A un político de Podemos que fue juez le dicen que se calle.
Los que en los años 60 creíamos que la vida era eterna y la
dictadura también estuvimos fascinados por la personalidad de un
escritor que se parecía a lo que creíamos que era la literatura: un
golpe de vida, un libro, y ya nada más.
Era José Vidal Cadellans, cuya vida breve parecía la novela de un profeta: dijo que ese año en el que estaba, 1958, ganaría el premio Nadal y al año siguiente moriría. Ganó el Nadal y se murió al año siguiente, más o menos, a los 32 años.
Detrás dejó aquella novela ganadora, No era de los nuestros.
Un muchacho robaba en su propia casa.
La investigación que siguió tendía a demostrar que el ladrón no era de los nuestros.
Esa fama efímera que tuvo Vidal Cadellans resurge (en mi memoria) cada vez que la televisión repite Uno de los nuestros, de Martin Scorsese, la historia de un muchacho que se integra desde que es un crío en un círculo mafioso en el que busca el trato ansiado de la tribu: ser Uno de los nuestros.
Lo consigue a medias.
Su momento de apogeo se produce cuando sale triunfante, no delató a nadie, de un juicio del que pudo haber salido abrasado.
La tribu lo recibe, y así se lo dicen, como si hubiera perdido la virginidad. Ya era, casi, uno de los nuestros.
En la política española, y no sólo, se producen a diario expresiones así: es de los nuestros, no es de los nuestros.
A los nuestros no les miramos ni el currículum, a los que no son de los nuestros les cerramos la verja.
Ni agua.
Al que se desvía lo quitamos de la fotografía, y al que se suma lo tenemos en nómina aunque no diga ni media.
A Atahualpa Yupanqui lo adoraban en el Café Gijón porque era un sabio callado.
Un día hizo ademán de hablar y sólo dijo: “Aquí el que la hace la paga”.
Le aplaudieron como a Plácido Domingo. A los nuestros se les aplaude como si hubieran perdido, o ganado, la virginidad; a los que no son de los nuestros, leña al mono hasta que hable inglés.
Episodios recientes son medalla de ambas caras: a un político que fue juez le dicen que se calle; y que como no se calle se le dice que estaría más guapo si se va por donde vino.
A una alta autoridad del Estado (en Cataluña) la despiden en las escalerillas de la gloria como si fuera una liberta entregada a los leones.
Son de los nuestros, o no son de los nuestros.
Cuando el 15M nos enseñaron a aplaudir agitando las manos. Era el aplauso sobreentendido.
Aplaudir está antes de entender.
Ahora se aplaude para que no se piense: en el caso del político que fue juez, se le reconviene para que se calle, y cuando calla, como si otorgase, se le aplaude otra vez: ¿ves como así estás más guapo?
Y a la mujer que fue despedida al borde de las fieras se le aplaude por adelantado: para que sepa donde está la verdad.
Es la operación aplauso, la que da la bienvenida a los nuestros y pone mala cara a los que se desvían de la tribu.
O eres de los nuestros o no eres nadie.
Y así estamos, la otra media te partirá el corazón si no te coge aplaudiendo.
Era José Vidal Cadellans, cuya vida breve parecía la novela de un profeta: dijo que ese año en el que estaba, 1958, ganaría el premio Nadal y al año siguiente moriría. Ganó el Nadal y se murió al año siguiente, más o menos, a los 32 años.
Detrás dejó aquella novela ganadora, No era de los nuestros.
Un muchacho robaba en su propia casa.
La investigación que siguió tendía a demostrar que el ladrón no era de los nuestros.
Esa fama efímera que tuvo Vidal Cadellans resurge (en mi memoria) cada vez que la televisión repite Uno de los nuestros, de Martin Scorsese, la historia de un muchacho que se integra desde que es un crío en un círculo mafioso en el que busca el trato ansiado de la tribu: ser Uno de los nuestros.
Lo consigue a medias.
Su momento de apogeo se produce cuando sale triunfante, no delató a nadie, de un juicio del que pudo haber salido abrasado.
La tribu lo recibe, y así se lo dicen, como si hubiera perdido la virginidad. Ya era, casi, uno de los nuestros.
En la política española, y no sólo, se producen a diario expresiones así: es de los nuestros, no es de los nuestros.
A los nuestros no les miramos ni el currículum, a los que no son de los nuestros les cerramos la verja.
Ni agua.
Al que se desvía lo quitamos de la fotografía, y al que se suma lo tenemos en nómina aunque no diga ni media.
A Atahualpa Yupanqui lo adoraban en el Café Gijón porque era un sabio callado.
Un día hizo ademán de hablar y sólo dijo: “Aquí el que la hace la paga”.
Le aplaudieron como a Plácido Domingo. A los nuestros se les aplaude como si hubieran perdido, o ganado, la virginidad; a los que no son de los nuestros, leña al mono hasta que hable inglés.
Episodios recientes son medalla de ambas caras: a un político que fue juez le dicen que se calle; y que como no se calle se le dice que estaría más guapo si se va por donde vino.
A una alta autoridad del Estado (en Cataluña) la despiden en las escalerillas de la gloria como si fuera una liberta entregada a los leones.
Son de los nuestros, o no son de los nuestros.
Cuando el 15M nos enseñaron a aplaudir agitando las manos. Era el aplauso sobreentendido.
Aplaudir está antes de entender.
Ahora se aplaude para que no se piense: en el caso del político que fue juez, se le reconviene para que se calle, y cuando calla, como si otorgase, se le aplaude otra vez: ¿ves como así estás más guapo?
Y a la mujer que fue despedida al borde de las fieras se le aplaude por adelantado: para que sepa donde está la verdad.
Es la operación aplauso, la que da la bienvenida a los nuestros y pone mala cara a los que se desvían de la tribu.
O eres de los nuestros o no eres nadie.
Y así estamos, la otra media te partirá el corazón si no te coge aplaudiendo.
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