Dos hemisferios, uno insomne, pendientes de la gala de los premios más populares.
Acertó Trump, perdonen que les diga.
Menos en una cosa. Déjenme que les cuente.
Este es un mundo de insomnes que mira cualquier cosa.
Quedarse de noche, en este hemisferio, viendo a los futbolistas norteamericanos disputándose ligas que no seguimos, o asistir embobados, hasta que la madrugada se hace sol, a los premios más famosos del mundo, es un deporte que arruina la cadencia de los días… en este hemisferio.
No es una bobada, para nada; todo el mundo está fascinado por el cine desde que se inventó el cine.
Desde que existe la radio estamos fascinados con la radio, nos fascinan los periódicos (todavía), y nos fascina la televisión.
Nos tendrían que fascinar (también) los libros, los museos, la conversación también es fascinante.
Pero todo eso que es fascinante no hace caja ni convoca pinchazos. Así está la cosa en los dos hemisferios.
Es difícil calcularlo, pero mientras uno ve la televisión ocurren muchas otras cosas que no se mueven pero que siempre movieron el mundo: por ejemplo, los libros.
Los libros movieron el mundo hasta el punto que quienes querían que el mundo fuera inmóvil quemaban libros y quemaban a sus autores.
Aun hoy es así: ahora no los queman, pero les dicen que van a quemarlos.
Todo lo que ocurre quieto tiene poco prestigio; pero lo que se mueve, desde la imagen del futbolista detrás del balón, al ejercicio muscular, y facial, de Gary Cooper solo ante el peligro, el gesto de Frank Underwood mandando matar a los infieles, al gesto de Clint Eastwood disparando y mascando tabaco, resulta imbatible para la audiencia.
Eso le ha ganado la partida al silencio, a la música y al libro, qué quieren que les diga.
No se han hecho estadísticas, y acaso conviene que no se hagan, sobre lo que se puede hacer, por ejemplo, mientras retransmiten los Oscar, o cualquier otro de los eventos que nos tienen despiertos porque son de visión inexcusable e incluso obligatoria en este universo en el que todo lo prescindible resulta perentorio.
Pero serían muchos libros, de poesía, de narrativa, de ensayo; habría muchas conversaciones pendientes que se podrían dilucidar en ese tiempo, muchos gestos de amor, incluso muchos odios reprimidos se podrían satisfacer en ese rato largo, y nocturno, que le regalamos a la televisión sobre un acontecimiento que se desarrolla a la primera luz de la noche en su sitio y que nosotros nos disponemos a ver en nuestra propia madrugada.
Pero preferimos los Oscar y así estamos, año tras año, desde Ingrid Bergman y Faye Dunaway a los chicos de La La Land, pendientes de los subtítulos de los discursos.
Luego nos vamos a la cama habiendo siendo protagonistas sentados de todo lo que se mueve y suscita pasión porque depende de votaciones o marcadores inciertos.
Este año ha habido dos espectáculos paralelos a la gala de los Oscar, uno en la propia sala de Hollywood, donde el desacierto de la burocracia ha puesto de moda otra vez los rostros de Faye Dunaway y de Warren Beatty.
Gran escándalo mundial de los insomnios.
Valió la pena quedarse, ¿eh? No es lo mismo verlo en directo que ver las imágenes luego en los propios televisores, en las webs de los periódicos, etcétera.
No es lo mismo, no es lo mismo.
Y luego vamos al trabajo con estas ojeras.
El otro espectáculo paralelo se lo dio a sí mismo Donald Trump, este “hombre del norte, norteamericano”, que diría Pablo Neruda. Como contraprogamar es su poder, reunió en su casa, la Casa Blanca, a un nutrido grupo de congéneres que tampoco podían ver (quizá sí, lo dejaron grabando) el espectáculo de esa gala.
Luego él se encargó de comentar lo deslucido que había sido todo, triste que eso pase en su país.., esas cosas que dice para ponerse él en el pedestal.
Una teoría se le podía regalar a este hombre tan pragmático y dicharachero: si en lugar de hacer una fiesta para no ver los Oscar se hubiera puesto a leer un libro a lo mejor al día siguiente habría sabido más de la naturaleza humana.
Todo está en los libros, habría que decirle.
Pero es imposible, él volverá a ver la televisión, es tan ligero que te lleva a la cama con imágenes que ya te sabes.
El libro es una lata, siempre te pone a pensar.
En eso no acertó Trump, pero es que él no está aquí para celebrar a otros sino para celebrarse a sí mismo.
Él es Oscar Trump, que no se olviden.
Menos en una cosa. Déjenme que les cuente.
Este es un mundo de insomnes que mira cualquier cosa.
Quedarse de noche, en este hemisferio, viendo a los futbolistas norteamericanos disputándose ligas que no seguimos, o asistir embobados, hasta que la madrugada se hace sol, a los premios más famosos del mundo, es un deporte que arruina la cadencia de los días… en este hemisferio.
No es una bobada, para nada; todo el mundo está fascinado por el cine desde que se inventó el cine.
Desde que existe la radio estamos fascinados con la radio, nos fascinan los periódicos (todavía), y nos fascina la televisión.
Nos tendrían que fascinar (también) los libros, los museos, la conversación también es fascinante.
Pero todo eso que es fascinante no hace caja ni convoca pinchazos. Así está la cosa en los dos hemisferios.
Es difícil calcularlo, pero mientras uno ve la televisión ocurren muchas otras cosas que no se mueven pero que siempre movieron el mundo: por ejemplo, los libros.
Los libros movieron el mundo hasta el punto que quienes querían que el mundo fuera inmóvil quemaban libros y quemaban a sus autores.
Aun hoy es así: ahora no los queman, pero les dicen que van a quemarlos.
Todo lo que ocurre quieto tiene poco prestigio; pero lo que se mueve, desde la imagen del futbolista detrás del balón, al ejercicio muscular, y facial, de Gary Cooper solo ante el peligro, el gesto de Frank Underwood mandando matar a los infieles, al gesto de Clint Eastwood disparando y mascando tabaco, resulta imbatible para la audiencia.
Eso le ha ganado la partida al silencio, a la música y al libro, qué quieren que les diga.
No se han hecho estadísticas, y acaso conviene que no se hagan, sobre lo que se puede hacer, por ejemplo, mientras retransmiten los Oscar, o cualquier otro de los eventos que nos tienen despiertos porque son de visión inexcusable e incluso obligatoria en este universo en el que todo lo prescindible resulta perentorio.
Pero serían muchos libros, de poesía, de narrativa, de ensayo; habría muchas conversaciones pendientes que se podrían dilucidar en ese tiempo, muchos gestos de amor, incluso muchos odios reprimidos se podrían satisfacer en ese rato largo, y nocturno, que le regalamos a la televisión sobre un acontecimiento que se desarrolla a la primera luz de la noche en su sitio y que nosotros nos disponemos a ver en nuestra propia madrugada.
Pero preferimos los Oscar y así estamos, año tras año, desde Ingrid Bergman y Faye Dunaway a los chicos de La La Land, pendientes de los subtítulos de los discursos.
Luego nos vamos a la cama habiendo siendo protagonistas sentados de todo lo que se mueve y suscita pasión porque depende de votaciones o marcadores inciertos.
Este año ha habido dos espectáculos paralelos a la gala de los Oscar, uno en la propia sala de Hollywood, donde el desacierto de la burocracia ha puesto de moda otra vez los rostros de Faye Dunaway y de Warren Beatty.
Gran escándalo mundial de los insomnios.
Valió la pena quedarse, ¿eh? No es lo mismo verlo en directo que ver las imágenes luego en los propios televisores, en las webs de los periódicos, etcétera.
No es lo mismo, no es lo mismo.
Y luego vamos al trabajo con estas ojeras.
El otro espectáculo paralelo se lo dio a sí mismo Donald Trump, este “hombre del norte, norteamericano”, que diría Pablo Neruda. Como contraprogamar es su poder, reunió en su casa, la Casa Blanca, a un nutrido grupo de congéneres que tampoco podían ver (quizá sí, lo dejaron grabando) el espectáculo de esa gala.
Luego él se encargó de comentar lo deslucido que había sido todo, triste que eso pase en su país.., esas cosas que dice para ponerse él en el pedestal.
Una teoría se le podía regalar a este hombre tan pragmático y dicharachero: si en lugar de hacer una fiesta para no ver los Oscar se hubiera puesto a leer un libro a lo mejor al día siguiente habría sabido más de la naturaleza humana.
Todo está en los libros, habría que decirle.
Pero es imposible, él volverá a ver la televisión, es tan ligero que te lleva a la cama con imágenes que ya te sabes.
El libro es una lata, siempre te pone a pensar.
En eso no acertó Trump, pero es que él no está aquí para celebrar a otros sino para celebrarse a sí mismo.
Él es Oscar Trump, que no se olviden.
No hay comentarios:
Publicar un comentario