Me aterra imaginar con cuántas otras cosas pasa lo mismo; mientras tanto, me hundo en el horror de descubrir que soy el lugar donde miles y miles de arañitas viven y mueren sin parar.
Las llamó –me entero ahora– “Demodex” uno de sus descubridores, un científico inglés llamado Richard Owen, 1841. Era la época de los primeros microscopios serios y el mundo empezaba a ampliarse a toda máquina.
Demodex viene de demo (que no sólo significa pueblo, sino también grasa, por algo será) y dex (gusano): podrían ser los gusanos del pueblo, pero son los gusanos de la grasa.
Porque viven en la nuestra: la grasa que se acumula en nuestra piel. Los más grandes, los folliculorum, se refugian en los folículos de nuestros –vuestros– pelos;
los más chicos, los brevis, son los que me preocupan: viven en nuestras caras, hundidos cabeza abajo en nuestros bulbos sebáceos.
No viven mucho: su ciclo dura dos semanas.
Las aprovechan para comer nuestro sebo y nuestras células muertas con sus dientes filosos; para buscarlas se mueven lentos, nocturnos. Como tantos de nosotros, temen la luz, que los congela; las sombras les devuelven su movimiento lánguido.
Pueden avanzar alrededor de un centímetro por hora; no es mucho, pero les alcanza para recorrer su hábitat.
Y encontrar, al cabo, su pareja.
Dicen que su fornicio no es particularmente encrespado y que, a diferencia de otros arácnidos, no lo completan matándose o comiéndose.
La hembra, ya preñada, se retira a un bulbo sebáceo; unas horas más tarde pone sus huevos, que maduran dos días.
Entonces nacen los pequeños, que a su vez crecen, comen, cogen, mueren.
Los científicos nos tranquilizan: no cagan. No tienen ano, así que guardan las sobras en su cuerpo –para que se desparramen por nuestra cara cuando palman.
Hablemos de venganzas.
Y parece que todos los tenemos.
No nacen con nosotros: vienen, van llegando. Pero dicen los estudiosos que no hay humano que carezca.
Es cierto que a veces tenemos demasiados –y nos enferman la piel–; en general ni siquiera lo sabemos.
Yo me acabo de enterar: ahora sé que hay miles de animales viviendo en mi mejilla, y me impresiona.
Calculo que, como tantas otras cosas, aprenderé a soportarlo.
Y usted también, supongo: si puede vivir en un mundo con 800 millones de hambrientos y reyes y megamillonarios y Cristiano Ronaldo y Trump en un Gobierno y Putin en el otro, es probable que también pueda vivir con la conciencia de gusanos en la cara.
Más me preocupan las paranoias que esta noticia me produce. Al menos dos, digamos: primero, si no seremos –usted, yo, la humanidad entera– los microorganismos de un gigante tonto que mañana o pasado, leyendo lo que lea, se enterará de que vivimos en su cara y se pondrá a pensar qué hacer.
Y, de nuevo: cuántas más cosas sabrán todos que yo ignore como un sapo.
La próxima, por favor, cuéntenmela –que, pese a todo, prefiero saberla.
O quizás tienen razón ustedes, y es mejor la ignorancia.
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