La lógica de hacernos pagar por algo que no consumimos parece ser asumida por todos los grupos parlamentarios.
Pocos productos son tan etéreos como la luz. Es un bien que sabemos que está, pero no podemos tocarlo.
Por desgracia es un bien del que nos acordamos cuando nos falta o cuando no podemos pagarlo.
El componente sociológico de la luz es claro.
Pocos productos llenan más titulares.
Ni siquiera lo hace el agua, producto esencial por excelencia y más vital que la luz, pese a que su precio puede variar casi un 350% en función de la ciudad donde la consumamos o que su coste se haya disparado casi un 10% debido a los costes de tratamiento.
En este panorama surge la demagogia sobre el precio de la
electricidad y la factura de la luz, que mantienen la misma relación que
existe entre el todo y las partes y que en manos de la política pueden
convertir un problema coyuntural en un desastre estructural. El Gobierno
ha reaccionado como en el pasado, interviniendo en el mercado, pero las
medidas anunciadas para rebajar el coste no repercutirán
sustancialmente sobre la factura, es decir, en lo que pagamos realmente
por la luz.
Pueden llegar a llenar titulares, pero no solucionarán el coste final que pagamos entre todos.
Para entender este razonamiento es fundamental comprender que el precio de la electricidad representa el coste de la energía, es decir, el producto.
El precio varía en función de diferentes factores como el petróleo, la climatología, las diferentes tecnologías que operan, pero todas ellas tienen un elemento en común: son costes naturales.
Por su parte, la factura eléctrica incluye el precio de la electricidad —de ahí la relación entre el todo y las partes—, pero además refleja otros muchos componentes que tienen otro patrón común: son costes artificiales.
Dependen de la voluntad del Gobierno e históricamente suponen el cajón de sastre de la economía española.
Pueden llegar a llenar titulares, pero no solucionarán el coste final que pagamos entre todos.
Para entender este razonamiento es fundamental comprender que el precio de la electricidad representa el coste de la energía, es decir, el producto.
El precio varía en función de diferentes factores como el petróleo, la climatología, las diferentes tecnologías que operan, pero todas ellas tienen un elemento en común: son costes naturales.
Por su parte, la factura eléctrica incluye el precio de la electricidad —de ahí la relación entre el todo y las partes—, pero además refleja otros muchos componentes que tienen otro patrón común: son costes artificiales.
Dependen de la voluntad del Gobierno e históricamente suponen el cajón de sastre de la economía española.
Si había alguna partida que necesitara financiación, para eso estaba la factura de la luz: “la factura de la luz lo soporta todo”.
Esta lógica de hacernos pagar por algo que no consumimos parece ser asumida por todos los grupos parlamentarios cuando en su mano está bajar el 50% el precio de la factura eléctrica hoy mismo. Es decir, nuestro derecho a pagar el precio real del producto, de lo que consumimos.
Una barra de pan puede costar 45 céntimos.
Imagínese que baja a comprarlo y en lugar de 45 le hacen pagar 90.
El panadero le explica que se debe a que 10 céntimos van a parar al ministerio de Agricultura, 10 a otras empresas para que no coman pan, 20 al ministerio de Hacienda, 10 a un tipo de harina que ya no se fabrica…
Eso es exactamente lo que ocurre con la factura de la luz en forma de impuestos especiales, interrumpibilidad, pagos por capacidad, más impuestos, subvenciones, etcétera.
En definitiva, el precio de la luz se multiplica debido a unos costes que no obedecen a la dinámica del mercado y sin embargo, tratamos de influir precisamente en él, que demuestra ser el único que responde a cierta lógica económica.
En términos absolutos, el precio de la electricidad apenas es un 35% del total.
¿No será más eficaz tratar de actuar en el 65% restante?
Esto supondría acabar con gran parte de los problemas de pobreza energética y competitividad del país.
Sobre el papel, la medida estrella del Gobierno, bajar artificialmente el precio del gas para abaratar el coste de los ciclos combinados, puede contribuir a disminuir el precio de la electricidad.
Pero, ¿alguien se ha parado a pensar que España no produce gas y que los precios de esta materia prima nos vienen marcados desde el extranjero?
¿Y si por esta medida hacemos que el gas multiplique por dos su precio? No se preocupen: probablemente, mientras se elabora la medida el mercado haya cambiado y tengamos un nuevo remiendo en un conjunto de parches que dejó, hace mucho tiempo, de ser un traje.
Como dirían los Stark, el invierno ha llegado y el frío que estamos sufriendo pone en evidencia un sistema que todos hemos construido, todos hemos disfrutado (cuando los precios de la electricidad estaban por los suelos) y entre todos debemos pagar puesto que, como en este caso dirían los Lannister, los consumidores, por desgracia, siempre pagamos nuestras deudas. Ahora bien, en manos del regulador está que debamos pagar un coste inasumible o por el contrario su precio justo.
Diego Crescente es socio de MAS
Consulting Group, firma especializada en asuntos públicos y relaciones
gubernamentales. Fue director de Comunicación del ministerio de
Industria durante los años 2008 - 2011.
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