El hijo del escritor y patrón de la Orwell Society reflexiona sobre el legado de su padre.
En febrero de 1937 un treintañero
británico idealista y desgarbado llegaba a las trincheras del frente de
Aragón para defender a la República.
Se llamaba Eric Arthur Blair,
aunque la historia lo recordará como George Orwell.
Este mes, 80 años después del comienzo de aquella aventura, Richard
Blair, único hijo del escritor, un ingeniero agrícola inglés jubilado de
72 años, viajó a Huesca para participar en la inauguración de una gran exposición sobre su padre.
En conversación con EL PAÍS durante su paso fugaz por Madrid de vuelta a
Londres, Blair evocó la figura de Orwell y comentó la actualidad de su
legado y el enorme repunte del interés sobre su última novela, 1984, convertida en un superventas mundial desde el acceso de Trump al poder.
En febrero de 1937 un treintañero
británico idealista y desgarbado llegaba a las trincheras del frente de
Aragón para defender a la República. Se llamaba Eric Arthur Blair,
aunque la historia lo recordará como George Orwell.
Este mes, 80 años después del comienzo de aquella aventura, Richard
Blair, único hijo del escritor, un ingeniero agrícola inglés jubilado de
72 años, viajó a Huesca para participar en la inauguración de una gran exposición sobre su padre.
En conversación con EL PAÍS durante su paso fugaz por Madrid de vuelta a
Londres, Blair evocó la figura de Orwell y comentó la actualidad de su
legado y el enorme repunte del interés sobre su última novela, 1984, convertida en un superventas mundial desde el acceso de Trump al poder.
“Es verdad que en las últimas semanas, con las referencias en Estados Unidos a los ‘hechos alternativos’
[de los que habló Kellyanne Conway, una de las principales asesoras del
presidente] ha aumentado mucho el interés por su libro.
Pero mi padre
nunca ha dejado de estar de moda”. 1984 no era tanto una
profecía como una fábula sobre los totalitarismos nazi y estalinista.
Pero, según apunta Blair, algunos detalles que en la novela parecían
ciencia ficción forman parte desde hace tiempo de nuestra vida
cotidiana.
Como las cámaras de seguridad que vigilan casi todos nuestros movimientos,
o el conocimiento que algunas empresas tienen de nosotros solo por cómo
navegamos en Internet o por el uso que damos a nuestra tarjeta de
crédito.
“La sociedad ha ido evolucionado hacia lo que él vio.
El mundo
ha ido hacia Orwell”, afirma.
Blair es el patrón de la Orwell Society,
una organización benéfica dedicada a promover el conocimiento de la
vida y trabajo del escritor, y el debate de las ideas, y que mantiene
una escrupulosa neutralidad en cuestiones políticas.
Quizá por ello
elige muy bien sus palabras cuando habla de Trump. “Creo que en este
momento hay mucha tensión y compresión en la Casa Blanca.
Es cierto que
Trump está atacando a la prensa, pero es un completo enigma, todos están
maniobrando y aprendiendo a vivir los unos con los otros”.
No puede por
menos que alegrarse, naturalmente, del repunte de ventas de los libros
de su padre, no en vano es el heredero de sus derechos de autor, (“que
caducan en 2020”, puntualiza).
Pero reconoce que es inquietante que ese
efecto se deba a que el público encuentre paralelismos entre la
situación actual y la distopía que él describió.
Orwell y su mujer, Eileen, adoptaron a Richard en 1944. Diez meses después, Eileen murió en el quirófano durante una operación.
Algunos
amigos sugirieron al escritor, enfermo de tuberculosis, que devolviera
al niño, pero este se negó.
La relación entre padre e hijo se estrechó
cuando ambos se trasladaron a la isla de Jura, en Escocia.
Un lugar más
sano, para sobrellevar la enfermedad, y tan fresco que “si te alejabas
seis pulgadas de la chimenea, te congelabas”.
De aquellos años guarda
Blair el recuerdo de un padre amoroso, que le fabricaba juguetes de
madera, con un peculiar sentido del humor y ninguno de los remilgos de
la educación moderna.
En una ocasión dejó al pequeño Richard, de tres
años, dar una calada a una pipa que había cargado con tabaco recolectado
de sus colillas.
El efecto, además de un tremendo ataque de vómito, fue
que el niño quedó, temporalmente, vacunado contra el vicio de fumar.
Fue en Jura donde Orwell concluyó 1984.
Durante el día escribía
en su habitación y compartía los atardeceres con el niño.
Una de sus
actividades favoritas era la pesca, en especial de las langostas que
completaban una dieta parca por el racionamiento de la posguerra.
A la
vuelta de un fin de semana de descanso al oeste de la isla, naufragaron y
estuvieron a punto de perecer ahogados.
Salvaron sus vidas, pero según
Blair el incidente agravó la salud de su padre.
Su amigo David Astor,
propietario del diario The Observer donde publicaba el
escritor, pidió permiso para importar desde EE UU estreptomicina, un
antibiótico recién descubierto.
Pero Orwell desarrolló alergia a la
medicina y el esfuerzo fue en vano.
“Se le caían las uñas, le salieron
ampollas en los labios”, recuerda Richard.
El escritor murió en enero de
1950. Tenía 46 años y su hijo estaba a punto de cumplir seis.
¿Cuál es la enseñanza más importante que
nos dejó Orwell? Para los periodistas hay unas cuantas, según Blair.
“Sé
honesto. Lo más importante son los hechos que puedas corroborar, no la
realidad como a ti te gustaría que fuera.
Hoy los periodistas no tienen
tiempo para comprobar los hechos y los errores se perpetúan y se
multiplican en Internet hasta convertirse en una verdad”.
El hijo del
escritor recuerda además sus seis reglas para escribir con claridad: “No
usar una metáfora o símil que estés acostumbrado a leer [los lugares
comunes]; no usar una palabra larga pudiendo usar una corta; si sobra
una palabra, elimínala; no uses la voz pasiva pudiendo usar la activa;
no uses un término extranjero o científico pudiendo usar una palabra de
uso cotidiano; y rompe todas estas reglas antes de escribir algo que
esté fuera de lugar”.
Y concluye con la definición de libertad que hizo
su padre: “Libertad es poder decir algo que los demás no quieren oír”.
A Blair le preocupa particularmente la
falta de diálogo en la sociedad contemporánea.
“La gente se dedica a
gritarse, unos a otros, sin escucharse”.
Y le sorprenden los jóvenes que
en vez de hablar cara a cara se pasan el día escrutando sus móviles.
“¡Hasta las parejas en los restaurantes!
¿Se estarán comunicando entre
ellos mediante mensajes?”, bromea. ¿Y qué pensaría Orwell del siglo XXI,
de Internet, de los grandes avances científicos y de la posverdad? “Ah,
esa es la pregunta del millón de dólares.
Pero es imposible meterse en
la cabeza de nadie.
Ni responderla leyendo sus libros.
Si viviera
tendría 113 años y habría tenido muchas nuevas influencias…es una
tontería especular”.
Por lo tanto, ni lo sabe ni puede saberse.
Pero se
atreve a suponer una cosa: que fuera lo que fuera, probablemente serían
reflexiones llenas de sentido común.
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