Un vendedor, un enfermero y un taxista relatan cómo vivieron y cómo ayudaron a los heridos tras el atentado del pasado jueves en La Rambla.
El paisaje era el de siempre: ruidoso y multitudinario. De pronto, un
golpe seco.
Y silencio. Un silencio ajeno a gritos y sirenas.
“Un segundo, señora”, le pidió Juan, vendedor de 52 años, a una extranjera que le preguntaba por el precio de un souvenir.
“Entré al quiosco a buscar algo y, no habían pasado ni dos segundos, cuando escuché un estruendo tremendo.
Me di la vuelta y vi a seis o siete personas tiradas en el suelo, con los expositores destrozados, algunos clavados en la gente”, relata. “Me sorprendió el olor a sangre. Enseguida se me metió en la nariz, pero más me sorprendió el silencio”.
Juan no sabe si ese mutismo era real o sí solo está en su recuerdo. Él, simplemente, no escuchaba nada.
La escena transcurrió en La Rambla, frente a la calle Hospital. “Enseguida pensé: ‘esto es un atentado’.
Salté sobre las personas como pude y vi a la furgoneta blanca parada a unos metros.
El conductor estaba forcejeando con una de las personas. Tuve que decidir si les ayudaba o iba a buscar al terrorista”, cuenta. Juan ayudó a la gente.
No sabía si estaban vivos o muertos.
Yo los acomodaba y buscaba algo en el interior del quiosco para que no tuvieran la cabeza en el suelo. Recuerdo un enorme suspiro de un hombre mayor.
Cuando lo levanté, volví a escuchar su respiración. Eso me tranquilizó”, añade el vendedor.
Según Juan, todo duró dos o tres minutos. Luego llegó la policía y le pidió a él y a sus compañeros que desalojaran la zona.
Se fue a un bar, que estaba a unos metros del quiosco, y permaneció allí hasta las nueve de la noche.
Un familiar lo pasó a buscar y lo llevó a su casa.
Hasta las cinco de la mañana no se pudo dormir, pero ayer quería volver a trabajar.
En sus zapatillas blancas todavía tenía manchas de sangre. “Me di cuenta en el metro de que me había olvidado limpiarlas”, aclara.
No quiere que lo fotografíen. “No soy ningún héroe”.
“Héroe, ¿yo?”, dice Albert, de 41 años; “solo soy enfermero”. Albert
regresaba de la playa cuando entró con su coche en Ciutat Vella y sintió
algo extraño en el ambiente.
De repente, un hombre le gritó: “No avances, hay un tiroteo”. Logró aparcar y enfiló a pie rumbo a La Rambla, hasta que un policía lo detuvo.
“Soy enfermero, quiero ayudar”, le contestó.
Con chanclas y su bolso de la playa todavía a cuestas, Albert se sentía vulnerable.
“Cuando estás con tu traje amarillo y llegas a los lugares en la ambulancia eres más inmune a lo que sucede a tu alrededor. El jueves me sentía como un pulpo en un garaje”, explica. Situación, en cualquier caso, que no le impidió avanzar.
“Caminé cinco metros y me encontré un joven italiano en el suelo. Con otra persona, que entendía algo de sanidad, lo intentamos reanimar durante 25 minutos. No pudimos”.
No se detuvo. Con una bombona de oxigeno, que le había cedido la Guardia Urbana, continuó con su camino, que no era otro que intentar reforzar la asistencia médica.
La Rambla ya estaba tomada por un ruidoso silencio.
“No había nadie en la acera, solo cuerpos tapados en el suelo.
Era un desierto con personas muertas.
Hasta que llegamos al lugar donde estaba la furgoneta y eso era como estar en medio de una guerra, pero con los edificios en pie”. Con los servicios de ambulancias, Guardia Urbana, Bomberos y Mossos D’esquadra bien coordinados, Albert se dedicó a colaborar en lo que podía.
Si le pedían que hiciera una férula, lo hacía. Si le solicitaban que colocara un suero, también.
Entre medio, consolaba a las víctimas. “Había un francés con una fractura de tibia.
Me preguntaba por su mujer y por su hijo. Pero como no hablo francés, solo podía quedarme a su lado.
Le cogía la mano y lo acariciaba”, narra Albert. La situación era tan dramática que el héroe enfermero necesitaba un respiro.
“Me iba detrás del quiosco, lloraba unos segundos, me desahogaba y continuaba ayudando”. Ayer, tras participar en la concentración en la plaza de Catalunya, volvió al lugar donde intentó reanimar al joven italiano y encendió una vela.
“A las nueve de la noche recogí a una familia, que tenían unos pequeños cortes”, cuenta Cesc, taxista, de 47 años.
“Los llevé hasta Cerdanyola. En el viaje hablamos muy poco. Los niños se quedaron dormidos; los padres parecían estar en otro mundo.
Llegamos a su casa, nos abrazamos y me dieron las gracias”.
Cesc estaba en su día libre cuando su empresa, Elite Taxi, le informó del atentado.
Cogió su coche y llegó hasta Barcelona. En plaza de la Universitat coordinó la salida de taxis.
“Primero, heridos; luego gente mayor y niños; y después, lo importante es intentar agrupar carreras con cuatro pasajeros y dejarlos en un destino cercano para que el coche pueda volver lo más rápido posible.
Lo que buscábamos era vaciar la zona”, explica.
Una vez cumplió con éxito su tarea, comenzó una nueva secuencia junto al monumento a Colón.
Cesc, Albert y Juan son tres de las personas comunes, anónimos sin formación en protocolos tras un atentado, que en la angustia de La Rambla se convirtieron en los silenciosos héroes de Barcelona.
Y silencio. Un silencio ajeno a gritos y sirenas.
“Un segundo, señora”, le pidió Juan, vendedor de 52 años, a una extranjera que le preguntaba por el precio de un souvenir.
“Entré al quiosco a buscar algo y, no habían pasado ni dos segundos, cuando escuché un estruendo tremendo.
Me di la vuelta y vi a seis o siete personas tiradas en el suelo, con los expositores destrozados, algunos clavados en la gente”, relata. “Me sorprendió el olor a sangre. Enseguida se me metió en la nariz, pero más me sorprendió el silencio”.
Juan no sabe si ese mutismo era real o sí solo está en su recuerdo. Él, simplemente, no escuchaba nada.
La escena transcurrió en La Rambla, frente a la calle Hospital. “Enseguida pensé: ‘esto es un atentado’.
Salté sobre las personas como pude y vi a la furgoneta blanca parada a unos metros.
El conductor estaba forcejeando con una de las personas. Tuve que decidir si les ayudaba o iba a buscar al terrorista”, cuenta. Juan ayudó a la gente.
Dos minutos
“Lo único que quería era que no se quedaran todos amontonados. Nadie me decía nada.No sabía si estaban vivos o muertos.
Yo los acomodaba y buscaba algo en el interior del quiosco para que no tuvieran la cabeza en el suelo. Recuerdo un enorme suspiro de un hombre mayor.
Cuando lo levanté, volví a escuchar su respiración. Eso me tranquilizó”, añade el vendedor.
Según Juan, todo duró dos o tres minutos. Luego llegó la policía y le pidió a él y a sus compañeros que desalojaran la zona.
Se fue a un bar, que estaba a unos metros del quiosco, y permaneció allí hasta las nueve de la noche.
Un familiar lo pasó a buscar y lo llevó a su casa.
Hasta las cinco de la mañana no se pudo dormir, pero ayer quería volver a trabajar.
En sus zapatillas blancas todavía tenía manchas de sangre. “Me di cuenta en el metro de que me había olvidado limpiarlas”, aclara.
No quiere que lo fotografíen. “No soy ningún héroe”.
De repente, un hombre le gritó: “No avances, hay un tiroteo”. Logró aparcar y enfiló a pie rumbo a La Rambla, hasta que un policía lo detuvo.
“Soy enfermero, quiero ayudar”, le contestó.
Con chanclas y su bolso de la playa todavía a cuestas, Albert se sentía vulnerable.
“Cuando estás con tu traje amarillo y llegas a los lugares en la ambulancia eres más inmune a lo que sucede a tu alrededor. El jueves me sentía como un pulpo en un garaje”, explica. Situación, en cualquier caso, que no le impidió avanzar.
“Caminé cinco metros y me encontré un joven italiano en el suelo. Con otra persona, que entendía algo de sanidad, lo intentamos reanimar durante 25 minutos. No pudimos”.
No se detuvo. Con una bombona de oxigeno, que le había cedido la Guardia Urbana, continuó con su camino, que no era otro que intentar reforzar la asistencia médica.
“No había nadie en la acera, solo cuerpos tapados en el suelo.
Era un desierto con personas muertas.
Hasta que llegamos al lugar donde estaba la furgoneta y eso era como estar en medio de una guerra, pero con los edificios en pie”. Con los servicios de ambulancias, Guardia Urbana, Bomberos y Mossos D’esquadra bien coordinados, Albert se dedicó a colaborar en lo que podía.
Si le pedían que hiciera una férula, lo hacía. Si le solicitaban que colocara un suero, también.
Entre medio, consolaba a las víctimas. “Había un francés con una fractura de tibia.
Me preguntaba por su mujer y por su hijo. Pero como no hablo francés, solo podía quedarme a su lado.
Le cogía la mano y lo acariciaba”, narra Albert. La situación era tan dramática que el héroe enfermero necesitaba un respiro.
“Me iba detrás del quiosco, lloraba unos segundos, me desahogaba y continuaba ayudando”. Ayer, tras participar en la concentración en la plaza de Catalunya, volvió al lugar donde intentó reanimar al joven italiano y encendió una vela.
“A las nueve de la noche recogí a una familia, que tenían unos pequeños cortes”, cuenta Cesc, taxista, de 47 años.
“Los llevé hasta Cerdanyola. En el viaje hablamos muy poco. Los niños se quedaron dormidos; los padres parecían estar en otro mundo.
Llegamos a su casa, nos abrazamos y me dieron las gracias”.
Cesc estaba en su día libre cuando su empresa, Elite Taxi, le informó del atentado.
Cogió su coche y llegó hasta Barcelona. En plaza de la Universitat coordinó la salida de taxis.
“Primero, heridos; luego gente mayor y niños; y después, lo importante es intentar agrupar carreras con cuatro pasajeros y dejarlos en un destino cercano para que el coche pueda volver lo más rápido posible.
Lo que buscábamos era vaciar la zona”, explica.
Una vez cumplió con éxito su tarea, comenzó una nueva secuencia junto al monumento a Colón.
Cesc, Albert y Juan son tres de las personas comunes, anónimos sin formación en protocolos tras un atentado, que en la angustia de La Rambla se convirtieron en los silenciosos héroes de Barcelona.
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