Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

7 ene 2017

A que te suelto una hostia........................r Manuel de Lorenzo

Duelo a garrotazos o La riña, de Francisco de Goya.
Pocos gestos hay tan honestos, puros y civilizados como soltar una hostia. 
Sin advertencias ni miramientos.
 Pertenece a esa clase de actos excepcionales que le proporcionan a uno —el que pega— la satisfacción del deber cumplido.
 Como salir a correr a las seis de la mañana, cenar una ensaladita de apio o incluso no salir a correr a las seis de la mañana.
A veces no queda otro remedio.
 Hay disputas irresolubles en las que el guantazo es el único desenlace aceptable.
 La única posibilidad de dirimir una controversia inagotable de un modo educado y elegante. 
Hay algo litúrgico en ello. 
 Casi sacramental. 
Una vez descartados el entendimiento y la rendición, la conclusión de una polémica sin fin pasa necesariamente por propinar a nuestro interlocutor un puñetazo espléndido e irrefutable. 
Solo así se pueden evitar ofensas innecesarias fruto de la desesperación. 
Cualquier otra opción sería propia de bárbaros.
Por eso Mario Vargas Llosa atizó con generosidad a Gabriel García Márquez en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México el 12 de febrero de 1976.
 Para solucionar sus desavenencias como caballeros, sin insultos ni voceríos. 
Ambos autores asistían ese día al estreno de la película La odisea en los Andes, cuyo guion había escrito Vargas Llosa. 
En cuanto este accedió al edificio, García Márquez se le acercó con los brazos abiertos y felices y exclamó: «¡Hermanito!». Dos segundos más tarde estaba en el suelo.
 «¡Esto por lo que le dijiste a Patricia!», aclaró el peruano henchido de superioridad.
 Como si un derechazo necesitase alguna vez de justificación. Nunca más se volvieron a dirigir la palabra.
Al parecer, a principios de ese mismo año, García Márquez se había ofrecido para llevar al aeropuerto a Patricia, la esposa de Mario, en la mañana posterior a una cena organizada por Carmen Balcells en Barcelona.
 De camino a El Prat, voluntaria o involuntariamente, el escritor tomó una carretera equivocada, provocando que su pasajera perdiese el vuelo a Lima, donde la esperaba su marido.
 Cuenta el biógrafo Gerald Martin que Márquez, lejos de desanimarse, propuso entonces a Patricia aprovechar el tiempo montándose ellos dos su propia fiesta privada.
 Una versión que coincide con las declaraciones del periodista Plinio Apuleyo, amigo del colombiano, quien, sin entrar en detalles, habló de una posible insinuación desafortunada. 
Escasas semanas después, Vargas Llosa le estaba partiendo la cara a su colega a modo de reproche.
 Una reacción sensata, gentil, propia de dos futuros ganadores del Premio Nobel que lo último que harían en semejante situación es ponerse a discutir como salvajes.
 Asunto zanjado.
Salvo en contadas excepciones, soltar una buena hostia es un acto de coherencia.
 De integridad. 
A veces constituye una respuesta tan instantánea y elemental, tan hundida en nuestros instintos, que resulta irreprochable.
 Participa, además, de cierta belleza primitiva e inmaculada, impermeable al paso de los siglos. 
La contracción furiosa de los músculos del brazo. 
El latigazo que abre el aire en canal. 
El impacto contra la carne y los huesos, que se estremecen y devuelven un sonido doloroso y escalofriante.
 Casi se adivina en todo ello el cincel meticuloso de Miguel Ángel.
Porque una hostia se suelta o no se suelta, pero no admite el medio tiempo.
 Ya sea para poner fin a un enfrentamiento irreconciliable, ya sea para iniciarlo. 
Como les sucedió a Jack White, miembro de los hoy extintos The White Stripes, y a Jason Stollsteimer, líder de la también desaparecida banda de garage The Von Bondies.
 Su relación era fantástica. 
Ambos grupos se habían formado en 1997, pertenecían a la misma escena musical, la de la ciudad de Detroit, White había producido el primer disco de Stollsteimer, sus bandas tocaban juntas, etcétera. Todo lo que se puede esperar de dos músicos que son buenos amigos.
 Un día, en el año 2003, durante un concierto del grupo de country rock Blanche en el club Magic Stick del Majestic Theater de Detroit, White localizó a Stollsteimer entre el público y, sin mediar palabra, se acercó a él y le soltó una hostia. 
Un puñetazo poderoso. De los que duelen en el pómulo pero sobre todo en el orgullo. 
Curiosamente, desde ese día Stollsteimer no quiere saber nada de él.
 Pronto corrió el rumor de que Jack White se había acreditado injustamente como único productor del disco de los Von Bondies, que reivindicaban su cuota de participación.
 Cuando le preguntaron a White por qué había propinado un guantazo semejante a Stollsteimer, contestó que había sido en defensa propia.
 Se abalanzó de repente sobre Jason y le dejó un ojo morado en legítima defensa.
 Lo cierto es que no se me ocurre un argumento mejor.
 Al fin y al cabo, hay muchas formas de hallarse acorralado por un rival.
 Incluso cuando este ni siquiera te ha visto y tú estás paseando a tus anchas por una sala de conciertos.
Que se lo digan, si no, al pobre Jesús Gil y Gil, que en marzo del año 1996 se sintió tan acosado por José María Caneda, presidente del Compostela, que tuvo que soltarle una hostia desinteresada al gerente de su club, José González Fidalgo, que pasaba por allí. Todo sucedió a las puertas del edificio de la Liga de Fútbol Profesional, en el marco de una conversación que, a base de un solo golpe, ha pasado a la historia.
 «Eres un chorizo», observó amablemente Jesús Gil, comentando la similitud del presidente con un embutido o quizá insinuando su presunto amor por lo ajeno.
 Ambas opciones, en cualquier caso, eran posibles. 
Fidalgo, a quien por alguna razón molestó el análisis de Gil y Gil, aportó entonces un dato inesperado: «Y tú un hijo de puta», aclaró como si aquello resolviese de algún modo el asunto del chorizo.
 El presidente del Atlético de Madrid cerró entonces su puño y, exclamando que su contendiente había faltado a los votantes de Marbella, un hecho que justificaba cualquier represalia, le pegó con todo el populismo en la cara.
 Caneda, que caminaba unos metros por delante, se revolvió en el acto para defender a su gerente, pero este, todavía con las gafas y la honra torcidas, se levantó, sujetó a su jefe y, abundando en el dato que había aportado a la conversación, en el que parecía especialmente interesado, le dijo:
 «Quieto, presi, joder, que es un hijo de puta el que está aquí, hostia». 
 El debate se perdió entre el gentío mientras los protagonistas accedían por las escaleras al piso superior del edificio, describiéndose los unos a los otros como «calamidad» y «montón de mierda».
 Un espectáculo cerril que no se habría producido si Jesús Gil hubiese sido un caballero y hubiese cerrado la cuestión con un mamporro definitivo.
Llaman la atención las diferentes formas que puede adoptar el hostiazo, todas ellas válidas y legítimas.
 La de Gil estuvo a escasos centímetros de ser más un coscorrón que un puñetazo, comparable al que José María Ruiz-Mateos le propinó a Miguel Boyer en el vestíbulo de los juzgados de Madrid en 1989 a la voz de «que te pego, leche».
 Sin embargo, reducidas a lo esencial, las distintas formas de soltar una hostia se resumen en dos: a mano abierta o con el puño cerrado.
 La primera consiste en la célebre bofetada o, si el brazo ha sido bien armado, el célebre bofetón. La segunda es el conocido puñetazo que, aun siendo menos teatral que la bofetada, acostumbra a ser más directo y eficaz.
Quizá la bofetada más famosa de la historia es la que Glenn Ford le sacudió a Rita Hayworth en Gilda, justo después de que esta sedujese al mundo entero con un acto tan sencillo y cotidiano como quitarse un guante. 
Al pedir algún voluntario para subir al escenario y terminar de desvestirla, Johnny Farrell, el personaje de Ford, se enfada con Gilda y le pega un bofetón.
 Una reacción deleznable que, tratándose de alguien llamado Johnny Farrell, cualquiera podría haber previsto.
 Con ese nombre, qué otra cosa se puede hacer en la vida que ser un triste matón.
El puñetazo, sin embargo, es para toda clase de nombres.
 Se llame uno como se llame.
 Incluso si se llama Charlie Watts y su puño aterriza en la cara de Mick Jagger.
 Si la de García Márquez y Vargas Llosa es la hostia más famosa de la literatura, la de Watts y Jagger es la hostia más famosa del rock and roll.
 Asumiendo que ambas cosas, literatura y rock and roll, sean distintas.
 La historia recuerda dos versiones diferentes.
 En una de ellas, la que Keith Richards cuenta en su biografía Life, los Rolling Stones acababan de dar un concierto y, por no faltar a la tradición, se encontraban en la suite de un hotel participando en una orgía.
 Una orgía normal y corriente. 
Una orgía de diario.
 Casi de trámite. Nada especial. Llegada la madrugada, Watts se aburrió de tanta fornicación rutinaria y se marchó a su habitación a dormir, pero, al cabo de un rato, Jagger levantó el teléfono y lo despertó, molesto por su ausencia.
 «¿Dónde está mi pequeño batería?», le preguntó con socarronería. Minutos después, Charlie entró en la suite y le soltó una hostia en do menor que lo mandó directo a la alfombra.
 «Yo no soy tu pequeño batería —aclaró el músico—. Tú eres mi maldito cantante».
 Ni rastro de egos.
Más verosímil parece la crónica de lo sucedido que narra en Under Their Thumb Bill German, editor del boletín oficial de noticias de la banda y compañero de gira durante casi veinte años. Según su versión, durante una reunión en Ámsterdam en la que los Stones decidían si el grupo ponía o no fin a su andadura, Jagger interrumpió a Watts en el momento en el que este daba su opinión y dijo: «Nada de esto debería importarte, tú eres solo mi batería». Esa misma noche, ya en el hotel, Charlie bajó a la habitación de Jagger y llamó a la puerta. Cuando el cantante abrió, el batería le pegó un soberbio puñetazo en la mandíbula. De regreso a su habitación se cruzó con Richards, que le preguntó de dónde venía. «De golpear a Mick Jagger en la cara», contestó. Y continuó su camino hacia la leyenda. Y hacia su habitación.
Las hostias que han abierto y cerrado polémicas en el mundo de la música, el cine, la literatura, el fútbol o la política son innumerables. En la editorial Alfred A. Knopf, Inc., fundada en 1915 por Alfred A. Knopf y actualmente conocida como Knopf Doubleday, todavía recuerdan los torpes puñetazos que intercambiaron Dashiell Hammet y William Faulkner en sus oficinas a propósito de una discusión bañada en alcohol que se inició allí mismo y terminó en trifulca. Famosas son también las hostias entre los hermanos Gallagher, capaces de levantar el imperio de Oasis sobre el mismo montón de recriminaciones adolescentes en el que años después se desmoronaría.
 O los tortazos entre Leonardo DiCaprio y Quentin Tarantino en el rodaje de Django desencadenado, que contribuyeron a aumentar la fama de caprichoso e insubordinado del actor.
 La hostia inminente que Francisco de Goya interrumpe y detiene en el cuadro La riña o Duelo a garrotazos es todo un ejemplo de cómo el arte ha sabido reflejar el valor de un buen porrazo. 
Un instante que Roy Lichtenstein parece querer liberar en el cuadro Sweet Dreams Baby en el año 1965, permitiendo que el puño vencedor llegue a su destino y golpee al fin la cara del vencido.
Habrá quien opine de otro modo.
 Quien no sepa apreciar la belleza que se captura en un hostiazo. Habrá quien les diga que es una barbaridad golpear a alguien para finalizar una discusión.
 Gente que cree que prolongar eternamente la discordia y acabar amenazándose, saboteándose o faltándose al respeto son opciones más civilizadas. 
No les hagan caso. 
Esos necios no se percatan de que la nuestra es una sociedad lo bastante evolucionada como para que dos individuos solventen sus problemas de un bofetón sin ser sospechosos de perpetuar conductas primitivas.
 ¿En qué siglo estamos que todavía no podemos arreglar las cosas a tortas sin que a algún troglodita le parezca inadecuado? ¿En el XX?

La hostia es sincera, natural y considerada. No hay en ella hipocresía ni dobles intenciones. 
 Si te sueltan una hostia, te la han soltado. Y punto.
 No hay margen para la interpretación. Nadie piensa: «Me han pegado una hostia, ¿qué me habrán querido decir?». 
Al contrario. Incluso en el caso de Jack White había una buena razón. No te han pegado un tortazo; has ganado un amigo
. O un enemigo, pero con todas las de la ley. Nada de medias tintas.
Y si alguna vez le explican ustedes a alguien las bondades del guantazo y su interlocutor es tan obtuso como para no reconocer que están en lo cierto, pónganse de pie y díganle en voz bien alta: «A que te suelto una hostia». 
Verán qué rápido entra en razón. Mano de santo. 
Y bien abierta, además. Hagan la prueba.

 

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