En 'OT: El reencuentro' hubo que tragar con un exceso de azúcar médicamente mortal y un desfile de despropósitos.
De hecho, la televisión pública nos ha brindado uno nuevo: el horror musical en formato de espectáculo televisivo.
Algo así como si ves a Frankenstein cantando a pulmón abierto y bailando un vals tras una eufórica borrachera de campeonato. Desastroso.
Inenarrable.
Tal vez OT: El reencuentro pase a la historia como un hábil recurso nostálgico de audiencia barata en una parrilla de televisión sin un solo programa musical, pero ni con esas credenciales de buenos números y promoción de telenovela se sustenta como contenido.
Es un fracaso para la música española, como ya fue en su día este programa de supuesto talento que ayudó más que la piratería a destrozar la música como elemento cultural de importancia en el tejido social. OT, el famoso Operación triunfo, solo sirvió para pasar productos prefabricados como artistas, educando a toda una generación de oyentes en lo anecdótico e intrascendental, en la simple nada.
Desde las multinacionales discográficas interesadas y TVE —la misma cadena que se fue cargando sistemáticamente los espacios musicales rigurosos y entretenidos que la caracterizaron— se impulsó a este tipo de intérpretes hasta consolidarlos en la conciencia colectiva como músicos de pop.
Y lo consiguieron.
En un país donde no era difícil ver en lo más alto de las listas de ventas a Miguel Ríos, Rosendo, Gabinete Caligari, Loquillo, Radio Futura, Nacha Pop, Héroes de Silencio o Andrés Calamaro, consiguieron hacer pasar la comida basura por platos de calidad.
Si hubiese sido verdadera gastronomía, tanto en las cocinas y mesas de El Bulli como en casa de cualquier abuela, hubiese habido una revolución a cucharazos si alguien quería hacer creer que Rosa, la ganadora de ese primer OT, era un manjar.
Pero España se tragó eso.
En OT: El reencuentro esta vez hubo que tragar con un exceso de azúcar médicamente mortal y un desfile de despropósitos.
Casi las pobres coreografías y el paupérrimo sonido parecían un mal menor ante la aparición de Juan Camus, Nuria Fergó, Gisela Lladó, Verónica Romero, Javián Antón o Alex Casademunt mientras los supuestos pesos pesados incidían en el espanto.
Rosa desafinando con saña, Bustamante haciendo de sí mismo y Alejandro Parreño convirtiéndose en una copia mala de Melendi, propósito que ya lo dice todo.
En otras palabras, por cada canción interpretada por cada uno de los protagonistas sobre el escenario del Palau Sant Jordi, ha debido morir un músico en algún lugar del ancho planeta. También, cómo no, un gatito en la India. Y, entretanto, al pobre Cupido lo acribillaron entre bambalinas cuando Chenoa y Bisbal cantaron Escondidos con ese frustrante acercamiento final de ella hacia él ante la mirada atenta de media España.
Ese quiero y no puedo escenificó a la perfección lo que es todo este espectáculo triunfal para el verdadero arte de la música: una Operación Fracaso. En mayúsculas.
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