De Narciso
a Blancanieves, de Valle Inclán a Borges, el objeto que devuelve la
imagen ha sido esencial en la escritura.
Andrés Ibáñez refleja en una
antología esa obsesión.
'Narciso', de Caravaggio (1597-99), conservado en Roma.
La literatura está plagada de miles y miles de objetos, necesarios
para recrear los mundos que proponen los escritores. Ninguna lista de
los más habituales o relevantes, si tal cosa existiese, podría omitir el
espejo. En el fondo, representa más que un simple objeto: es otro
mundo. Su presencia, a lo largo de miles de obras, ejerce un gran poder
de atracción, y emana un extraordinario misterio. Reflejan, ocultan,
mienten, deforman, confiesan… “Espejos: jamás, a sabiendas, todavía se
ha dicho / lo que en vuestra esencia sois”, escribe Rilke en los Los sonetos a Orfeo, como recuerda el crítico y escritor Andrés Ibáñez, que desde su juventud persigue espejos a lo largo de cuentos, poemas, novelas u obras históricas de toda época. El resultado de esa obsesión tan particular es la publicación de A través del espejo (Atalanta), una antología de textos que tratan el tema del espejo, de por sí inagotable. Marcel Schwob, H.P. Lovecraft, Virginia Woolf, Isaac B. Singer, G. K. Chesterton, Goran Petrovic, Borges, Allan Poe, Walter de la Mare, Angela Carter, Bioy Casares o Giovanni Papini son algunos de los autores en cuyos textos el espejo ejerce una poderosa influencia.
La Malvada Reina de Blancanieves ante el espejo. EL PAÍS
En un extenso prólogo por el que también desfilan los reflejos de San Juan de la Cruz, La Fontaine, Bulgákov, Lewis Carroll, Alfred Tennyson, Charles Perrault o Roberto Bolaño,
el autor se remonta a las mitologías de la antigüedad, y cómo el
significado del espejo, y cuanto muestra, fue cambiando a medida que
avanzaban los siglos. El material reunido es riquísimo, inabarcable. De
hecho, Ibáñez se vio obligado a dejar la poesía fuera de su selección
para que “el laberinto de espejos no creciera en exceso”. Apenas se
salva el libro tercero de Las metamorfosis de Ovidio, donde el
poeta romano recrea el mito de Narciso, que se asoma a un estanque, y
enfrentado a un espejo de agua, se enamora de su propia imagen. Por otra
parte con fatales consecuencias, pues cae y se ahoga, como siglos más
tarde le ocurre a la protagonista de El espejo de Lida Sal, un relato de Miguel Ángel Asturias
en el que una muchacha, en busca de un espejo para contemplarse con su
traje de boda, se asoma a un risco sobre el mar, cae a las olas y se
ahoga en su propio reflejo. El reflejo, a veces, habla, como en Blancanieves, donde la
mujer que el rey toma por esposa, fascinada por su belleza, posee un
espejo mágico al que de vez en cuando pregunta “¿Quién de este reino es
la más hermosa?”. El romanticismo, en el que se integra el cuento de los
hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, fue fértil en espejos. En parte, “por
la importancia que adquiere el tema del doble”, cuyo introductor, Jean
Paul Richter, no sólo acuñó el concepto doppelgänger para
referirse a ese segundo yo, sino que creó una galería de personajes que
sufrían “un terror enfermizo a contemplar su propia imagen”. Su
literatura sirve de introducción a dos clásicos de la época, E.T. A.
Hoffmann y Edgar Allan Poe, de quien Ibáñez recupera William Wilson,
un relato en el que su protagonista conoce en su juventud a otro
William Wilson parecido a él, incluso nacido en la misma fecha, y que
desaparece y reaparece a lo largo de su vida, hasta que un día, durante
una fiesta de disfraces, lo ataca y un espejo le devuelve su propio
“semblante pálido y manchado de sangre”. mblante pálido y manchado de sangre”.
Arquímedes diseñó espejos para concentrar rayos de sol y quemar las velas de los barcos. EL PAÍS
Borges se encontraba a menudo en sus relatos también con otros
Borges. “Bien conocida es su obsesión con los espejos", que en el fondo
está relacionada, subraya Ibáñez, con la obsesión por la noche y la
ceguera, “pero también con otro tema central en su obra: la obsesión por
ver el propio rostro” . En El Aleph, el narrador ve “todos los espejos del planeta” y ninguno le reflejó, dice. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
arranca también de modo revelador: “Debo a la conjunción de un espejo y
de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el
fondo de un corredor…”. Ibáñez selecciona El espejo de tinta y El espejo y la máscara,
donde los espejos se proyectan con una presencia también inquietante. La que, por otra parte, tuvieron en la vida de Borges, que en uno de los
poemas de El hacedor reconoce: “Hoy, al cabo de tantos y
perplejos/ años de errar bajo la varia luna,/ me pregunto qué azar de la
fortuna/ hizo que yo temiera los espejos”. De Oriente a Occidente, de la antigüedad a la modernidad, la literatura
recrea espejos capaces de desencadenar los acontecimientos más
inesperados. Quizá por eso Ibáñez deja para el final el texto de Jurgis
Baltrušaitis sobre los espejos ardientes de Arquímedes, y que funciona
como un “pequeño tratado de ciencia ficción antigua”. ¿Existieron en
verdad esos espejos? La leyenda aparece recogida por primera vez en el
siglo XII, en las Crónicas de Joannes Zonaras, que relata cómo
Arquímedes hizo colgar de las murallas de Siracusa espejos de metal que,
golpeados por los rayos del sol, quemaban los barcos romanos. En el
siglo XVII la literatura científica de Descartes y Mersenne demolió
“metódicamente la leyenda”, pero cien años después, el conde de Buffon,
Georges Louis Leclerc, realizó experimentos que demostraban que se podía
quemar madera a una distancia de 400 pies.
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