Ahora, a ver quién es el guapo/a que vuelve a meterla en el tubo.
Me refiero a cierta estirpe de cargos, carguitos y cargazos públicos. Esos que en cuanto tocan pelo, perdón, presupuesto, y les ponen un despacho, una secre y un séquito de esbirros se creen los reyes del mundo.
Y lo son, en efecto, según les cantan los palmeros que eligen como segundos con el doble fin de que no les hagan sombra y que les digan que sí a todo.
Esos pelotas que les recuerdan lo listos que son, lo guapos que están y el tipo que tienen aunque les rebose la panza sobre el cinto, mientras tejen su propia red de duodenos agradecidos en un colegueo de favores y privilegios que solo acaba donde termina esa trama de confianza que da tanto asco a todos menos a ellos.
Mírenlos, aún hay unos cuantos.
Narcotizados por su vanidad, absortos en su micromundo, llamándose como en el cole: Nacho, Edu, Paco, tío, a ver si comemos y hablamos de lo mío, que es lo tuyo, que es lo nuestro, y arramblamos lo que podemos.
Helos ahí, pavos pavoneándose en cumbres de pacotilla, inauguraciones y primeras piedras.
Esos a los que les ponen unos tiestos y les ocultan lo menos fotogénico del populacho a su paso para que queden monos en las fotos.
Esos que ponen cara de superconcernidos mientras miran el móvil por si su churri ha contestado a su wasap preguntándole qué lleva puesto.
Las listas de espera, los críos que comen pan con espaguetis, los abuelos que se mueren escociditos vivos esperando la ayuda a la dependencia son una ordinariez de las noticias.
Estaré homicida, pero mataría por saber con qué cuerpo amanece uno —o una— sabiendo que uno —o uno consentidísimo por una— ha robado a sacos lo de todos.
Es lo que tiene estar en ciertas pomadas podridas.
Mola mientras está confinada y no apesta.
Ahora, a ver quién es el guapo/a que vuelve a meterla en el tubo.
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