Hoy su número va en imparable aumento y la percepción social ha cambiado.
Pero algunos prejuicios perviven.
Muchas sienten que deben aún reivindicar ese espacio de libertad para elegir su destino.
AQUEL ERA un final poco ortodoxo para un cuento cuya portada mostraba a una pareja de tortugas bajo un cielo de corazones rosas: con un gracioso bañador a rayas, Clementina corría ligera dejando atrás la enorme pila de regalos y trastos que su pareja le había ido atando encima del caparazón.
Cuando se conocieron, ella soñaba con visitar otras charcas y experimentar el mundo, pero su enamorado no lo veía tan claro. Finalmente, ella logra corretear libre y sola. Arturo y Clementina, de la editora y escritora italiana Adela Turin, fue uno de los primeros títulos de la colección A favor de las niñas que publicó en España en 1976 Esther Tusquets en Lumen.
Era uno de mis libros favoritos de pequeña, y tanto aquella tortuga contenta como las mujeres que poblaron mi infancia y que —a diferencia de mi madre— no estaban casadas aportaron un aura de normalidad a un estado civil que entonces era poco frecuente, aunque yo no acabara de percibirlo.
Más tarde lo comprendí.
Porque lo cierto es que las solteras históricamente han llevado a cuestas un estigma tan pesado como los regalos que la tortuga Arturo le ponía encima a su pareja.
Raras, neuróticas, feas o amargadas, una mujer no casada producía en el mejor de los casos lástima.
La rodeaba un aura de fracaso.
“A nivel colectivo, las mujeres que no se casaban, ya fuera por elección o accidente, estaban destinadas a llevar una letra escarlata o a pasar su vida bailando con trajes de boda sin estrenar o tomando sedantes”, escribe, al referirse al retrato literario que tradicionalmente se ha hecho de las solteronas, Rebecca Traister en el libro All the Single Ladies.
“Estos personajes no se habían casado, pero la ausencia de un marido las constreñía y definía tanto como un matrimonio”.
Ahí están desde Miss Havisham de Dickens hasta Doña Rosita de Lorca.
El riguroso estudio de Traister sobre la historia de las estadounidenses no casadas y su imparable aumento en el censo toma prestado el título de la canción que Beyoncé dedicó a todas las mujeres solteras –en cuya letra no falta una mención a ese anillo que no llegó–. All the Single Ladies triunfó en las librerías el año pasado y puso sobre la mesa unas cifras insoslayables: el número de mujeres solas superó por primera vez en EE UU al de casadas en 2009 y un 46% de las menores de 34 años nunca han contraído matrimonio.
Este cambio ha tenido también su evolución televisiva en aquel país.
En los setenta, mientras la periodista Gloria Steinem, sexy, exitosa y viajada, defendía la opción de una vida en solitario –“no me apareo en cautividad”, declaraba–, a las pantallas llegó el show
de Mary Tyler, el primero protagonizado por una atractiva soltera.
Luego le tocó a Murphy Brown.
Y cuando saltaron a escena las cuatro
amigas de Sexo en Nueva York (herederas de alguna manera de la Holly Golightly de Capote en Desayuno con diamantes),
la soltería se volvió más glamurosa, promiscua y deslenguada que nunca,
al menos en Manhattan. Carrie y sus amigas –como Hannah Horvath y las
suyas más adelante en Girls– mostraron lo complicado e
importante de las relaciones femeninas.
Y a medida que distintas
solteras han llenado las pantallas, los matices han aflorado hasta
llegar por ejemplo a Fleabag, la serie escrita y protagonizada
por la británica Phoebe Waller-Bridge, que describe con toda crudeza la
vida de una mordaz joven londinense.
“Tengo la horrible sensación de que soy avariciosa, pervertida,
egoísta, apática, cínica, depravada, un fraude moral como mujer que ni
siquiera puede llamarse a sí misma feminista”, le espeta a su padre en
un episodio, deletreando en buena medida el prejuicio de inmadurez que
acarrea la soltería, esa eterna adolescencia, ese no hacerse mayor.
Hoy hay más mujeres solteras, pero ¿hay espacio para sentirse mejor?
“Las personas ahora deciden ir por caminos no tradicionales, pero no todo el mundo lo entiende y hay prejuicios”, explica al teléfono la ilustradora mexicana Idalia Candelas.
En su primer libro, A solas (Planeta), quiso mostrar a mujeres “contentas con su situación, felices”, y planteó una serie de viñetas que se volvieron virales.
“Las cosas han cambiado y van a seguir haciéndolo, porque la mujer puede ser libre, tener casa propia, pareja y dedicar su tiempo a quien ella quiera.
La idea es que, si encontramos a alguien, será un complemento maravilloso, pero no la razón de todo lo demás”.
La soltería no tiene por qué ser militancia, puede ser transitoria o definitiva, pero se rebela ante agresivos estereotipos.
El estigma que ha envuelto a las solteronas empieza a ceder también en la calle, aunque solo sea por el mero hecho de que se diluye entre tantos rostros.
Ya no es una excepción. El número de mujeres mayores de 16 años que no están casadas en España, según los datos del INE de 2016, es de 5.819.600, casi dos millones más que en 1986.
Entre los 25 y los 44 años la cifra de solteras se ha duplicado en las últimas dos décadas: en 1996 eran 1.411.000 y en 2016 suman 2.859.600.
Estas cifras incluyen a mujeres que viven con sus parejas sin pasar por el juzgado, pero excluye tanto a las 2.452.000 viudas como a las mujeres separadas o divorciadas –1.394.500 en 2016–.
Además, se ha retrasado la edad media del matrimonio: las españolas están solteras más tiempo antes de casarse.
También hay separaciones y otras circunstancias que provocan que muchas vuelvan a vivir solas.
La percepción social de las no casadas ha ido variando y se ha conquistado un nuevo espacio de libertad.
Pero queda camino.
Simone de Beauvoir dijo que por definición las mujeres “estamos casadas, o lo hemos estado, o planeamos estarlo, o sufrimos por no estarlo”.
Quizá hoy la institución matrimonial no es tan importante, pero el romanticismo mantiene su tirón.
¿Sola? ¿Por elección?
El mundo está hecho en buena medida para parejas, por mucho que en los bolsillos de algunas solteras las marcas han encontrado un filón.
“Muy en el fondo, siempre supe que, si no lograba salir adelante como escritora, si fracasaba al abrirme camino, podía encontrar un sentido y un reconocimiento social casándome y teniendo hijos”, escribe Kate Bolick en Solterona (Malpaso), unas memorias literarias sobre su opción de no casarse.
“Yo tenía una vía de escape, los hombres no”.
España arrastró 40 años de dictadura nacionalcatólica.
La mujer ocupó un papel central en la construcción del régimen tras la guerra.
Su función era eminentemente la de madre de familia, y cualquier atisbo de libertad feminista sonaba a infame pasado republicano. “Dentro de esta retórica del éxito y el fracaso, la solterona que no había puesto nada de su parte para dejar de serlo era considerada con el mismo desdén farisaico que el Gobierno aplicaba a los vencidos, y su caricatura era a veces tan poco piadosa como elemental”, escribió Carmen Martín Gaite en Usos amorosos de la postguerra española.
“La misma denominación de solterona llevaba implícito tal matiz de insulto que se adjudicaba a espaldas de la aludida”.
Que un grupo de chicas alquilara un piso en Madrid a finales de los sesenta o que una mujer que vivía sola llamara a un operario para arreglar una avería doméstica provocaba situaciones tensas y humillantes.
Hoy no.
Aunque la estigmatización de las solteras en nuestro país ha tenido su propio sabor, la sombra que ha rodeado a las mujeres que no se casaban cuenta con una historia extensa y global.
El matrimonio ha sido durante siglos normativo.
Era el rito de paso a la edad adulta, el principal medio para subsistir, la forma que las mujeres tenían de adquirir, quizá, alguna seguridad económica.
Los cuentos, las obras, las novelas, acababan en boda.
Y a pesar de que, como apuntan Judith Bennett y Amy Froide en Singlewomen in the European Past (1250-1800), hubo algunos picos en el número de solteras –como la Inglaterra de mediados del siglo XIV, cuando representaban casi un tercio de las mujeres, o la Florencia de principios del siglo XV, donde eran un quinto del total–, aquellas que no se casaban a menudo sufrían penurias o se metían a monjas.
La incorporación de la mujer a la fuerza laboral ha cambiado las cosas, y no menos importante fueron la revolución sexual y la llegada de los anticonceptivos.
La fecundación in vitro ha añadido una nueva e importante variable.
Recoge Carmen Martín Gaite en su libro la historia de una joven de la posguerra con un novio imposible al que aguantó y esperó hasta que él le propuso matrimonio.
El día de la boda, vestida de blanco en el altar, al ser preguntada si tomaba a su novio como esposo, dijo: “No, y si he llegado hasta aquí es para que sepan todos ustedes que si me quedo soltera es porque me da la gana”.
Sí, se puede estar soltera porque sí. Lo aprendí de pequeña.
“Las personas ahora deciden ir por caminos no tradicionales, pero no todo el mundo lo entiende y hay prejuicios”, explica al teléfono la ilustradora mexicana Idalia Candelas.
En su primer libro, A solas (Planeta), quiso mostrar a mujeres “contentas con su situación, felices”, y planteó una serie de viñetas que se volvieron virales.
“Las cosas han cambiado y van a seguir haciéndolo, porque la mujer puede ser libre, tener casa propia, pareja y dedicar su tiempo a quien ella quiera.
La idea es que, si encontramos a alguien, será un complemento maravilloso, pero no la razón de todo lo demás”.
La soltería no tiene por qué ser militancia, puede ser transitoria o definitiva, pero se rebela ante agresivos estereotipos.
El estigma que ha envuelto a las solteronas empieza a ceder también en la calle, aunque solo sea por el mero hecho de que se diluye entre tantos rostros.
Ya no es una excepción. El número de mujeres mayores de 16 años que no están casadas en España, según los datos del INE de 2016, es de 5.819.600, casi dos millones más que en 1986.
Entre los 25 y los 44 años la cifra de solteras se ha duplicado en las últimas dos décadas: en 1996 eran 1.411.000 y en 2016 suman 2.859.600.
Estas cifras incluyen a mujeres que viven con sus parejas sin pasar por el juzgado, pero excluye tanto a las 2.452.000 viudas como a las mujeres separadas o divorciadas –1.394.500 en 2016–.
Además, se ha retrasado la edad media del matrimonio: las españolas están solteras más tiempo antes de casarse.
También hay separaciones y otras circunstancias que provocan que muchas vuelvan a vivir solas.
La percepción social de las no casadas ha ido variando y se ha conquistado un nuevo espacio de libertad.
Pero queda camino.
Simone de Beauvoir dijo que por definición las mujeres “estamos casadas, o lo hemos estado, o planeamos estarlo, o sufrimos por no estarlo”.
Quizá hoy la institución matrimonial no es tan importante, pero el romanticismo mantiene su tirón.
¿Sola? ¿Por elección?
El mundo está hecho en buena medida para parejas, por mucho que en los bolsillos de algunas solteras las marcas han encontrado un filón.
“Muy en el fondo, siempre supe que, si no lograba salir adelante como escritora, si fracasaba al abrirme camino, podía encontrar un sentido y un reconocimiento social casándome y teniendo hijos”, escribe Kate Bolick en Solterona (Malpaso), unas memorias literarias sobre su opción de no casarse.
“Yo tenía una vía de escape, los hombres no”.
España arrastró 40 años de dictadura nacionalcatólica.
La mujer ocupó un papel central en la construcción del régimen tras la guerra.
Su función era eminentemente la de madre de familia, y cualquier atisbo de libertad feminista sonaba a infame pasado republicano. “Dentro de esta retórica del éxito y el fracaso, la solterona que no había puesto nada de su parte para dejar de serlo era considerada con el mismo desdén farisaico que el Gobierno aplicaba a los vencidos, y su caricatura era a veces tan poco piadosa como elemental”, escribió Carmen Martín Gaite en Usos amorosos de la postguerra española.
“La misma denominación de solterona llevaba implícito tal matiz de insulto que se adjudicaba a espaldas de la aludida”.
Que un grupo de chicas alquilara un piso en Madrid a finales de los sesenta o que una mujer que vivía sola llamara a un operario para arreglar una avería doméstica provocaba situaciones tensas y humillantes.
Hoy no.
Aunque la estigmatización de las solteras en nuestro país ha tenido su propio sabor, la sombra que ha rodeado a las mujeres que no se casaban cuenta con una historia extensa y global.
El matrimonio ha sido durante siglos normativo.
Era el rito de paso a la edad adulta, el principal medio para subsistir, la forma que las mujeres tenían de adquirir, quizá, alguna seguridad económica.
Los cuentos, las obras, las novelas, acababan en boda.
Y a pesar de que, como apuntan Judith Bennett y Amy Froide en Singlewomen in the European Past (1250-1800), hubo algunos picos en el número de solteras –como la Inglaterra de mediados del siglo XIV, cuando representaban casi un tercio de las mujeres, o la Florencia de principios del siglo XV, donde eran un quinto del total–, aquellas que no se casaban a menudo sufrían penurias o se metían a monjas.
La incorporación de la mujer a la fuerza laboral ha cambiado las cosas, y no menos importante fueron la revolución sexual y la llegada de los anticonceptivos.
La fecundación in vitro ha añadido una nueva e importante variable.
Recoge Carmen Martín Gaite en su libro la historia de una joven de la posguerra con un novio imposible al que aguantó y esperó hasta que él le propuso matrimonio.
El día de la boda, vestida de blanco en el altar, al ser preguntada si tomaba a su novio como esposo, dijo: “No, y si he llegado hasta aquí es para que sepan todos ustedes que si me quedo soltera es porque me da la gana”.
Sí, se puede estar soltera porque sí. Lo aprendí de pequeña.
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