Las televisiones públicas dan a los deportes, los sucesos o la cocina mucha más importancia que a la cultura.
Que perdonen los excelentes profesionales de la televisión pública
(la del Estado, y las del Estado). Que perdonen esos profesionales: esto
no va con ellos.
Esas televisiones tienen un pecado de omisión en sus informativos. La omisión de los libros.
La secuencia es: careta, noticias nacionales o internacionales, sucesos, sucesos, después más sucesos, sucesos, deportes, más deportes, muchos más deportes.
Y el tiempo, mucho tiempo.
Como si el patio de butacas de España estuviera sacando la mano por la ventana para ver qué tiempo hace.
A veces hay espectáculos: actores separándose, cineastas muuuy famosos, la inauguración de un acontecimiento al que van los Reyes a entregar un premio. Un premiado muerto.
Como decía Cabrera Infante, toda enumeración es injusta, pero la memoria vive de enumeraciones.
El menú es ese, y eso es lo que llega a la gente por los dispositivos informativos de que disponen las casas.
Eso está variando, como se sabe en los periódicos (los de papel y los no impresos), del mismo modo que está cambiando (más lentamente) la relación de los lectores con los libros y con otros elementos de la distribución del arte.
Ahora aprietas un botón y escuchas una sinfonía.
La vida ahora tiene (para horror de Luis de Pablo, para tantos) mucha música de fondo, y ya ni siquiera la música es protagonista de los telediarios.
Es decir, la música que enseña a sosegar el espíritu o a inquietarlo, la música de verdad; ahora la música es de fondo, como las bibliotecas de atrezzo que salen en las películas.
No siempre fue así.
La televisión de los años ochenta, que no tenía competencia y era del Estado enteramente, tenía programas de cultura de vanguardia, como aquellos que creó Enrique Nicanor y que presentaba, por ejemplo, Paloma Chamorro. José-Miguel Ullán, poeta que fue periodista, hacía entrevistas formidables a artistas de la cultura pop, y de la otra; Sánchez Dragó hacía muy notables entrevistas a escritores, Carlos Veles hizo programas memorables, como Joaquín Soler Serrano.
Toda enumeración es corta, ya saben, pero no se hace esa enumeración ahora por nostalgia sino por carencia.
¿Qué se hace con los Presupuestos del Estado, menguados por ocurrencias distintas, para promover la cultura en las televisiones que paga el erario público?
Pues programas de cocina, sucesos... Galimatías.
En ese espectro ciego se quedan los telediarios, vendidos al postor de la audiencia, por un plato de lentejas.
Antes los sucesos los daban otros, ahora los sucesos los dan todos, desde el minuto 10 del telediario.
Los deportes ocupan la franja más nutrida de los informativos, con el fútbol como delantero centro de ese ahogo.
¿Y los libros? Y los libros esperando a que se muera el próximo poeta o a que el Rey le entregue el Cervantes al último galardonado.
Es noticia que un hombre muerda a un perro. Pues para que un libro salga en los telediarios habrá que esperar a que el libro muerda al perro.
Esas televisiones tienen un pecado de omisión en sus informativos. La omisión de los libros.
La secuencia es: careta, noticias nacionales o internacionales, sucesos, sucesos, después más sucesos, sucesos, deportes, más deportes, muchos más deportes.
Y el tiempo, mucho tiempo.
Como si el patio de butacas de España estuviera sacando la mano por la ventana para ver qué tiempo hace.
A veces hay espectáculos: actores separándose, cineastas muuuy famosos, la inauguración de un acontecimiento al que van los Reyes a entregar un premio. Un premiado muerto.
Como decía Cabrera Infante, toda enumeración es injusta, pero la memoria vive de enumeraciones.
El menú es ese, y eso es lo que llega a la gente por los dispositivos informativos de que disponen las casas.
Eso está variando, como se sabe en los periódicos (los de papel y los no impresos), del mismo modo que está cambiando (más lentamente) la relación de los lectores con los libros y con otros elementos de la distribución del arte.
Ahora aprietas un botón y escuchas una sinfonía.
La vida ahora tiene (para horror de Luis de Pablo, para tantos) mucha música de fondo, y ya ni siquiera la música es protagonista de los telediarios.
Es decir, la música que enseña a sosegar el espíritu o a inquietarlo, la música de verdad; ahora la música es de fondo, como las bibliotecas de atrezzo que salen en las películas.
No siempre fue así.
La televisión de los años ochenta, que no tenía competencia y era del Estado enteramente, tenía programas de cultura de vanguardia, como aquellos que creó Enrique Nicanor y que presentaba, por ejemplo, Paloma Chamorro. José-Miguel Ullán, poeta que fue periodista, hacía entrevistas formidables a artistas de la cultura pop, y de la otra; Sánchez Dragó hacía muy notables entrevistas a escritores, Carlos Veles hizo programas memorables, como Joaquín Soler Serrano.
Toda enumeración es corta, ya saben, pero no se hace esa enumeración ahora por nostalgia sino por carencia.
¿Qué se hace con los Presupuestos del Estado, menguados por ocurrencias distintas, para promover la cultura en las televisiones que paga el erario público?
Pues programas de cocina, sucesos... Galimatías.
En ese espectro ciego se quedan los telediarios, vendidos al postor de la audiencia, por un plato de lentejas.
Antes los sucesos los daban otros, ahora los sucesos los dan todos, desde el minuto 10 del telediario.
Los deportes ocupan la franja más nutrida de los informativos, con el fútbol como delantero centro de ese ahogo.
¿Y los libros? Y los libros esperando a que se muera el próximo poeta o a que el Rey le entregue el Cervantes al último galardonado.
Es noticia que un hombre muerda a un perro. Pues para que un libro salga en los telediarios habrá que esperar a que el libro muerda al perro.
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