Un Blues

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Del material conque están hechos los sueños

12 abr 2017

Perdone que no me levante, señor Duchamp............ Estrella de Diego

El polémico urinario que trastocó las reglas del juego más elementales del arte hace un siglo se mantiene como gran icono de la subversión.

La fuente, urinario atribuido a Duchamp.
La fuente, urinario atribuido a Duchamp. MAGNUM
"Una de mis amigas, bajo el seudónimo masculino R. Mutt, ha mandado a la exposición un urinario de porcelana como si fuera una escultura. 
No es para nada indecente. No había ninguna razón para rechazarlo. Pero el jurado ha decidido no exponer semejante cosa.
 He presentado mi dimisión y seguro que se hablará de ello en Nueva York.
 Me gustaría hacer una muestra con la gente que haya sido rechazada por la Sociedad de los Artistas Independientes, aunque sería un poco redundante. 
Además, el urinario estaría solo”, escribía Marcel Duchamp en una carta del 11 de abril de 1917.

En la carta, dirigida a su hermana Suzanne —enfermera en un París en guerra—, daba cuenta de sus aventuras neoyorquinas a propósito de La fuente, un urinario masculino de porcelana firmado por R. Mutt y presentado a la exposición de la Sociedad de Artistas Independientes inaugurada ese mismo año, precisamente el 9 de abril, hace ahora justo un siglo.

  La idea de la sociedad, con raíces de salón de rechazados parisiense, había surgido en diciembre de 1916 con la intención de dar visibilidad a los creadores radicales de Nueva York, ciudad que antes del Armory Show en 1913 casi no distinguía a Redon de Picasso.

 Sin jurados, premios ni comité de selección, la sociedad tenía un único requisito para exponer: pagar la cuota de seis dólares. Con tan exiguas exigencias, las obras fueron más de 1.200 y se expusieron todas salvo el citado urinario. Los organizadores lo hicieron desa­parecer, apelando —dice una de las historias que circulan— al mal gusto de la pieza y, sobre todo, a su falta de originalidad: ¿cómo aceptar entre las “obras de arte” un objeto arrancado de una tienda de fontanería? ¿A qué venía tan absurda broma? ¿A quién quería tomar el pelo el tal señor Mutt con su urinario?

 En pocas palabras, el comité decidía eliminar lo que molestaba al relato perfecto de la modernidad que se empezaba a construir desde Nueva York. 

Duchamp, miembro del comité directivo de la sociedad, renunciaba indignado por la exclusión y Walter Arensberg adquiría el urinario y se lo llevaba en medio de unas salas abarrotadas.

 Para rematar la operación publicitaria, Alfred Stieglitz le hacía una foto y la revista de vanguardia The Blind Man lo convertía en lugar para la discusión, con un editorial escrito por la artista y animadora cultural Louise Norton y otro anónimo cuyo autor, apunta Juan Antonio Ramírez en su excelente libro, era el propio Duchamp, a su vez creador del urinario. Aquella estrategia, inicio de una saga conceptualizante y subversiva —teniendo en cuenta que el autor era también miembro del comité directivo—, cambiaba el rumbo de la historia, dice el relato repetido durante años.

 Con un objeto “apropiado”, una identidad “apropiada”, una función trastocada, el urinario de Duchamp desbordaba las reglas del juego más elementales y se convertía en el icono por antonomasia de las subversiones artísticas; en un malabarismo contra la originalidad y la autoría; en la obra originaria de la “crítica institucional”, al presentar Duchamp su apropiación con seudónimo a una muestra donde estaba de árbitro. Puro gesto.

 Pese a todo, habría que aclarar lo dudoso de su “crítica institucional”, como a menudo ocurre.

 Duchamp se podía permitir la transgresión con comodidad: era el niño mimado de la alta sociedad neoyorquina, más concretamente de la mecenas Katherine S. Dreier y de La Société Anonyme.

 No sólo. Las dudas sobre este gesto radical demasiado perfecto van más allá, dado que la propia narración repetida ha sido puesta en tela de juicio desde ciertos sectores.

Para algunos se trata de una historia inventada por Duchamp mismo a posteriori, en el momento en que aspiraba a reconstruir su carrera artística tras el fracaso como ajedrecista. La historiadora Irene Gammell llega incluso a apuntar cómo el urinario pudo ser una creación de la baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven, modelo, artista de vodevil e increíble poeta que pronto encarnó Dadá en Estados Unidos desde su casa en el Village neoyorquino.

 Bien visto, Duchamp habla en su carta de una “amiga artista que firma con seudónimo masculino”. ¿Y si no se estuviera refiriendo a Rrose Sélavy como suele interpretarse? Aunque si Duchamp se hubiera apropiado de la propuesta de Von Freytag-Loringhoven después de la muerte de la poeta, tampoco cambiarían mucho las consecuencias: al fin y al cabo fuera cual fuera la procedencia iba a sacudir el original y la autoría. Devolvería, eso sí, una imagen menos simpática y combativa de Marcel Duchamp.

 

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