En las relaciones sociales hay pocas cosas tan duras como sentirse excluido, menospreciado o rechazado por los demás.
Bellaterra
Usted se entera de que sus amigos se han reunido y han decidido por votación que usted es uno de los que no irán.
Le han excluido. ¿Cómo se sentiría? Seguramente mal.
Quizá muy mal. En las relaciones sociales hay pocas cosas que duelan tanto como sentirse excluido, menospreciado o rechazado por los demás.
A casi todo el mundo le ha pasado alguna vez, en la familia, la escuela, los amigos, el deporte, el trabajo o la política.
Prueba del dolor que producen esas situaciones es que muchas de ellas quedan indeleblemente grabadas en la mente, de tal modo que pasan a formar parte de la memoria autobiográfica de las personas.
¿Por qué duele tanto la exclusión social? Los neurocientíficos han estudiado lo que pasa en el cerebro de las personas cuando se sienten socialmente rechazadas.
Ya hace algunos años que un grupo de psicólogos y economistas de las universidades de Nueva York y la Rutgers de Nueva Jersey publicaron en la revista Science un interesante trabajo que intentaba explicar la extraña conducta de quienes en las subastas públicas apuestan cantidades superiores a lo razonable.
Mediante la conocida técnica de la resonancia magnética funcional decidieron observar cómo se activaba el cerebro de 17 personas en el transcurso de juegos que simulaban situaciones de competencia social como las que se dan en una subasta pública.
De ese modo observaron que los individuos que tendían a apostar más de lo razonable solían ser los que, además de haber perdido apuestas anteriormente, cuando perdían se les activaba más de lo normal su estriado, una región del cerebro relacionada con procesos mentales de gratificación o recompensa.
Aunque las teorías económicas clásicas suelen relacionar ese tipo de comportamientos con la alegría de poder ganar o con la aversión al riesgo, los autores de dicho trabajo propusieron una explicación no incompatible con las anteriores pero más interesante: la contemplación de la pérdida en un contexto social, es decir, lo humillante que puede resultar el verse derrotado en público y sentirse por ello devaluado por los demás.
Así, el “sobreapostar” sería una reacción emocional natural, quizá equivocada, pero tendente a evitar el posible malestar ocasionado por nuevas derrotas públicas.
Algo así como una huida hacia adelante, podríamos decir.
Pero la sorpresa mayor llegó con un estudio complementario, también de exclusión social, donde un grupo de científicos, esta vez de las universidades de California en Los Ángeles y de Sydney en Australia, observaron que a los jugadores de baloncesto a los que sus compañeros no les pasaban pelotas (algo de lo que se ha quejado también recientemente el jugador de fútbol madrileño Cristiano Ronaldo) y decían sentirse por ello ignorados y excluidos se les activaba en sus cerebros la corteza cingulada anterior, es decir, la misma área del cerebro que se activa con la sensación de sufrimiento que acompaña al dolor físico de cierta intensidad y duración.
Parece entonces que el cerebro reacciona frente a la exclusión social produciendo sentimientos muy parecidos a los que tenemos cuando se daña físicamente nuestro cuerpo.
¿Cómo reacciona entonces quien se siente excluido o derrotado? Generalmente ese duro sufrimiento dificulta el razonamiento de quien lo padece para asumir si fuera el caso su propia responsabilidad en la exclusión, por lo que lo más habitual que suele ocurrir es que el excluido acabe generando inconfesables sentimientos de envidia y rencor, cuando no de odio, hacia quienes considera verdaderos responsables de su fracaso.
Precisamente por eso, lo más especial llega con el tiempo, cuando el considerado culpable de la exclusión fracasa, pues es entonces cuando aparece en todo su esplendor la imagen especular de la envidia y el rencor: la alegría y el regodeo del excluido o menospreciado por el fracaso de su oponente, de su derrotador.
Es ese un sentimiento para el que los alemanes han inventado un término que ya ha sido adoptado también en otras lenguas: Shadenfreude (alegría maliciosa).
Es ese tipo de alegría que uno siente cuando al empollón de la clase le suspenden una asignatura, cuando al listo de la oficina o del laboratorio le rechazan una idea o la publicación de un trabajo, o cuando al rival político, especialmente si es del mismo partido, no le van bien las cosas.
Es, en buena medida, lo que sienten los hinchas del Barça cuando pierde el Madrid, o los del Madrid cuando pierde el Barça.
La Shadenfreude se acrecienta además en el rencoroso agorero que acierta en su pronóstico sobre el próximo o futuro fracaso de su oponente malhechor y lo ve como una reivindicación personal de su posición.
Puede corresponderse con el “cuanto peor para él, mejor para mí”, frase que según algunos se atribuye a Vladimir Lenin en relación con sus rivales y la política de su tiempo.
La Shadenfreude es también una de las mayores fuentes de hipocresía, porque, el que la tiene, aunque está contento en su interior, se muestra aparente y falsamente preocupado.
Así, puede decirle a su oponente cosas como “es una pena que te hayan rechazado el trabajo, pues era muy bueno” o “qué lástima que hayáis perdido, pues habéis jugado muy bien” o también “es una pena que te hayan salido tantas arrugas, aunque no te sientan mal del todo”.
Igualmente, muchas veces oímos a los políticos considerar un error ciertos comportamientos de sus adversarios y lamentarse por ello en sus expresiones, cuando en realidad están encantados de que lo sean, pues eso les beneficia.
Y es que las lágrimas de cocodrilo son un producto de la mente humana que no escasea en nuestras competitivas sociedades.
Ignacio Morgado Bernal es director del INC de la UAB.
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