La carrera de la actriz se ha distinguido por su talento y discreción.
El barrio de San Andrés de Barcelona limita con el distrito de Horta- Guinardó, un espacio donde en los años cuarenta del siglo pasado, en plena postguerra, sobrevivían los personajes de las novelas de Juan Marsé, republicanos represaliados, gente derrotada y obligada a callar porque le habían cortado la lengua, si bien lo poco que de la lengua le quedaba lo usaba para hablar catalán en la cocina y maldecir su suerte en voz baja.
En ese barrio de San Andrés vivía un payés llegado de la Sagrera que había luchado en la guerra como sanitario y después se había casado con una enfermera con la que tuvo cinco hijos.
Rosa María Sardá nació en 1941.
Era la mayor de los hermanos, Santiago, Federico y Javier, a los que el destino les reservó éxito en la vida, cada uno en su oficio, salvo a Juan, el más pequeño, que se quedó en el camino a causa de la droga, un duro tributo que muchas familias pagaron en los descoyuntados años ochenta del siglo pasado. Los padres murieron jóvenes y se ahorraron asistir a esta tragedia, pero tampoco pudieron ver el triunfo del resto de sus vástagos.
Tal vez llegaron a solazarse con la gracia de la niña, que actuaba en el teatro parroquial.
“No soy más que una superviviente de la vida”. – dice Rosa María Sardá, de modo que esos cristales oscuros que casi forman parte sustancial de su rostro no se sabe si le sirven para no ver y para que no la vean, un doble propósito que esta gran actriz, de vuelta ya de todo, adopta como salvaguarda.
Los hermanos Sardá, que luego formarían una saga mítica en el mundo del espectáculo, fueron educados con los curas del barrio y mientras los chicos jugaban con pelotas de trapo en la calle la niña hacía teatro con otros niños en la parroquia para pasar poco después a otro teatro de aficionados en Horta.
Habría que saber en qué momento de su vida germinó en ella esa mezcla de rebeldía y comicidad disolvente que la llevaron a convertirse en una poderosa actriz.
Era una preadolescente de 10 años cuando en Barcelona se produjo en marzo de 1951 la huelga de tranvías y puede que en la sobremesa oyera los primeros denuestos contra la dictadura e intuyera que no conformarse ante la miseria y la injusticia era una actitud noble, pero puede que fuera tal vez una niña muy religiosa, que al año siguiente en el Congreso Eucuarístico de Barcelona cantara “de rodillas, Señor, ante el sagrario, que guarda cuanto queda de amor y de unidad”, la plegaria que había compuesto José María Pemán para unificar a Dios con el patriotismo español. Aquella primera huelga política contra el franquismo junto con la manifestación eucarística multitudinaria constituye el sustrato adolescente de muchos catalanes, que luego serían intelectuales, escritores, artistas y políticos de izquierdas.
La dictadura y la iglesia, la fe que se iba por el sumidero y la lucha por la libertad que llegaba desde la alcantarilla, la idea de una Cataluña irredenta, adobada con la figura del abad de Montserrat, el canto del Virolai a la Virgen, la lengua, los obreros, la represión y España siempre al fondo, formaba una amalgama que los marcaría para siempre.
Digamos que Rosa María Sardá fue creciendo en gracia ante el Dios de los Ejércitos y los hombres y mujeres del espectáculo, que eran gente más o menos golfa y divertida, pero siempre dispuesta a ejercer un humor disparatado y disolvente como una forma de curarse las heridas.
En 1962 Rosa María Sardá entró en el teatro profesional y desde entonces su carrera se ha distinguido por su talento y discreción, por la filosofía personal de trabajar en lo que le gustaba sin preocuparse del glamour ni de la fama.
Ha tenido éxitos y ha dejado de tenerlos, pero ella siempre ha sido la misma.
Se casó sin papeles con Josep María Mainat, uno de los tres creadores de La Trinca, tuvo un hijo con él, que también es actor y se divorció.
Rosa María Sardá es una actriz exponente de esa tierra quemada en que han quedado insignes artistas e intelectuales catalanes a los que se les ha forzado a elegir a contrapelo entre el soberanismo y la unidad de España, entre la voracidad de la derecha española y la catalana, entre la idiotez de los políticos de uno y otro lado, dos mochilas igual de pesadas. Rosa María Sardá tiene una querencia innata a apuntarse en el bando de los perdedores y en ese tapete ha puesto siempre su extraordinario talento.
Mírala bien. Esos cristales oscuros parece que son para no ver adonde han ido a parar los sueños o tal vez para ocultar la melancolía que queda en la mirada al recordar aquellos años de miseria e inocencia, los éxitos, los fracasos, la lucha por mantenerse limpia y al margen de las aguas turbias de la política, a solas con los sentimientos esenciales de un país y de una lengua que ama, a solas con su memoria y el eco de los aplausos.
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