaba forcejeando con una de las personas. Tuve que decidir si les
ayudaba o iba a buscar al terrorista”, cuenta. Juan ayudó a la gente.
Dos minutos
“Lo único que quería era que no se quedaran todos amontonados. Nadie
me decía nada. No sabía si estaban vivos o muertos. Yo los acomodaba y
buscaba algo en el interior del quiosco para que no tuvieran la cabeza
en el suelo. Recuerdo un enorme suspiro de un hombre mayor. Cuando lo
levanté, volví a escuchar su respiración. Eso me tranquilizó”, añade el
vendedor. Según Juan, todo duró dos o tres minutos. Luego llegó la
policía y le pidió a él y a sus compañeros que desalojaran la zona. Se
fue a un bar, que estaba a unos metros del quiosco, y permaneció allí
hasta las nueve de la noche. Un familiar lo pasó a buscar y lo llevó a
su casa. Hasta las cinco de la mañana no se pudo dormir, pero ayer
quería volver a trabajar. En sus zapatillas blancas todavía tenía
manchas de sangre. “Me di cuenta en el metro de que me había olvidado
limpiarlas”, aclara. No quiere que lo fotografíen. “No soy ningún
héroe”.
Cesc, taxista de 41 años, en Plaza de Catalunya. Miriam Lazaro
“Héroe, ¿yo?”, dice Albert, de 41 años; “solo soy enfermero”. Albert
regresaba de la playa cuando entró con su coche en Ciutat Vella y sintió
algo extraño en el ambiente. De repente, un hombre le gritó: “No
avances, hay un tiroteo”. Logró aparcar y enfiló a pie rumbo a La
Rambla, hasta que un policía lo detuvo. “Soy enfermero, quiero ayudar”,
le contestó. Con chanclas y su bolso de la playa todavía a cuestas,
Albert se sentía vulnerable. “Cuando estás con tu traje amarillo y
llegas a los lugares en la ambulancia eres más inmune a lo que sucede a
tu alrededor. El jueves me sentía como un pulpo en un garaje”, explica.
Situación, en cualquier caso, que no le impidió avanzar. “Caminé cinco
metros y me encontré un joven italiano en el suelo. Con otra persona,
que entendía algo de sanidad, lo intentamos reanimar durante 25 minutos.
No pudimos”. No se detuvo. Con una bombona de oxigeno, que le había
cedido la Guardia Urbana, continuó con su camino, que no era otro que
intentar reforzar la asistencia médica.
La Rambla ya estaba tomada por un ruidoso silencio. “No había nadie
en la acera, solo cuerpos tapados en el suelo. Era un desierto con
personas muertas. Hasta que llegamos al lugar donde estaba la furgoneta y
eso era como estar en medio de una guerra, pero con los edificios en
pie”. Con los servicios de ambulancias, Guardia Urbana, Bomberos y
Mossos D’esquadra bien coordinados, Albert se dedicó a colaborar en lo
que podía. Si le pedían que hiciera una férula, lo hacía. Si le
solicitaban que colocara un suero, también. Entre medio, consolaba a las
víctimas. “Había un francés con una fractura de tibia. Me preguntaba
por su mujer y por su hijo. Pero como no hablo francés, solo podía
quedarme a su lado. Le cogía la mano y lo acariciaba”, narra Albert. La
situación era tan dramática que el héroe enfermero necesitaba
un respiro. “Me iba detrás del quiosco, lloraba unos segundos, me
desahogaba y continuaba ayudando”. Ayer, tras participar en la
concentración en la plaza de Catalunya, volvió al lugar donde intentó
reanimar al joven italiano y encendió una vela.
Massimiliano Minocri
“A las nueve de la noche recogí a una familia, que tenían unos
pequeños cortes”, cuenta Cesc, taxista, de 47 años. “Los llevé hasta
Cerdanyola. En el viaje hablamos muy poco. Los niños se quedaron
dormidos; los padres parecían estar en otro mundo. Llegamos a su casa,
nos abrazamos y me dieron las gracias”. Cesc estaba en su día libre
cuando su empresa, Elite Taxi, le informó del atentado. Cogió su coche y
llegó hasta Barcelona. En plaza de la Universitat coordinó la salida de
taxis. “Primero, heridos; luego gente mayor y niños; y después, lo
importante es intentar agrupar carreras con cuatro pasajeros y dejarlos
en un destino cercano para que el coche pueda volver lo más rápido
posible. Lo que buscábamos era vaciar la zona”, explica. Una vez cumplió
con éxito su tarea, comenzó una nueva secuencia junto al monumento a
Colón. Cesc, Albert y Juan son tres de las personas comunes, anónimos sin
formación en protocolos tras un atentado, que en la angustia de La
Rambla se convirtieron en los silenciosos héroes de Barcelona.
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