Pocos gestos hay tan honestos, puros y
civilizados como soltar una hostia.
Sin advertencias ni miramientos.
Pertenece a esa clase de actos excepcionales que le proporcionan a uno
—el que pega— la satisfacción del deber cumplido.
Como salir a correr a
las seis de la mañana, cenar una ensaladita de apio o incluso no salir a
correr a las seis de la mañana.
A veces no queda otro
remedio.
Hay disputas irresolubles en las que el guantazo es el único
desenlace aceptable.
La única posibilidad de dirimir una controversia
inagotable de un modo educado y elegante.
Hay algo litúrgico en ello.
Casi sacramental.
Una vez descartados el entendimiento y la rendición,
la conclusión de una polémica sin fin pasa necesariamente por propinar a
nuestro interlocutor un puñetazo espléndido e irrefutable.
Solo así se
pueden evitar ofensas innecesarias fruto de la desesperación.
Cualquier
otra opción sería propia de bárbaros.
Por eso Mario Vargas Llosa atizó con generosidad a Gabriel García Márquez
en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México el 12
de febrero de 1976.
Para solucionar sus desavenencias como caballeros,
sin insultos ni voceríos.
Ambos autores asistían ese día al estreno de
la película La odisea en los Andes, cuyo guion había escrito
Vargas Llosa.
En cuanto este accedió al edificio, García Márquez se le
acercó con los brazos abiertos y felices y exclamó: «¡Hermanito!». Dos
segundos más tarde estaba en el suelo.
«¡Esto por lo que le dijiste a Patricia!»,
aclaró el peruano henchido de superioridad.
Como si un derechazo
necesitase alguna vez de justificación. Nunca más se volvieron a dirigir
la palabra.
Al parecer, a
principios de ese mismo año, García Márquez se había ofrecido para
llevar al aeropuerto a Patricia, la esposa de Mario, en la mañana
posterior a una cena organizada por Carmen Balcells en
Barcelona.
De camino a El Prat, voluntaria o involuntariamente, el
escritor tomó una carretera equivocada, provocando que su pasajera
perdiese el vuelo a Lima, donde la esperaba su marido.
Cuenta el
biógrafo Gerald Martin que Márquez, lejos de
desanimarse, propuso entonces a Patricia aprovechar el tiempo montándose
ellos dos su propia fiesta privada.
Una versión que coincide con las
declaraciones del periodista Plinio Apuleyo, amigo del
colombiano, quien, sin entrar en detalles, habló de una posible
insinuación desafortunada.
Escasas semanas después, Vargas Llosa le
estaba partiendo la cara a su colega a modo de reproche.
Una reacción
sensata, gentil, propia de dos futuros ganadores del Premio Nobel que lo
último que harían en semejante situación es ponerse a discutir como
salvajes.
Asunto zanjado.
Salvo en contadas
excepciones, soltar una buena hostia es un acto de coherencia.
De
integridad.
A veces constituye una respuesta tan instantánea y
elemental, tan hundida en nuestros instintos, que resulta irreprochable.
Participa, además, de cierta belleza primitiva e inmaculada,
impermeable al paso de los siglos.
La contracción furiosa de los
músculos del brazo.
El latigazo que abre el aire en canal.
El impacto
contra la carne y los huesos, que se estremecen y devuelven un sonido
doloroso y escalofriante.
Casi se adivina en todo ello el cincel
meticuloso de Miguel Ángel.
Porque una hostia se
suelta o no se suelta, pero no admite el medio tiempo.
Ya sea para poner
fin a un enfrentamiento irreconciliable, ya sea para iniciarlo.
Como
les sucedió a Jack White, miembro de los hoy extintos The White Stripes, y a Jason Stollsteimer, líder de la también desaparecida banda de garage The Von Bondies.
Su relación era fantástica.
Ambos grupos se habían formado en 1997,
pertenecían a la misma escena musical, la de la ciudad de Detroit, White
había producido el primer disco de Stollsteimer, sus bandas tocaban
juntas, etcétera. Todo lo que se puede esperar de dos músicos que son
buenos amigos.
Un día, en el año 2003, durante un concierto del grupo de
country rock Blanche en el club Magic Stick
del Majestic Theater de Detroit, White localizó a Stollsteimer entre el
público y, sin mediar palabra, se acercó a él y le soltó una hostia.
Un
puñetazo poderoso. De los que duelen en el pómulo pero sobre todo en el
orgullo.
Curiosamente, desde ese día Stollsteimer no quiere saber nada
de él.
Pronto corrió el rumor de que Jack White se había acreditado
injustamente como único productor del disco de los Von Bondies, que
reivindicaban su cuota de participación.
Cuando le preguntaron a White
por qué había propinado un guantazo semejante a Stollsteimer, contestó
que había sido en defensa propia.
Se abalanzó de repente sobre Jason y
le dejó un ojo morado en legítima defensa.
Lo cierto es que no se me
ocurre un argumento mejor.
Al fin y al cabo, hay muchas formas de
hallarse acorralado por un rival.
Incluso cuando este ni siquiera te ha
visto y tú estás paseando a tus anchas por una sala de conciertos.
Que se lo digan, si no, al pobre Jesús Gil y Gil, que en marzo del año 1996 se sintió tan acosado por José María Caneda, presidente del Compostela, que tuvo que soltarle una hostia desinteresada al gerente de su club, José González Fidalgo,
que pasaba por allí. Todo sucedió a las puertas del edificio de la Liga
de Fútbol Profesional, en el marco de una conversación que, a base de
un solo golpe, ha pasado a la historia.
«Eres un chorizo», observó
amablemente Jesús Gil, comentando la similitud del presidente con un
embutido o quizá insinuando su presunto amor por lo ajeno.
Ambas
opciones, en cualquier caso, eran posibles.
Fidalgo, a quien por alguna
razón molestó el análisis de Gil y Gil, aportó entonces un dato
inesperado: «Y tú un hijo de puta», aclaró como si aquello resolviese de
algún modo el asunto del chorizo.
El presidente del Atlético de Madrid
cerró entonces su puño y, exclamando que su contendiente había faltado a
los votantes de Marbella, un hecho que justificaba cualquier
represalia, le pegó con todo el populismo en la cara.
Caneda, que
caminaba unos metros por delante, se revolvió en el acto para defender a
su gerente, pero este, todavía con las gafas y la honra torcidas, se
levantó, sujetó a su jefe y, abundando en el dato que había aportado a
la conversación, en el que parecía especialmente interesado, le dijo:
«Quieto, presi, joder, que es un hijo de puta el que está aquí, hostia».
El debate se perdió entre el gentío mientras los protagonistas accedían
por las escaleras al piso superior del edificio, describiéndose los
unos a los otros como «calamidad» y «montón de mierda».
Un espectáculo
cerril que no se habría producido si Jesús Gil hubiese sido un caballero
y hubiese cerrado la cuestión con un mamporro definitivo.
Llaman la atención
las diferentes formas que puede adoptar el hostiazo, todas ellas válidas
y legítimas.
La de Gil estuvo a escasos centímetros de ser más un
coscorrón que un puñetazo, comparable al que José María Ruiz-Mateos le propinó a Miguel Boyer
en el vestíbulo de los juzgados de Madrid en 1989 a la voz de «que te
pego, leche».
Sin embargo, reducidas a lo esencial, las distintas formas
de soltar una hostia se resumen en dos: a mano abierta o con el puño
cerrado.
La primera consiste en la célebre bofetada o, si el brazo ha
sido bien armado, el célebre bofetón. La segunda es el conocido puñetazo
que, aun siendo menos teatral que la bofetada, acostumbra a ser más
directo y eficaz.
Quizá la bofetada más famosa de la historia es la que Glenn Ford le sacudió a Rita Hayworth en Gilda,
justo después de que esta sedujese al mundo entero con un acto tan
sencillo y cotidiano como quitarse un guante.
Al pedir algún voluntario
para subir al escenario y terminar de desvestirla, Johnny Farrell, el
personaje de Ford, se enfada con Gilda y le pega un bofetón.
Una
reacción deleznable que, tratándose de alguien llamado Johnny Farrell,
cualquiera podría haber previsto.
Con ese nombre, qué otra cosa se puede
hacer en la vida que ser un triste matón.
El puñetazo, sin embargo, es para toda clase de nombres.
Se llame uno como se llame.
Incluso si se llama Charlie Watts y su puño aterriza en la cara de Mick Jagger.
Si la de García Márquez y Vargas Llosa es la hostia más famosa de la
literatura, la de Watts y Jagger es la hostia más famosa del rock and roll.
Asumiendo que ambas cosas, literatura y rock and roll, sean distintas.
La historia recuerda dos versiones diferentes.
En una de ellas, la que Keith Richards cuenta en su biografía Life, los Rolling Stones
acababan de dar un concierto y, por no faltar a la tradición, se
encontraban en la suite de un hotel participando en una orgía.
Una orgía
normal y corriente.
Una orgía de diario.
Casi de trámite. Nada
especial. Llegada la madrugada, Watts se aburrió de tanta fornicación
rutinaria y se marchó a su habitación a dormir, pero, al cabo de un
rato, Jagger levantó el teléfono y lo despertó, molesto por su ausencia.
«¿Dónde está mi pequeño batería?», le preguntó con socarronería.
Minutos después, Charlie entró en la suite y le soltó una hostia en do
menor que lo mandó directo a la alfombra.
«Yo no soy tu pequeño batería
—aclaró el músico—. Tú eres mi maldito cantante».
Ni rastro de egos.
Más verosímil parece la crónica de lo sucedido que narra en Under Their Thumb Bill German,
editor del boletín oficial de noticias de la banda y compañero de gira
durante casi veinte años. Según su versión, durante una reunión en
Ámsterdam en la que los Stones decidían si el grupo ponía o no fin a su
andadura, Jagger interrumpió a Watts en el momento en el que este daba
su opinión y dijo: «Nada de esto debería importarte, tú eres solo mi
batería». Esa misma noche, ya en el hotel, Charlie bajó a la habitación
de Jagger y llamó a la puerta. Cuando el cantante abrió, el batería le
pegó un soberbio puñetazo en la mandíbula. De regreso a su habitación se
cruzó con Richards, que le preguntó de dónde venía. «De golpear a Mick
Jagger en la cara», contestó. Y continuó su camino hacia la leyenda. Y
hacia su habitación.
Las hostias que han
abierto y cerrado polémicas en el mundo de la música, el cine, la
literatura, el fútbol o la política son innumerables. En la editorial
Alfred A. Knopf, Inc., fundada en 1915 por Alfred A. Knopf y actualmente conocida como Knopf Doubleday, todavía recuerdan los torpes puñetazos que intercambiaron Dashiell Hammet y William Faulkner
en sus oficinas a propósito de una discusión bañada en alcohol que se
inició allí mismo y terminó en trifulca. Famosas son también las hostias
entre los hermanos Gallagher, capaces de levantar el imperio de Oasis sobre el mismo montón de recriminaciones adolescentes en el que años después se desmoronaría.
O los tortazos entre Leonardo DiCaprio y Quentin Tarantino en el rodaje de Django desencadenado, que contribuyeron a aumentar la fama de caprichoso e insubordinado del actor.
La hostia inminente que Francisco de Goya interrumpe y detiene en el cuadro La riña o Duelo a garrotazos es todo un ejemplo de cómo el arte ha sabido reflejar el valor de un buen porrazo.
Un instante que Roy Lichtenstein parece querer liberar en el cuadro Sweet Dreams Baby en el año 1965, permitiendo que el puño vencedor llegue a su destino y golpee al fin la cara del vencido.
Habrá quien opine de
otro modo.
Quien no sepa apreciar la belleza que se captura en un
hostiazo. Habrá quien les diga que es una barbaridad golpear a alguien
para finalizar una discusión.
Gente que cree que prolongar eternamente
la discordia y acabar amenazándose, saboteándose o faltándose al respeto
son opciones más civilizadas.
No les hagan caso.
Esos necios no se
percatan de que la nuestra es una sociedad lo bastante evolucionada como
para que dos individuos solventen sus problemas de un bofetón sin ser
sospechosos de perpetuar conductas primitivas.
¿En qué siglo estamos que
todavía no podemos arreglar las cosas a tortas sin que a algún
troglodita le parezca inadecuado? ¿En el XX?
La hostia es sincera,
natural y considerada. No hay en ella hipocresía ni dobles intenciones.
Si te sueltan una hostia, te la han soltado. Y punto.
No hay margen
para la interpretación. Nadie piensa: «Me han pegado una hostia, ¿qué me
habrán querido decir?».
Al contrario. Incluso en el caso de Jack White
había una buena razón. No te han pegado un tortazo; has ganado un amigo
.
O un enemigo, pero con todas las de la ley. Nada de medias tintas.
Y si alguna vez le
explican ustedes a alguien las bondades del guantazo y su interlocutor
es tan obtuso como para no reconocer que están en lo cierto, pónganse de
pie y díganle en voz bien alta: «A que te suelto una hostia».
Verán qué
rápido entra en razón. Mano de santo.
Y bien abierta, además. Hagan la
prueba.
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