Trump, con uno de los discursos más toscos que se recuerdan, ha cautivado los rencores de clase y de raza, de sexo y de cultura.
Si hoy es martes, seguro que prosigue el encomiable esfuerzo de los mejores cerebros de Occidente por tranquilizarnos ante el ascenso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos.
Me fío más de los resistentes norteamericanos, que no encuentran la pista que anuncie que lo peor no va a producirse.
Que la gente más zafia, menos preparada y más demagoga llegue al poder en la democracia no es algo que podamos evitar con facilidad.
Tenemos ejemplos sobrados sin salir de casa de nuestro voto fiel a gobernantes corruptos.
Países más preparados, cultos y racionales que el nuestro han sucumbido también.
Italia, que es el país más formidable de Europa, también eligió a un empresario de éxito y carente de escrúpulos para ser uno de los dirigentes más duraderos en el poder.
Los italianos descubrieron que ser millonario no implica que seas capaz de convertir en millonarios a todos tus súbditos, ni siquiera el vicio fue mínimamente compartido con la plebe.
Todo terminó en un problema de impotencia. El cambio no fue cambio.
Trump, con uno de los discursos más toscos que se recuerdan, ha cautivado los rencores de clase y de raza, de sexo y de cultura que anidan entre los ciudadanos de la democracia más poderosa del mundo.
Lo que nos interesa es comprender que por encima de las personas solo caben las instituciones, los derechos y las libertades.
Por eso, que el gobierno lo alcance un indeseable no tendría que significar una catástrofe insoportable.
Sin las autoridades europeas, en España sería aún más peligroso que en otros países, porque nuestros tribunales, fuerzas de seguridad, medios públicos, instituciones, comisiones de control y derechos son en exceso dependientes del poder político.
La ley mordaza nos parece, por ejemplo, una nota chabacana aprobada en tiempos de mayoría absoluta.
Pero en manos de un presidente indecente es un arma de terror y silencio.
De la misma manera, los ascensos de jueces y fiscales, de directores de los medios de comunicación públicos y de los organismos de competencia, vigilancia y control, no están protegidos de la injerencia del ganador en las urnas tanto como precisa la higiene democrática.
La llegada de Trump, tan celebrada por la señora Le Pen como por los nazis griegos, pero menos contestada que los desmanes de Putin o Maduro, es una llamada de urgencia a nuestros legisladores.
En una coyuntura sin mayorías aplastantes, ha llegado la hora de proteger la democracia de la propia democracia, de establecer leyes que protejan y garanticen los derechos de la amenaza que alcanza el poder por la vía del voto.
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