La primera vez que vi a David Delfín pensé que era un
delfín.
Tenía su misma gracia animal pero en tierra.
Y también poseía la
elegancia de ese otro tipo de delfín, el heredero de la casa real
francesa.
Fue en Corazón Negro, el desaparecido bar de Paola Dominguín
en el corazón de Chueca y era 1994, el año en que todos nos mudamos a
Madrid sintiéndonos delfines y herederos.
Creo
que uno de sus primeros tatuajes se realizó en esa época y era un
delfín.
Cada vez que coincidía con David, su timidez me hacia también
más tímido y solo podía observarlo.
Sus movimientos parecían palabras,
su manera especial de establecer una comunicación.
Y cuando hablaba, era
un filo, directo, desconcertante a veces, dejándote en un punto entre
el desasosiego y las ganas de más bofetadas.
Creo que consiguió hacer lo mismo con su trabajo en la moda.
Atraparte, pegarte, dejarte, volver a atraparte. Volver a dejarte.
En esa época de Corazón Negro, David formaba parte de una compañía de performers dirigida por Danny Panullo junto a Mariola Fuentes.
Hacían los playbacks
más desternillantes del mundo, en cierta manera herederos o delfines de
las celebérrimas Diabéticas Aceleradas, que habían visto su fama crecer
gracias a Almodóvar.
La compañía de Panullo tenía nuestro apoyo, el de
unos fans declarados que al mismo tiempo que imitábamos sus imitaciones,
sentíamos que estábamos envueltos en algo. Que éramos lo más parecido a
un movimiento. Los nuevos reyes del mambo.
Cuando El Baile de la Rosa,
en Montecarlo, homenajeó a La Movida madrileña, Pedro Almodóvar invitó a
Delfín a participar del showcase que confeccionó, a modo de cabaret, para esa ocasión.
David, convertido en David Delfín, el nuevo talento de la moda española
y una marca en sociedad con Gorka Postigo, aceptó y volvimos a ver ese
número, mágico, en que el se convertía en una balanza vertical, que se
inclinaba hacia delante todo lo que podía.
Y después también hacia atrás
sin perder el equilibrio.
Rubén y yo asistimos muchas tardes a los encuentros de David, Panullo y Bimba en la casa de Lucía Bosé en Somosaguas.
Parecían una boy band
ejemplar. En un hogar lleno de referencias y habitado por
personalidades intensas, ellos resaltaban.
A veces parecía que emergían
del estanque detrás de la habitación de Lucía Bosé, que tenían escamas y
bronquios y habían estado buceando horas por Madrid y regresaban con la
piel brillando, no a contarlo todo pero sí a que los viéramos.
De esa
amistad y de esas aguas surgió David Delfín, el diseñador.
Al día
siguiente de su histórica colección onírica, inspirada en Buñuel, Lucía y
Magritte, Javier Sardá me regañó por no haber estado presente
Esa misma noche, David entró por teléfono en Crónicas Marcianas,
enfrentando la inmensa polémica por haber cubierto a sus modelos con
velos, con esa voz suave, de acento malagueño y la risa ante el asombro
por “la que se ha montado”.
Nunca superé mi timidez inicial hacia David.
No lo lamento,
porque me permitió admirarlo, en silencio, con respeto, como creador.
Recuerdo esa maravillosa colección en el nuevo edificio de Telefónica en
Madrid que celebraba la avalancha de la tecnología empleando la paleta
de colores de Mondrian. Bruce Weber, insistía en que estábamos delante
de algo más que un genio.
“Adivina lo que del presente estará en el
futuro”, dijo. Algunos de los presentes le reían, pelín irrespetuosos
como se espera entre los más jóvenes.
No olvido su antepenúltima
colección en Cibeles dedicada a Alaska, Mario y Bibiana, otra vez
infartada de colores, pastillas dibujadas y hasta cosidas a los trajes.
La euforia de esa colección me recordó el éxtasis de las noches de los
noventa.
Me duele no tenerle entre nosotros. Félix Sabroso, que le visitó hasta
el final, comentaba que en los peores momentos, David no perdía la
curiosidad.
Suaviza ese dolor, saber que David Delfín coaguló a una
generación.
E imaginarlo ahora balanceándose de atrás hacia delante, por
cualquier mar que le apetezca.
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