EDNA O’BRIEN (Tuamgraney, Irlanda, 1930) ha aprovechado cada novela para denunciar algo.
Eso la ha convertido en una escritora incómoda que muchos han querido silenciar.
El presidente irlandés, Michael Higgins, reconoció hace un año que el país estaba en deuda con ella, tras entregarle el máximo galardón de las artes, el Saoithe in Aosdána, lo que la equiparó a nombres como Samuel Beckett y Seamus Heaney.
También la Nobel canadiense Alice Munro le escribió para decirle que se dedica la literatura gracias a ella
Su valentía ha convivido con una reputación labrada en las columnas de sociedad de la prensa británica gracias a su cercanía al mundo del cine.
En sus memorias, publicadas hace tres años, conviven su amorío con Robert Mitchum y la narración de una huida constante: de su familia, de su marido, del catolicismo o del esquematismo feminista.
En 1960, su primer libro, Las chicas de campo –una de las grandes novelas irlandesas–, le sirvió, entre otras cosas, para tomar la decisión de separarse de su marido, el escritor Ernest Gébler. También le costó las relaciones con su entorno: el párroco de su pueblo –en el corazón de la Irlanda rural– quemó un ejemplar en la plaza.
De los celos de su marido dio cuenta su hijo Carlo en el libro Father and I, en el que narra cómo Gébler rechazaba, haciéndose pasar por su esposa, propuestas de trabajo en universidades o para transformar una novela en película, y a cambio ofrecía sus propios escritos diciendo que tenían más calidad.
En un ejercicio más de valentía, ha venido a España con casi 86 años a presentar su última novela, La sillitas rojas (Errata Naturae), sobre un personaje inspirado en la figura del poeta, psiquiatra y genocida serbio Radovan Karadzic. O’Brien posa en un coqueto hotel con jardín del centro de Madrid.
Que se estire con el divismo de una gran actriz cuestiona lo que repite como una letanía: la necesidad del escritor de aislarse en su mundo interior.
Pero entonces habla, protesta, se enfada y hasta parece recitar cuando detalla algunos sueños premonitorios, y uno se da cuenta de que las dos caras son la misma.
Eso trata de explicar en sus novelas: donde está la perdición puede estar también la salvación.
Juró que no escribiría sus memorias, pero cuando el médico le dijo que estaba “sorda como un viejo piano” decidió hacerlo. ¿Qué le quedaba por decir? Quise dar a conocer a la persona que realmente soy.
Se me ha retratado como un animal de fiestas.
Claro que he ido a fiestas, pero no podría haber escrito 25 libros si hubiera tenido la vida frívola que me atribuyen.
No quería reivindicar nada. Quería ser lo más sincera posible.
¿Por qué la prensa del corazón la tomó con usted? Porque soy una mujer apasionada.
Y una irlandesa viviendo en Inglaterra. A los irlandeses no les hago gracia porque soy una mujer audaz y ellos prefieren a sus escritores masculinos.
Y lo digo amando a dos de ellos, Joyce y Beckett.
Si cuando muera alguien escribe mi biografía, espero que no sea barata, que no sea tonta y que no sea viciosa. Tres grandes esperanzas.
Sus lectores de fuera de Reino Unido sabían poco de su vida mundana y lo habrán aprendido a partir de su biografía. Hay un capítulo, llamado Nocturnos, que explica esa faceta: las dos veces al año que daba fiestas.
¿Por qué las daba? Acababa de salir de un matrimonio en el que no había habido ningún tipo de fiesta. Tenía una vida bastante desalentadora.
Es la manera más agradable que tengo de resumirlo.
Pero duró 10 años. Cometí un error
. Creo que cuando un escritor que tal vez no ha tenido éxito se casa con una joven 22 años menor que él que quiere ser escritora se da una situación que arranca con problemas.
Estudió Farmacia. ¿Cuándo quiso ser escritora? Mientras estudiaba, trabajaba en una farmacia, y mientras lo hacía, leía a Joyce.
Pero mi marido, Ernest Gébler, creyó, como muchas otras personas, que yo era un poco tonta.
¿Lo era? Claro. Escribía sobre las nubes y el cielo.
Pero sentía que tenía una profunda, una religiosa necesidad de escribir. Quise escribir antes de saber lo que era escribir.
¿Por qué? Escribir es sacar algo de la nada.
Incluso en medio de problemas económicos y familiares me di cuenta de que las palabras podían rehacernos.
Nació en una casa sin libros. Solo los había de salmos. Imagine el tipo de prosa.
No tuve una educación cultural.
Pero tuve historias. Tuve dramas e infelicidad, el gran ingrediente para la ficción.
Si no tuvieras problemas, ¿de qué escribirías? ¿De que estás casada con un dentista?
¿Lo contó todo en sus memorias? No. Conté lo que hubiera contado si mi vida hubiera sido la de otra persona.
¿Qué se dejó? Algunas brutalidades que he padecido.
Se ha pasado la vida huyendo. Del ultracatolicismo de su madre, del alcoholismo de su padre, de la mezquindad de la vida rural. ¿Cuándo decidió parar? No creo que me diera cuenta, pero tiene razón, siempre he huido.
Pero me he llevado los problemas conmigo. No he huido nunca hacia la amnesia.
No me interesa olvidar. Tengo el cubo de la memoria cada vez más lleno y no podría vivir sin él porque la memoria es una de las gallinas de los huevos de oro de la escritura.
¿Por qué se fue de Irlanda? Porque mi escuela, el convento al que me enviaron o mi propia madre…, todo era católico y represivo.
El catolicismo irlandés hace que el español parezca una fiesta. En mi infancia todo estaba prohibido.
Y si eres una persona apasionada, sientes la represión con más fuerza.
Estoy contenta de ser irlandesa, no renuncio a mi pasado.
Pero no creo que hubiera podido escribir si no me hubiera ido en 1958.
No lo hubiera logrado con alguien vigilando cada paso que daba.
Bastante complicado es escribir, solo se consigue hacerlo bien dejando tranquila la conciencia.
¿Cuánto ha cambiado Irlanda? ¿Sigue siendo un lugar fuera del tiempo? Está más poblado, es más ruidoso… Antes era un lugar introvertido, pero la televisión y el turismo le han dado la vuelta.
Los biquinis tienen ese poder transformador.
Pero la lluvia es la misma, los campos también, el ímpetu incluso.
En la última novela necesitaba el ámbito rural porque allí puede llegar un extraño y, si va bien vestido, tiene modales, habla bien, fuma con elegancia y se presenta como un héroe, la gente está dispuesta a creerle.
En un lugar más sofisticado se harían más preguntas.
Su país es una constante en sus novelas. El alejamiento me lo devolvió.
Desde Londres me di cuenta de cuánto le debía al paisaje, al lugar, a mis problemas con el lugar. Saqué de Irlanda la crudeza. Las chicas de campo puede parecer un libro divertido, pero es un libro duro.
En esa adolescencia represiva, ¿cómo logró no reprimirse a sí misma? Sí lo hice. Era una cobarde. Lo único que se me ocurría era callar.
Y luego, cuando supieron que había escrito un libro, decidieron que había traicionado a mi país. Uno no hace un libro para traicionar a un país.
En su segunda novela retrató a una mujer servil. La mejor, la más audaz, es la tercera, Chicas felizmente casadas.
Pero en la segunda, La chica de ojos verdes, retrató a una mujer que aceptaba un papel secundario, y las feministas le reprocharon que no retratase a mujeres más fuertes o más sabias. Uno se pasa la vida intentando encontrar el camino. Y cuando lo encuentra es para luego perderlo.
Yo retraté parte de lo que había sentido.
¿A quién se va a poner en contra con este nuevo libro? El año pasado, el presidente de Irlanda, Michael Higgins, me dio un premio que suelen conceder cuando uno está a punto de morir, y en su discurso denunció cómo había sido tratada.
Dijo que no sabía si había sucedido por malicia, por ignorancia, por ambas cosas o porque soy mujer y valiente.
¿A qué lo atribuye? A todo eso. Al principio fue porque había escrito algo escandaloso.
Cuando pasé a hacer libros más complejos, supongo que pensaron que me estaba metiendo en el territorio de los hombres.
Lo curioso es que la acusación venía muchas veces del lado de las mujeres.
He vivido un adorable hostigamiento y una censura bastante injusta. Algunos críticos necesitan que saque libros nuevos para decir que el anterior era mejor.
Pero no me gustaría que me tomaran por una mujer victimista. He podido trabajar mucho.
¿Necesitan tiempo sus libros? Más bien lo que ocurre es que lo que cuento en el último trata de superar lo anterior.
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