Las preguntas son lo de menos y los concursantes son elegidos por su dramatismo e inalcanzables sueños.
Telecinco vive en una realidad aumentada.
Allí, los sentimientos están a flor de piel, las relaciones son tóxicas y la sobreactuación está a la orden del día
.
. Las reglas del reality-show impregnan el canal no solo en Gran Hermano o Supervivientes, sino también para repasar el suceso escabroso de moda o asistir a un rescate en el que Ana Rosa Quintana, cual negociadora implacable, salva en directo a un hombre de tirarse por el balcón.
Este verano el género salpica incluso al más sempiterno espacio catódico: los concursos de conocimiento general.
"Da igual cómo lo hagas, lo importante es que nos queremos", subraya repetidamente el protagonista.
"Lo estoy pasando mal encerrada y sin saber qué pasa. Cariño, tengo ganas de verte", dice su pareja desde un búnker.
La conversación podría salir de un culebrón diurno, pero en realidad es parte de la tensión de The Wall, concurso presentado por Carlos Sobera, con el que la cadena vuelve a apostar por el formato en prime-time.
Un concurso, eso sí, donde las preguntas —ni 10 en dos horas— son lo de menos y los concursantes no son elegidos por su conocimiento, sino por su dramatismo e inalcanzables sueños.
The Wall no trata de dar una lección cultural.
Busca contar una historia dramática con pasión, impotencia y gritos, muchos gritos.
Montar una escuela de flamenco en Barcelona.
Saldar la deuda del piso de la suegra.
El problema es que este drama depende del azar, y la superstición. Unas bolas deben caer en abultadas sumas de dinero.
Las besan, eligen números relacionados con su vida (la edad de su hijo, las ruedas de su bicicleta, el tercer número primo...) y gritan, sobre todo, gritan: "Vamos bolita, que te quiero, baja".
Todo suena a forzado, como si el programa pidiera que lo vivan como si las bolas guardaran el destino de la humanidad.
Y logran llevarte al final, porque el formato engancha, pero no sabes si quieres que los concursantes triunfen, o que, por favor, se callen.
Al fin y al cabo, el dinero da igual. Lo importante es que se quieran.
Y todos tan felices.
Abrir un colegio para personas con discapacidad. Y ríete del mejor Aaron Sorkin. Cuanto más lacrimógeno sea el sueño, mejor.
Allí, los sentimientos están a flor de piel, las relaciones son tóxicas y la sobreactuación está a la orden del día
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. Las reglas del reality-show impregnan el canal no solo en Gran Hermano o Supervivientes, sino también para repasar el suceso escabroso de moda o asistir a un rescate en el que Ana Rosa Quintana, cual negociadora implacable, salva en directo a un hombre de tirarse por el balcón.
Este verano el género salpica incluso al más sempiterno espacio catódico: los concursos de conocimiento general.
"Da igual cómo lo hagas, lo importante es que nos queremos", subraya repetidamente el protagonista.
"Lo estoy pasando mal encerrada y sin saber qué pasa. Cariño, tengo ganas de verte", dice su pareja desde un búnker.
La conversación podría salir de un culebrón diurno, pero en realidad es parte de la tensión de The Wall, concurso presentado por Carlos Sobera, con el que la cadena vuelve a apostar por el formato en prime-time.
Un concurso, eso sí, donde las preguntas —ni 10 en dos horas— son lo de menos y los concursantes no son elegidos por su conocimiento, sino por su dramatismo e inalcanzables sueños.
The Wall no trata de dar una lección cultural.
Busca contar una historia dramática con pasión, impotencia y gritos, muchos gritos.
Montar una escuela de flamenco en Barcelona.
Saldar la deuda del piso de la suegra.
El problema es que este drama depende del azar, y la superstición. Unas bolas deben caer en abultadas sumas de dinero.
Las besan, eligen números relacionados con su vida (la edad de su hijo, las ruedas de su bicicleta, el tercer número primo...) y gritan, sobre todo, gritan: "Vamos bolita, que te quiero, baja".
Todo suena a forzado, como si el programa pidiera que lo vivan como si las bolas guardaran el destino de la humanidad.
Y logran llevarte al final, porque el formato engancha, pero no sabes si quieres que los concursantes triunfen, o que, por favor, se callen.
Al fin y al cabo, el dinero da igual. Lo importante es que se quieran.
Y todos tan felices.
Abrir un colegio para personas con discapacidad. Y ríete del mejor Aaron Sorkin. Cuanto más lacrimógeno sea el sueño, mejor.
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