El brutal asesinato tras la tortura y violación de tres niñas de la localidad valenciana dio rienda suelta al dolor y a la explotación televisiva de la ira popular.
“¡Que los maten!”, rugió una multitud en medio de la noche,
mientras las campanas tocaban a muerto. “¡Que me los dejen a mí”,
vociferó un hombre con ganas de hacerse notar
. "¡Les pegaría cinco
tiros!", chilló un niño que aparentaba poco más de ocho años.
La sed de sangre se palpaba en el ambiente.
Aquello
recordaba a El árbol del ahorcado.
Pero esto no era el Far West
americano ni sus protagonistas calzaban un Colt a la cintura.
La escena
ocurría la noche del 27 de enero de 1993 en el pueblo valenciano de
Alcàsser, unas horas después del hallazgo de los cadáveres de las niñas
Desirée Hernández, Miriam García y Antonia Gómez, salvaje y
brutalmente asesinadas después de haber sido secuestradas durante la
tarde-noche del 13 de noviembre de 1992.
Entre la desaparición de las tres adolescentes y el
descubrimiento de sus cuerpos destrozados habían pasado 75 días.
75
días con sus 75 noches en los que los 7.000 vecinos del pueblo de
Alcàsser, a tiro de piedra de la capital valenciana, habían vivido la
incertidumbre, el miedo, la desesperanza y, finalmente, la angustia
compartida con millones de españoles a través de los reality shows
de televisión que en esas fechas hacían furor en todas las audiencias.
Demasiada bilis contenida, demasiada rabia ahogada, como para que al
final no se produjera una explosión ...
Y, claro, la explosión se produjo activada por los tres ataúdes que
contenían los cuerpos sin vida de Miriam, Toñi y Desirée.
El pueblo
clamó justicia, aunque en realidad exigía venganza; y pidió, claro, un
castigo adecuado para los culpables, aunque en verdad quería decir pena
de muerte.
Ojo por ojo y diente por diente.
La ley del talión a
rajatabla. "iQue cuelguen a los asesinos!", exigió un joven, al que sólo
le faltó acompañar el grito con una soga en la mano para que la imagen
hubiera quedado perfecta.
"Alcàsser clama justicia tras el hallazgo de las tres niñas asesinadas",
tituló EL PAÍS en su primera página, a tres columnas, dedicando a la
noticia el mejor espacio.
Debajo, una foto y un titular de similar
tamaño para otra noticia dramática: la muerte de seis personas
aplastadas por la marquesina del cine Bilbao, en Madrid.
El anuncio de
Felipe González de expulsar del PSOE a los que aprovecharan el cargo
para enriquecerse se vio arrinconado a una columna.
España entera estaba conmocionada desde las siete de la
tarde del 27 de enero de 1993.
A esa hora, los teletipos de las agencias
informativas escupieron como un trallazo la noticia del hallazgo de
tres cadáveres enterrados en un inhóspito monte de la partida de La
Romana, cerca de la presa de Tous y a medio centenar de kilómetros de
Alcàsser.
Las radios tardaron apenas unos segundos en vomitar el
teletipo en las ondas.
Nadie se atrevió a asegurar que se trataba de las
tres quinceañeras desaparecidas aquel fatídico 13 de noviembre
anterior.
Pero no había que ser muy listo para deducirlo.
A pesar de que
el portavoz de la Delegación del Gobierno en Valencia se esforzaba por
pedir calma a los periodistas antes de dar por cierto algo que, según
él, no pasaba de ser más que una mera suposición.
Una mano descarnada
La suposición, sin embargo, hacía ya horas que había
adquirido la categoría de verdad absoluta.
Casi, casi desde que Gabriel
Aquino y José Sala habían subido al monte a revisar sus colmenas de
abejas y se habían tropezado con una mano descarnada que emergía de la
tierra como con desesperación.
Esto ocurrió en torno a las 10 de la
mañana.
Después pasaron por allí el jefe forestal de la zona, Sergio
Balbastre; el empleado de la funeraria El Amparo de Alberic, Pedro
Carboneres Álvarez; el juez de Alcira, el forense, los guardias civiles
del cuartel más próximo ...
Toda una legión de bocas que no tardaron
demasiado en propalar el descubrimiento por toda la comarca.
Aunque el
juez no ordenó exhumar los cadáveres hasta casi las cinco de la tarde
—estaba ocupado con el levantamiento de un suicida ahorcado en
Benimala—, para entonces todo el mundo sabía que la búsqueda de Miriam,
Toñi y Desirée había tocado a su fin.
Ya no era necesario seguir pegando
carteles con sus fotos, ni continuar asistiendo a programas de
televisión para reclamar la colaboración ciudadana, ni volver a hablar
con el presidente del Gobierno para que pusiera a los mejores policías
al frente de la investigación ...
Lo que la gente de Alcàsser había
temido durante 75 días y 75 noches, se había producido.
En los bares, en las tiendas, en las casas de la comarca, el rumor
inicial se había transformado pronto en evidencia, en contra de los
deseos de la Guardia Civil, que hubiera preferido que el asunto se
mantuviera en silencio durante el mayor tiempo posible.
¿Para qué?
Para
poder realizar la inspección ocular en la partida de La Romana sin
agobios, sin la avalancha de reporteros que, sin duda, empezarían a
llegar a aquella montaña, pese a lo escarpado del terreno.
Y, además,
porque convenía que el asesino o asesinos no supieran que los cadáveres
de Miriam, Toñi y Desirée habían sido localizados, que siguieran
creyendo que el cuerpo de su delito continuaba bajo tierra.
Los sabuesos del tricornio se vieron obligados a trabajar contrarreloj.
Acordonaron la zona donde habían sido sepultados los cadáveres de las
niñas —un picacho azotado por el viento, frecuentado sólo por alimañas,
jabalíes y cazadores— para recoger cualquier cosa que resultase ser una
pista: unos cinturones, una radio vieja, colillas de cigarrillo, trozos
de tela ... y 17 pedazos de papel que debidamente pegados entre sí
resultaron ser parte de un volante de la ciudad sanitaria La Fe, de
Valencia.
Un formulario en el que, aun sucio y arrugado, se podía leer
con relativa facilidad que se trataba de un parte de asistencia médica a
un paciente que había acudido a ese hospital a la 1.09 de la madrugada
del 14 de mayo anterior y al que se le había diagnosticado una
blenorragia.
Al volante le faltaba un pedazo correspondiente al espacio
reservado a reseñar la identidad del enfermo.
Sin embargo, en el folio
recompuesto se adivinaba que el primer apellido del paciente empezaba
por ANG ...
Los guardias civiles corrieron a La Fe.
Aquellos trozos de
papel podían ser la clave para resolver el triple crimen de las niñas de
Alcàsser.
Y no había tiempo que perder. Los asesinos no tardarían en
poner pies en polvorosa en cuanto se enterasen por la radio o la
televisión del hallazgo de los cadáveres.
— ¿Nos pueden decir a quién corresponde este historial
clínico?— preguntó el sargento a la administrativa de guardia en el
hospital valenciano.
— Lo siento. No les puedo dar ese tipo de información. Eso es confidencial —refunfuñó la joven.
— Mire, señorita, tenemos una autorización judicial.
Necesitamos saber inmediatamente a quién corresponde el historial número
9317583.
Es muy, muy importante... De verdad. No puedo decirle más,
pero le aseguro que es muy urgente.
Tras las consabidas consultas a la superioridad, la
oficinista acabó aporreando las teclas del ordenador para saber quién
se ocultaba tras ese anónimo y aséptico 9317583.
Y al cabo de unos
segundos, como por arte de magia, la pantalla electrónica se llenó de
palabras.
— Aquí dice que esa historia clínica se abrió a nombre de
Enrique Anglés Martínez, con domicilio en el Camí Real número 101, de
Catarroja.
El 14 de mayo se le atendió en urgencias y se le recomendó
que siguiera tratamiento ambulatorio bajo supervisión de su médico de
cabecera.
Los picoletos no tardaron demasiado en descubrir que el tal
Enrique Anglés era un hombre con personalidad trastornada y
perteneciente a una familia muy conocida en Catarroja, no precisamente
por su moral y buenas costumbres, sino por haber tenido alguno de sus
miembros más de un problema con la justicia.
El ministro de Interior,
el visceral José Luis Corcuera, pisó el acelerador y ordenó prioridad
absoluta al caso.
Mientras los boletines de radio machacaban la noticia del
día, los guardias civiles se movían en una frenética lucha contra el
tiempo para tratar de impedir la fuga de los sospechosos.
O, al menos,
del que entonces se había convertido en sospechoso número uno: el tal
Enrique Anglés. ¿Tendría algo que ver con quienes recogieron aquel 13 de
noviembre de 1992 a Miriam, Toñi y Desirée cuando hacían autoestop para
ir a la discoteca Coolor, de Picassent?
¿Sería él uno de los que iban
en aquel coche blanco en el que una vecina vio subir a las tres
adolescentes antes de que desaparecieran?
Los agentes no estaban en
condiciones de afirmar o negar.
Sólo tenían un indicio consistente en
un papel en el que constaba su nombre.
Las pesquisas policiales se hicieron con tanto sigilo que nadie, ni
siquiera los padres de las tres niñas, supo en aquellos momentos que ya
había un sospechoso.Ellos y sus convecinos de Alcàsser soltaban su rabia y su dolor a raudales en la plaza del Ayuntamiento, convertida en el centro neurálgico de toda España.
Huida por los tejados
Los féretros con los cadáveres de Miriam, Toñi y Desirée
llegaron al cuartel de la Guardia Civil de Llombai alrededor de las 10 y
media de la noche del 27 de enero, unas 12 horas después de que los
apicultores Gabriel Aquino y José Sala hubieran descubierto junto a sus
colmenas aquella mano descarnada que emergía de la tierra.
Sobre las 12
de la noche, los tres ataúdes fueron trasladados en sendos furgones
funerarios hasta el Instituto Anatómico Forense para ser sometidos a la
preceptiva autopsia.
— Aún hay esperanzas.
Nadie nos ha confirmado oficialmente
que se trate de las niñas —decía a esa misma hora el abuelo de Miriam,
como queriendo negar la evidencia.
A unos pocos kilómetros de Alcàsser, mientras tanto, un puñado de
guardias civiles de paisano aporreaban la puerta de un piso del número
101 del Camí Real, en Catarroja. ¿Objetivo? Detener al sospechoso
número uno del triple crimen de las adolescentes.¡Abran a la Guardia Civil! —grita imperativamente uno de los agentes.
— ¿Quién es? ¿Qué quieren? —pregunta una voz desde dentro de la casa.
— ¡Abran a la Guardia Civil! Abran o echamos la puerta
abajo —amenaza el guardia que parece estar al mando de la operación, en
cuya mano sostiene una Star en posición de disparo.
Antonio Anglés Martins, de 27 años, uno de los nueve hijos
de la brasileña Neusa Martins y un valenciano muerto años atrás de
cirrosis hepática, aprovecha la colaboración de su familia para
ponerse a toda prisa unas zapatillas y salir volando por la ventana.
Desde la Semana Santa anterior estaba evadido de la prisión de Valencia,
de donde salió mediante un permiso concedido por un juez.
Así que no
dudó ni un segundo en saltar al vacío aun a riesgo de partirse las
piernas o la crisma: sabía que, si le cazaban, tendría que pasarse unos
cuantos años entre rejas.
Y no estaba dispuesto a entregarse sin
resistencia.
Antonio Anglés salta de tejado en tejado, aprovechando las
sombras de la noche, hasta alejarse del domicilio familiar. Mientras,
los guardias civiles registran el piso sucio y destartalado, decorado
apenas con unos carteles de amazonas sin enmarcar. Neusa Martins, sorda
desde que tuvo un mal aborto, siente cerrarse unos grilletes en torno a
sus muñecas.
Lo mismo les ocurre a sus hijos Dolores y Enrique, a
quienes de nada les valen sus protestas frente a la contundencia de los
picoletos.
En plena operación policial llega al portal de la casa de
los Anglés un joven rubio, de 23 años, cargado con una bolsa de
naranjas, ignorante de lo que está sucediendo en el piso de su amigo
Antonio. Un guardia le cierra el paso.
— Aquí hay un individuo que dice que va a ver a Antonio
Anglés —informa un agente a través del transmisor portátil—. Se llama
Miguel Ricart.
— ¡Deténganle! Vamos a ver qué sabe de este asunto —ordena por la radio el jefe del grupo.
Miguel Ricart, Neusa Martins y sus hijos Enrique y Dolores
son trasladados inmediatamente a la 311 Comandancia de la Guardia Civil,
un edificio encalado y austero de la capital valenciana, donde está
ubicada la jefatura provincial del instituto armado fundado por el duque
de Ahumada hace un siglo y medio.
"Detenidos tres hombres en relación con el asesinato de las niñas de Alcàsser",
titula erróneamente EL PAÍS en su primera página del 29 de enero de
1993 bajo una fotografía en la que Fernando García, el padre de la
difunta Miriam, abraza a la hermana de otra de las adolescentes
asesinadas.
Pero el hermetismo impuesto por las autoridades en torno a las
investigaciones hacía explicable la equivocación periodística, debida
también en parte a la escasez de tiempo para poder reconfirmar las
noticias antes de que echen a andar las rotativas.
Ese mismo día, EL PAÍS publicaba un pequeño editorial bajo el título de "Espanto y talión",
en el que se criticaba el morboso espectáculo televisivo que se había
organizado en torno al espantoso suceso, fruto de la encarnizada
batalla que aquellos momentos estaban librando varias cadenas en su
empeño por aumentar sus respectivas audiencias millonarias.
"La captura y puesta a disposición de la justicia de los
autores es la respuesta de una sociedad civilizada a tales atrocidades.
La utilización del dolor de otros niños, compañeros de las víctimas,
para convertir el drama en espectáculo resulta indecente. Especialmente
cuando, como ocurrió ayer en algunos espacios televisivos, se aprovecha
la tensión vivida por esos niños durante más de dos meses para
convertirlos en heraldos de la ley del talión", concluía diciendo el
editorial del diario que entonces dirigía Joaquín Estefanía.
La crítica estaba más que fundamentada, si se recuerda que
Alcàsser se convirtió en un inmenso plató televisivo por el que fueron
obligados impúdicamente a desfilar desde los padres de las niñas, sus
amigas, las autoridades locales ...
Cualquiera que pudiese provocar los
lacrimógenos sentimientos y los más irracionales instintos de los
televidentes.
¿Usted qué haría si tuviera ahora delante al asesino de su
hija?, se les preguntó una y otra vez a los padres de Miriam, Toñi y
Desirée, forzándoles a que vomitaran su rabia y sus deseos de venganza
sin el menor recato.
Eso, y no otra cosa, es precisamente lo que se
quería de ellos: que dieran espectáculo.
Pero eso sólo fue la parte visible del show. Porque detrás de las cámaras, entre bambalinas, los colaboradores de Paco Lobatón y los de Nieves Herrero libraron una reyerta que poco faltó para que no acabara a dentelladas.
Lobatón se creía con derecho a explotar en exclusiva a los protagonistas del mórbido espectáculo, teniendo en cuenta lo mucho que les había ayudado a buscar a las niñas a través de su popular programa "¿Quién sabe dónde?" de TVE.
Nieves Herrero pensaba que, después de haber prestado
tantas veces su programa "De tú a tú" de Antena 3 para el mismo fin,
también tenía derecho a llevarse la mejor parte del trágico pastel.
Y en
esta despiadada y necrófaga batalla por la audiencia se emplearon todo
tipo de trucos y artimañas, utilizando incluso a policías municipales
para que "secuestraran" a los invitados del programa contrario.
La
guerra sucia llegó a las ondas.
El caso de Alcàsser convulsionó los cimientos de la
sociedad española, no sólo por lo intrínsecamente terrible del mismo,
sino también por su impactante transmisión y explotación de los medios
de comunicación.
Consciente de este hecho, EL PAÍS no dudó en dedicar
las tres cuartas partes de su portada del 30 de enero a ese asunto, bajo
un titular a cuatro columnas: "Los asesinos de Alcàsser mataron a tiros a las niñas tras torturarlas y violarlas".
Completaba la información de primera página una fotografía de los
cientos de personas que se habían congregado ante el juzgado de Alzira y
los rostros de Antonio Anglés y Miguel Ricart, los dos presuntos
autores del rapto y posterior asesinato de las tres jóvenes.
EL PAÍS, un periódico tan renuente al sensacionalismo,
dedicó nada más y nada menos que ocho primeras páginas consecutivas al
triple crimen de Valencia, consciente del insaciable interés
informativo despertado por el caso y sus circunstancias políticas,
penales y penitenciarias.
Este tema no cedería los privilegiados
honores de portada hasta el 5 de febrero, fecha en que el espacio de
primera plana fue ocupado por el descubrimiento de que algunos abogados
de Herri Batasuna se habían dedicado a transmitir a presos de ETA las
consignas de la organización terrorista.
Pero, mientras tanto, los lectores tuvieron cumplida y
abundante información del multitudinario entierrro de las niñas, al que
asistieron unas 30.000 personas; de la puesta en libertad de Neusa
Martins y sus hijos Enrique y Dolores ante la falta de evidencias en su
contra; de las múltiples salvajadas, violaciones y torturas que habían
sufrido Miriam, Toñi y Desirée antes de ser asesinadas y enterradas en
un hoyo cavado en un solitario y desconocido monte; y de la persecución
y búsqueda del escurridizo Antonio Anglés por parte de un auténtico
ejército de policías y guardias civiles desplegado por la comarca de
L'Horta valenciana.
"Experimentos con gaseosa"
Con el paso de los días, el crimen de Alcàsser adquirió un
nuevo giro.
En la búsqueda de culpables, el debate se centró en la
política penitenciaria y más concretamente en la concesión de permisos a
presos peligrosos.
No en vano, el supuesto asesino Antonio Anglés se
hallaba en libertad desde que el juez de Vigilancia Penitenciaria le
concediera el 28 de febrero de 1992 un permiso de seis días de
duración. Gracias a eso pudo abandonar la cárcel que le había sido
impuesta por secuestrar, maltratar y dejar encadenada a un pilar a su
antigua novia Nuria Pera, una yonki a la que acusaba de haberle robado
unos gramos de heroína.
Y el tal Anglés, tras decidir prolongar el
permiso por su cuenta y riesgo, había presuntamente asesinado a tres
inocentes criaturas.
"Los experimentos, en casa y con gaseosa", proclamó el colérico José
Luis Corcuera, ministro del Interior dejando ver a las claras su postura
contraria a que se deje en libertad a quien no se sepa muy bien qué uso
va a hacer de ella. Pascual Sala, presidente del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial, calificó de "desafortunadas" tales declaraciones de Corcuera, mientras que otros jueces recordaron que Anglés ya había obtenido en 1991 un permiso navideño de siete días y que se había reintegrado a prisión "sin problemas".
EL PAÍS terció en la polémica a través de un editorial
publicado el 3 de febrero:
"Es tal el horror social que puede generar un
suceso como el asesinato de las niñas de Alcàsser que no es extraño
que a su rebufo flaqueen las convicciones y se produzcan reacciones sólo
explicables en el contexto de la gran emotividad del momento", comenzaba señalando el artículo de opinión.
Y proseguía: "El caso concreto del presunto asesino de las niñas de
Alcàsser pone de manifiesto la impredecibilidad de determinadas
conductas criminales y, por ello, la dificultad de prevenirlas por los
criminólogos, psicólogos, pedagogos, psiquiatras y sociólogos que
integran los equipos de observación y tratamiento penitenciarios.
El
caso ha evidenciado de igual modo un defecto del sistema: la
descoordinación de las administraciones.
Cuando un recluso no vuelve a
la cárcel después de un permiso, lo normal es que campe por sus
respetos, salvo que tenga la mala suerte de toparse con un policía o que
—es el caso del presunto asesino de las niñas de Alcàsser— vuelva a
cometer un crimen que lo ponga tras él.
Con este agujero policial en el
sistema, cualquier permiso penitenciario es un riesgo".
El Ministerio de Justicia, por su parte, argumentó que durante el año
1992 se habían concedido 53.029 permisos penitenciarios y que solamente
se habían registrado 527 casos de no reingresos.O lo que es lo mismo: que únicamente había habido un porcentaje de fracasos cifrado en un 0,99%.
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