Dicen que los profesionales no dan abasto a atender a ansiosos, deprimidos, sufridores de eso que no es exactamente el cuerpo.
Son diez, quince minutos, media hora los peores días, pero esa
eternidad en la que se te agarrota el espinazo, se te sale el corazón
del plexo, se te viene el estómago a la boca y no te llega el pijama al
cuerpo no te la quita nadie.
Eso, sin que te pase nada ni a ti ni a los tuyos sino las prisas, las penas, las presiones, la vida.
Nada distinto de lo que te pasaba anoche, cuando cogiste la cama como quien coge el último tren de vuelta al útero y cerraste al tiempo las pupilas y las rendijas del pánico a los peligros de ahí fuera.
Bendita cama. Bendito sueño. Bendita tregua.
Porque la guerra sigue
. Cuando vuelves en ti de repente, siempre a la misma hora de la madrugada oscura del alma, malditos biorritmos, ahí sigue el dinosaurio, Monterroso no se inventaba nada.
Entonces, debajo de la manta, o del nórdico gordo, o de la sabanilla fina en verano, tratas de recuperar el resuello y convencerte de que no, la mancha que te ha salido en la frente no es el aviso de un melanoma que te va a devorar viva.
De que no, en el trabajo no se van a dar cuenta de que eres una impostora y te van a dar puerta.
Y de que no, no van a caer sobre ti una tras otra las siete plagas de Egipto.
Luego te levantas, te duchas, te pones la armadura de enfrentarte al prójimo, te tomas el primero de los equis placebos con los que vas engañando a la bestia a lo largo del día y parece que el tigre se domestica hasta que te arrea el próximo zarpazo y te vuelve a dejar tiritando de miedo a todo y a nada.
Quien lo ha sentido sabe de lo que hablo.
Somos legión, me temo. Cada poco, salen de eminencias de Nobel a psicólogos de barrio diciendo que no dan abasto a atender a ansiosos, deprimidos, sufridores de eso que no es exactamente el cuerpo y que, como no sabemos cómo llamar, llamamos espíritu.
Y, eso, estando hartos de pan y wifi.
Sí, me come la ansiedad, como a tantos. Como tantos, trato de vivir con ella.
Y no, no nos quejamos de vicio.
Eso, sin que te pase nada ni a ti ni a los tuyos sino las prisas, las penas, las presiones, la vida.
Nada distinto de lo que te pasaba anoche, cuando cogiste la cama como quien coge el último tren de vuelta al útero y cerraste al tiempo las pupilas y las rendijas del pánico a los peligros de ahí fuera.
Bendita cama. Bendito sueño. Bendita tregua.
Porque la guerra sigue
. Cuando vuelves en ti de repente, siempre a la misma hora de la madrugada oscura del alma, malditos biorritmos, ahí sigue el dinosaurio, Monterroso no se inventaba nada.
Entonces, debajo de la manta, o del nórdico gordo, o de la sabanilla fina en verano, tratas de recuperar el resuello y convencerte de que no, la mancha que te ha salido en la frente no es el aviso de un melanoma que te va a devorar viva.
De que no, en el trabajo no se van a dar cuenta de que eres una impostora y te van a dar puerta.
Y de que no, no van a caer sobre ti una tras otra las siete plagas de Egipto.
Luego te levantas, te duchas, te pones la armadura de enfrentarte al prójimo, te tomas el primero de los equis placebos con los que vas engañando a la bestia a lo largo del día y parece que el tigre se domestica hasta que te arrea el próximo zarpazo y te vuelve a dejar tiritando de miedo a todo y a nada.
Quien lo ha sentido sabe de lo que hablo.
Somos legión, me temo. Cada poco, salen de eminencias de Nobel a psicólogos de barrio diciendo que no dan abasto a atender a ansiosos, deprimidos, sufridores de eso que no es exactamente el cuerpo y que, como no sabemos cómo llamar, llamamos espíritu.
Y, eso, estando hartos de pan y wifi.
Sí, me come la ansiedad, como a tantos. Como tantos, trato de vivir con ella.
Y no, no nos quejamos de vicio.
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