El músico reinventó la fórmula de la canción de desamor masculino insuflándole ritmo y fuelle.
Ya pueden barrer para casa los neurólogos y dictaminar que todo está en la azotea que, cuando a uno le arrean un estacazo de según qué calibre en lo que dicen que late bajo la mama izquierda, siente como si le arrancaran las entrañas de cuajo y lo que le sale del gañote, más que un delicado lamento, es un mugido de vaca, como a aquella mítica Penélope Cruz pariendo a pelo en un bus en la escena cumbre de Carne trémula.
Estábamos acostumbrados a eso.
A la lírica y la épica del desamor masculino en la música.
A tíos como castillos o alfeñiques ora berreando, ora llorando por los córneres en baladones ora tremebundos, ora cursis, porque su chica ya no les quería, oh, baby, amor, cariño.
Pero en esto llegó el doctor Sanz, Alejandro, y le dio la vuelta a la fórmula mágica.
Sin perder una chispa de la preceptiva emoción y autorreconocimiento para los dolientes del corazón en la letra —“después de ti no hay nada”—, le insufló un nuevo golpe de fuelle al pulmón de la música y puso no solo a cantar y a encender mecheros a los melancólicos, sino a bailar y a disfrutarse a todos los públicos en fiestas de toda índole.
No solo, o no siempre, se te iban solas las lágrimas, sino también los pies, las caderas y lo otro.
En ello seguimos. Habrán pasado por nosotros 20 años y equis bodas, partos, divorcios, reconversiones laborales y de las otras y dolores de corazón y de cabeza diversos, vale.
Pero es sonar Corazón partío y ponernos a cantar y bailar celebrando cuánto nos quisimos, queremos y querremos, o cuánto querríamos querernos.
Eso es vida. Lo demás, basura electrónica.
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