Yo he visto a algunas personas tan confundidas que creyeron que el éxito era un lugar que habían conquistado, algo tan sólido y tan suyo como si se hubieran comprado un chalet en la sierra; y cuando se acabó (porque todo lo que sube, baja, y el éxito, que no es más que la mirada benevolente de los otros, es especialmente volátil) se quedaron desconsoladas, descolocadas, como alienígenas cuyo planeta hubiera sido repentinamente desintegrado por una supernova.
Así que saber ganar también tiene su intríngulis.
Pero cuando digo que no nos han enseñado a perder me refiero a que el fracaso, al igual que la muerte (ese gran, inevitable fracaso de la vida), es una realidad esencial que el mundo se empeña en ocultar.
No siempre ha sido así; ha habido otras épocas mucho más conscientes de la decadencia de las cosas y de los irremediables reveses del destino.
Ya se sabe que cuando los generales romanos celebraban sus espectaculares desfiles de triunfo, el esclavo que les acompañaba en la cuadriga y que sostenía sobre sus cabezas la corona de laurel iba musitando constantemente en sus oídos: “Mira atrás y recuerda que sólo eres un hombre”.
Nuestro modelo social, en cambio, ha decidido prescindir de esas reflexiones tan fastidiosas para centrarse en el brillo y el jolgorio.
A juzgar por los anuncios publicitarios, la vida es una fiesta interminable, lo cual tiene poquísimo que ver con la realidad, porque, incluso en el mejor de los casos, vivir tiene su cuota de desazón y duda.
El malestar también forma parte de la existencia, igual que la alegría, pero se diría que el espejo colectivo en el que nos miramos no admite zonas de sombra, así que todos estamos demasiado empeñados en ser dichosos en sesión continua, ultrafelices y megadivertidos a tiempo completo, como si eso fuera lo normal.
Y no, no es normal ni tampoco posible, pero la consecuencia de esta mentira es que la gente no sabe qué hacer con el desasosiego cotidiano y, en cuanto se topa con una pequeña frustración, piensa que está deprimida.
No, hombre. La depresión es otra cosa. Que los días chirríen un poco de cuando en cuando es inevitable, sano, hasta necesario.
Estuve reflexionando sobre todo esto en los pasados Juegos Olímpicos, esa apoteosis del triunfo personal.
En Río participaron 11.551 atletas y sólo un 10 porciento consiguió
medalla.
Ahora piensen en esos miles de participantes que perdieron
Ahora piensen en esos miles de participantes que perdieron
Son seres formidables, los mejores del mundo, titanes que te dejan boquiabierta.
Pero verán, en Río participaron 11.551 atletas de más de 200 países, y sólo un 10% consiguió medalla.
Ahora piensen en esos miles de participantes que perdieron. Piensen, sobre todo, en los que quedaron en los cuartos puestos, tal vez a una milésima de segundo del bronce.
Nadie se acordará de ellos. No constarán en los anales. Probablemente llevaban cuatro años, o más, viviendo única y exclusivamente para llegar a Río.
Un dilatado tiempo de sacrificio.
Y es posible que ya no puedan alcanzar los próximos Juegos.
Muchos de ellos han desaprovechado, digamos, la oportunidad de su vida.
Eso sí que es fracasar por todo lo alto.
Y ¿saben qué? Los admiro.
Creo que los admiro aún más que a los ganadores.
Pienso que la prueba a la que se enfrentan es más difícil. Una hazaña doblemente heroica por anónima.
Conseguir colocar todo eso, hacer frente a la propia decepción y a la de los demás, no caer en la culpa, en la paranoia, en la ira, en el arrepentimiento inútil, en el melodramatismo de pensar que has tirado varios años de tu existencia, en la búsqueda de chivos expiatorios y en tantas otras trampas venenosas a las que puede conducirnos la frustración.
Me gustaría saber más de ellos y de cómo sobrellevan esa silenciosa proeza olímpica, porque no hay ser humano que no haya conocido el sabor de la derrota y quiero aprender de su fortaleza. Ya sé que es preciosa la alegría de los ganadores, pero si los Juegos pueden enseñarnos algo es sobre todo eso: a perder.
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