EL CEREBRO es un afanoso tejedor de la realidad.
Los humanos necesitamos que nuestro entorno sea sólido, fiable; que la vida disponga de un sentido.
Por eso nuestra cabeza se esfuerza en darle una apariencia de orden a la caótica insensatez de la existencia.
Por ejemplo, completamos mentalmente lo que vemos, lo traducimos a algo manejable. Hay dos insidiosas enfermedades de la vista, el glaucoma y la mácula, que suelen diagnosticarse demasiado tarde porque nuestra mente las encubre.
Con el glaucoma uno va perdiendo la visión periférica y termina mirando solamente a través de un estrecho túnel.
La mácula sería justo al revés: la lesión está en el centro de la retina y lo que se mantiene es la visión del anillo exterior.
Pues bien, el enfermo no suele advertir ninguna de las dos dolencias hasta que están muy avanzadas, porque nuestro diligente cerebro rellena los vacíos de la escena.
Y así, uno descubre que tiene glaucoma cuando empieza a estrellarse contra la pared al intentar dar la vuelta a una esquina que no existe (pero que su mente le ha hecho ver) o bien cuando tira una botella al tratar de cogerla porque no está donde su cerebro se la muestra.
Resulta vertiginoso pensar hasta qué punto nuestra cabeza nos puede construir, sin nosotros saberlo, una percepción de la realidad falsa pero totalmente creíble. De hecho, ¿quién nos dice que lo que estamos viendo ahora es algo real? El color al que yo llamo rojo, ¿es el mismo rojo que perciben los demás? Imposible saberlo.
El delirio es la defensa de una psique enferma que deja de
encontrarle sentido a la realidad y que recurre a inventarse una
respuesta
El experimento es más complejo, pero podría resumirse de este modo: si le enseñas al hemisferio derecho la orden escrita “camine”, el sujeto se pone en pie y echa a andar.
Pero si en ese momento le detienes y le preguntas por qué se marcha, el hemisferio izquierdo inventa una respuesta coherente: “Me he levantado para ir a buscar un vaso de agua”. Ya lo dije antes: no soportamos el sinsentido.
Esa ansia de coherencia es lo que crea los delirios de las personas aquejadas de enfermedades mentales.
El delirio es la defensa de una psique enferma que deja de encontrarle sentido a la realidad y que recurre a inventarse una respuesta.
Y, si nos paramos a pensarlo, esta misma necesidad de entendimiento es lo que está en la base de las creencias religiosas. Inventamos a los dioses para completar el dibujo del mundo, para domesticar su incomprensible inmensidad.
Es una especie de desvarío colectivo. Y, de hecho, las religiones que no son la nuestra suelen parecernos delirantes.
Pero aún hay algo más: el arte también sería un delirio de este tipo. Un intento desesperado de inventar coherencia.
Numerosos estudios sostienen que hay una relación entre la creatividad y cierta tendencia a la enfermedad mental (véase el estupendo libro El genio y la locura, de Philippe Brenot) o a desequilibrios como el trastorno por déficit de atención.
La universidad húngara de Semmelweis hizo en 2009 un curioso estudio en el que sometieron a una serie de sujetos a un test de creatividad y luego comprobaron si tenían una mutación de un gen del cerebro llamado neuregulin 1.
Se calcula que el 50% de los europeos sanos tiene una copia de este gen mutante, el 15% tiene dos copias y el 35% restante ninguna.
Pues bien, los que no tenían ninguna eran los menos creativos, y los que tenían dos, los que más.
Con el añadido de que ese 15% también mostraban una mayor tendencia al desequilibrio mental y una chistosa hipersensibilidad a las críticas: el perfecto retrato del artista.
Quiero decir que quizá la creatividad y la imaginación no sean sino el esfuerzo de unos cerebros algo estropeados en su intento por coser los agujeros de la realidad.
El mundo es una ilusión de los sentidos producida por nuestras neuronas laboriosas.
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